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Nota:

Toda la Información aquí presentada es propiedad de la ProfesoraMaría Socorro Estrada Castañeda. Si usted desea utilizar cualquier parte del material aquí presentado, por favor contactela en la siguiente dirección de correo:

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Graduación

Miramos los estertores de un siglo que agoniza y con ella una estirpe decadente. Se pierde ante el embate de una civilización que ha engendrado dentro de si a la barbarie.
 Dentro de este contexto surge un dilema para los juristas, una encrucijada para la humanidad y un desafío hacia la justicia:
 ¿Es justa la pena de muerte?
 ¿Debe reimplantarse como solución al delito?
 ¿Quién que pueda llamarse humano puede edificarse con deidad mortal para arrebatar la existencia a otro ser humano?
 Hoy hay el reclamo colectivo ¡muerte! ¡Muerte! Y lastima la conciencia ver el doloroso cuadro de los condenados, la furia de los parias con su indefensión y su desolación a cuestas.
 Nuestros modernos circos romanos nos llevan a la pantalla el rostro de los sentenciados, el último fue el de una mujer. En su rostro la angustia y la desolación de quien sabe que vive sus últimos instantes y con su postrer suspiro se aniquila el vientre fértil de una aliada de natura, se trunca con ello la sacra misión de la continuidad de la especia, su corazón se silencia y con el se muere su caudal de amor y de ternura que tal vez nunca fructificó, también terminan sus sueños e ilusiones,  y no podemos asimilar la impiedad de la mano artera que arrebata la vida y al mirar en los ojos el llanto del condenado resbalan sus lágrimas implorando piedad y redención.
 Nuestra humanidad suele señalar con dedo flamífero a los que delinquen, solo que antes de convertirnos en severos jueces debemos penetrar en su sórdido mundo en el edén perdido de los proscritos del progreso, hay que peregrinar por su abrupta senda, por su universo de desamparo, hay que mirar la miseria que los cerca, la crueldad que les rodea y el desamor y rencor en que vivieron, ahí encontraremos los motivos de su rabia destructora, de su iracundo rencor, entonces tal vez alcancemos a comprender por qué el hombre se torna en fiera, tal vez entendamos que no es posible cultivar lirios entre la podredumbre y el fango, tal vez no digamos que es muy fácil que fructifique el odio donde ha muerto el amor.
 Provienen los reos de nuestra civilización de hogares desarticulados, de padres violentos, en donde falta el abrigo y el pan y sobran los golpes, el escarnio, el hambre, el frío.
 Sedientos de cariño como todo ser viviente se encuentran con un mundo de crueldad que se ensaña contra ellos, el frío que inunda sus cuerpos se apodera también de su corazón que queda acéfalo de sentimientos.
 Proscritos del hogar toman la calle, escuela de la delincuencia, aula del crimen, ahí encuentra la solidaridad en otros que como él han sido arrojados de su morada junto a ellos se aprenderán el ABC de los delitos, paradójicamente entre ellos se prodigan afecto, se defienden, se protegen.
 Y dentro de la selva de asfalto se forma la universalidad del crimen, allí se encuentran con el policía que extorsiona, que amenaza, con el adulto que corrompe y ante el acoso y la violencia surge el rencor contra la vida, la violencia y su justa rebeldía.
 Sorteando el peligro, en un ambiente violento y de injusticia surge el axioma: o matas para vivir, o vives para matar, u otros te matarán para vivir ellos. Así surge el imperio de la ley de la selva y un día acorralado, acosado, grávido de violencia, Cain levanta su mano contra Abel, la universidad del crimen ha dado su fruto, la cátedra de exterminio adquiere al final su praxis, por fin el segregado, el proscrito, el reducto de su ser civilizado obtiene así su:

 Graduación.

 En la escuela del delito, del fango, de la violencia, de la injusticia, y se asesina fríamente, impíamente sin dolor ni remordimiento, con un desprecio infinito hacia la vida, porque nadie le enseñó que en la existencia hay algo de excelso y porque nadie le enseñó la escala de éticos valores y porque nadie le hizo germinar en su corazón el amor y el respeto que merece el ser humano, por todo eso obtiene su graduación de asesino en el asfalto.
 Conviene recordar que en las personas existe una dualidad: la predisposición al bien y la predisposición al mal y en los condenados a muerte predominaron los signos adversos, por ello transitan por la senda del mal, ellos no traían innata la rabia y la maldad, sino que una sociedad injusta  y una civilización caduca y de exterminio los condujo por el camino equivocado.
 Aun así la humanidad se espanta con el monstruo que creó y resuena el eco que a través de veinte siglos no hemos podido silenciar: ¡Muerte! ¡Muerte! ¡Crucificadlo! ¡Crucificadlo! Y los falsos fariseos y mercantiles de la justicia se lavarán las manos en las turbias aguas de sus leyes, y beberán su sangre y triturarán su carne y olvidarán la nobleza del perdón para aquellos que han errado cargando con nuestros errores.
 Escenarios: la silla eléctrica, la cámara de gases, la inyección letal. ¡Viva la maravillosa inventiva del siglo de las luces, que roba la chispa de la ciencia para apagarla junto a la vida de un congénere!
 ¿Humanidad? ¿Civilización? Son vocablos que caen al vacío que se pierden en lejanos horizontes hoy que en los albores de un nuevo siglo nosotros los bárbaros nos vanagloriamos de reimplantar:

 La pena de muerte.

Y la piedad, la redención, la misericordia, serán vocablos muertos y con el reo morirá lo malo que hubo en él pero también morirá lo bueno que poseía y no pudo florecer, su bondad trunca, su amor incomprendido y sus sueños de excelcitud.
 Conviene entonces preguntarnos:
 ¿Cuántos culpables habremos en torno al condenado?
 Un silencio culpable nos señala, no podemos levantarnos ufanos al mirar su inmolación, nosotros como sus hermanos tampoco le dimos un poco de nuestro corazón.
 ¿Cómo llamar al juez que dicta la sentencia de muerte?

 ¡Asesino!

 ¿Cómo llamar al que dosifica la inyección letal?

 ¡Asesino!

 ¿Cómo llamar a una estirpe que  reimplanta la pena de muerte?

 ¡Asesina!

 Asesina también lo es una justicia que no condena la pena de muerte.
 Aún con esto existimos personas que llevamos la piedad impresa en el corazón y que nos lacera la inmolación de un semejante, que sentimos la muerte de los reos como parte de nuestra misma muerte, que condenamos energéticamente la vigencia actual de la pena de muerte y enarbolamos como sacro principio:
 El derecho a la vida porque el hombre es esencia divina, es templo, es sagrario que nadie tiene derecho a destruir, a profanar. 
 Vaya pues nuestro clamor como rugiente estruendo, como un eco y un credo universal, que resuene y emerja en todos los confines y quede impreso en la conciencia de los hombres como su sublime consigna que diga:

 ¡No a la pena de muerte!
 


 

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