Graduación
Miramos los estertores de
un siglo que agoniza y con ella una estirpe decadente. Se pierde ante el
embate de una civilización que ha engendrado dentro de si a la barbarie.
Dentro de este contexto
surge un dilema para los juristas, una encrucijada para la humanidad y
un desafío hacia la justicia:
¿Es justa la
pena de muerte?
¿Debe reimplantarse
como solución al delito?
¿Quién
que pueda llamarse humano puede edificarse con deidad mortal para arrebatar
la existencia a otro ser humano?
Hoy hay el reclamo
colectivo ¡muerte! ¡Muerte! Y lastima la conciencia ver el
doloroso cuadro de los condenados, la furia de los parias con su indefensión
y su desolación a cuestas.
Nuestros modernos
circos romanos nos llevan a la pantalla el rostro de los sentenciados,
el último fue el de una mujer. En su rostro la angustia y la desolación
de quien sabe que vive sus últimos instantes y con su postrer suspiro
se aniquila el vientre fértil de una aliada de natura, se trunca
con ello la sacra misión de la continuidad de la especia, su corazón
se silencia y con el se muere su caudal de amor y de ternura que tal vez
nunca fructificó, también terminan sus sueños e ilusiones,
y no podemos asimilar la impiedad de la mano artera que arrebata la vida
y al mirar en los ojos el llanto del condenado resbalan sus lágrimas
implorando piedad y redención.
Nuestra humanidad
suele señalar con dedo flamífero a los que delinquen, solo
que antes de convertirnos en severos jueces debemos penetrar en su sórdido
mundo en el edén perdido de los proscritos del progreso, hay que
peregrinar por su abrupta senda, por su universo de desamparo, hay que
mirar la miseria que los cerca, la crueldad que les rodea y el desamor
y rencor en que vivieron, ahí encontraremos los motivos de su rabia
destructora, de su iracundo rencor, entonces tal vez alcancemos a comprender
por qué el hombre se torna en fiera, tal vez entendamos que no es
posible cultivar lirios entre la podredumbre y el fango, tal vez no digamos
que es muy fácil que fructifique el odio donde ha muerto el amor.
Provienen los reos
de nuestra civilización de hogares desarticulados, de padres violentos,
en donde falta el abrigo y el pan y sobran los golpes, el escarnio, el
hambre, el frío.
Sedientos de cariño
como todo ser viviente se encuentran con un mundo de crueldad que se ensaña
contra ellos, el frío que inunda sus cuerpos se apodera también
de su corazón que queda acéfalo de sentimientos.
Proscritos del hogar
toman la calle, escuela de la delincuencia, aula del crimen, ahí
encuentra la solidaridad en otros que como él han sido arrojados
de su morada junto a ellos se aprenderán el ABC de los delitos,
paradójicamente entre ellos se prodigan afecto, se defienden, se
protegen.
Y dentro de la selva
de asfalto se forma la universalidad del crimen, allí se encuentran
con el policía que extorsiona, que amenaza, con el adulto que corrompe
y ante el acoso y la violencia surge el rencor contra la vida, la violencia
y su justa rebeldía.
Sorteando el peligro,
en un ambiente violento y de injusticia surge el axioma: o matas para vivir,
o vives para matar, u otros te matarán para vivir ellos. Así
surge el imperio de la ley de la selva y un día acorralado, acosado,
grávido de violencia, Cain levanta su mano contra Abel, la universidad
del crimen ha dado su fruto, la cátedra de exterminio adquiere al
final su praxis, por fin el segregado, el proscrito, el reducto de su ser
civilizado obtiene así su:
Graduación.
En la escuela del delito,
del fango, de la violencia, de la injusticia, y se asesina fríamente,
impíamente sin dolor ni remordimiento, con un desprecio infinito
hacia la vida, porque nadie le enseñó que en la existencia
hay algo de excelso y porque nadie le enseñó la escala de
éticos valores y porque nadie le hizo germinar en su corazón
el amor y el respeto que merece el ser humano, por todo eso obtiene su
graduación de asesino en el asfalto.
Conviene recordar
que en las personas existe una dualidad: la predisposición al bien
y la predisposición al mal y en los condenados a muerte predominaron
los signos adversos, por ello transitan por la senda del mal, ellos no
traían innata la rabia y la maldad, sino que una sociedad injusta
y una civilización caduca y de exterminio los condujo por el camino
equivocado.
Aun así la
humanidad se espanta con el monstruo que creó y resuena el eco que
a través de veinte siglos no hemos podido silenciar: ¡Muerte!
¡Muerte! ¡Crucificadlo! ¡Crucificadlo! Y los falsos fariseos
y mercantiles de la justicia se lavarán las manos en las turbias
aguas de sus leyes, y beberán su sangre y triturarán su carne
y olvidarán la nobleza del perdón para aquellos que han errado
cargando con nuestros errores.
Escenarios: la silla
eléctrica, la cámara de gases, la inyección letal.
¡Viva la maravillosa inventiva del siglo de las luces, que roba la
chispa de la ciencia para apagarla junto a la vida de un congénere!
¿Humanidad?
¿Civilización? Son vocablos que caen al vacío que
se pierden en lejanos horizontes hoy que en los albores de un nuevo siglo
nosotros los bárbaros nos vanagloriamos de reimplantar:
La pena de muerte.
Y la piedad, la redención,
la misericordia, serán vocablos muertos y con el reo morirá
lo malo que hubo en él pero también morirá lo bueno
que poseía y no pudo florecer, su bondad trunca, su amor incomprendido
y sus sueños de excelcitud.
Conviene entonces
preguntarnos:
¿Cuántos
culpables habremos en torno al condenado?
Un silencio culpable
nos señala, no podemos levantarnos ufanos al mirar su inmolación,
nosotros como sus hermanos tampoco le dimos un poco de nuestro corazón.
¿Cómo
llamar al juez que dicta la sentencia de muerte?
¡Asesino!
¿Cómo
llamar al que dosifica la inyección letal?
¡Asesino!
¿Cómo
llamar a una estirpe que reimplanta la pena de muerte?
¡Asesina!
Asesina también
lo es una justicia que no condena la pena de muerte.
Aún con esto
existimos personas que llevamos la piedad impresa en el corazón
y que nos lacera la inmolación de un semejante, que sentimos la
muerte de los reos como parte de nuestra misma muerte, que condenamos energéticamente
la vigencia actual de la pena de muerte y enarbolamos como sacro principio:
El derecho a la vida
porque el hombre es esencia divina, es templo, es sagrario que nadie tiene
derecho a destruir, a profanar.
Vaya pues nuestro
clamor como rugiente estruendo, como un eco y un credo universal, que resuene
y emerja en todos los confines y quede impreso en la conciencia de los
hombres como su sublime consigna que diga:
¡No a la pena
de muerte!
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