Una ciudad a la espera de su momento
El punto de partida
En los 80, Barcelona es una ciudad urbanísticamente desfasada que vive de la herencia lejana del Ensanche de Ildefons Cerdà (proyectado en la segunda mitad del siglo XIX) y de las zonas que se habían transformado a raíz de otros grandes acontecimientos como las exposiciones universales (los casos del parque de la Ciutadella o el recinto ferial de Montjuïc). La Barcelona preolímpica llevaba más de cuatro décadas de retraso respecto al desarrollo de las grandes capitales europeas.
La propuesta de Cerdà, con la demolición de las antiguas murallas y la anexión de los municipios vecinos de Gràcia, Sant Gervasi de Cassoles, Sarrià, Pedralbes, Sant Andreu del Palomar o Sant Martí de Provençals, supuso una revolución en el concepto de ciudad y, de hecho, se mostró como un intento de vertebración urbana muy efectivo, si se tiene en cuenta un escenario sin vehículos de motor o, como mucho, con sistemas de transporte colectivo del nivel del tranvía. El ingeniero de Vidreres (Osona) había aplicado soluciones como los chaflanes para mejorar la visibilidad de los conductores de carruajes en los cruces de calles, de modo que no fuese necesario detener la marcha. El ferrocarril también tenía sus espacios reservados, con calles como la de Aragó (intencionadamente más ancha para minimizar el impacto del paso de los trenes) o las estaciones de Francia y del Nord. Sin embargo, en una ciudad repleta de coches eran necesarias soluciones alternativas, como las grandes vías rápidas de gran capacidad.
En el Ensanche de Cerdà la movilidad quedaba garantizada por determinadas avenidas que tendrían que soportas un intenso ir y venir de vehículos, como la Diagonal, la Gran Via, la Meridiana o el Paral·lel, que se cruzaban en grandes plazas predestinadas a convertirse en verdaderos puntos de encuentro para la ciudadanía (las plazas de Espanya o de las Glòries). De todos modos, la movilidad entre la parte alta y el mar siempre quedó parcialmente hipotecada frente a la que se daba entre los ríos Besòs y Llobregat: los paseos de Gràcia y de Sant Joan chocaban con los anárquicos tejidos urbanos de calles tortuosas de la villa de Gràcia, de manera que Balmes era la única solución para llegar de manera rápida al pie de la sierra de Collserola.
Sin embargo, en el siglo XX llegan a Cataluña sucesivas oleadas de inmigrantes procedentes del sur de España. Muchos tienen como destino la ciudad de Barcelona, por las oportunidades laborales que ofrece la industria o incluso la construcción (una ingente cantidad de mano de obra de procedencia murciana participó en la construcción de los túneles del Metro Transversal, la actual línea 1). A finales de la década de los 50, la creciente motorización de los ciudadanos hizo que el sistema comenzase a resentirse. En la Ciudad Condal no se había hecho ninguna actuación urbanística que tuviese como objetivo absorber el creciente flujo circulatorio de vehículos. A escala interna, ya en la década de los 60 se inició la construcción de la Ronda del Mig, en una época en que la política urbanística del alcalde Porcioles basó más en satisfacer las necesidades de los automóviles que en el bienestar de los ciudadanos.
Colapso en la entrada a la metrópolis
La inmigración hizo crecer desmesuradamente la ciudad de Barcelona, pero también una larga lista de ciudades dormitorio de sus alrededores. En el Baix Llobregat y el Vallès Occidental se empieza a desarrollar un tejido urbano que se ve obligado a desplazarse por una red de carreteras antiguas y limitadas, en la que las autopistas suenan aún a cantos de sirena. Pese a esto, como la red de transporte público es aún más limitada que la viaria y muchos de los recién llegados deben poner en práctica el concepto de movilidad laboral, los habitantes del área metropolitana recurren al automóvil para ir a trabajar a Barcelona. Es entonces cuando se comienzan a proyectar las primeras autopistas del Estado. La primera de ellas será la A-19 (actuales C-31 y C-32), desde la plaza de las Glòries hasta Mataró (1967). Esta vía tendrá un gran impacto sobre las poblaciones vecinas de Sant Adrià de Besòs i Badalona, que verán alzarse los enormes pilares que sustentarán la autopista y abrirán una enorme cicatriz en sus núcleos urbanos. Los vecinos del distrito barcelonés de Sant Martí también han tenido que sufrir el paso de la autovía cerca de sus domicilios, con graves problemas de urbanismo para sus distritos y altos niveles de contaminación ambiental y acústica. Para el barrio limítrofe de la Sagrera, la construcción de la A-19 supuso la segunda barrera urbanística, tras la monstruosa playa de vías de la estación de mercancías de Renfe. Esta zona florecerá en los próximos años con la construcción de la nueva gran estación ferroviaria de Barcelona.
Pero los vecinos de estos distritos no serán los únicos que verán su entorno alterado por la construcción de las primeras vías de gran capacidad. En Sant Andreu, la Meridiana pasará a ser una vía preferente para el tráfico rodado y se convertirá en el mejor acceso a la ciudad desde las conurbaciones de los dos Vallès (a través de las autopistas A-17 i A-18, la autovía N-152 y la carretera N-150). Durante años, esta avenida fue una pseudo-autopista difícil de franquear tanto para los peatones como para los vehículos que la querían atravesar. Casos parecidos serán la entrada a Barcelona desde l'Hospitalet por la autovía de Castelldefels o el acceso desde la autopista A-2 por la avenida Diagonal.
Se puede decir que todas la grandes avenidas de Barcelona sufren embotellamientos tan sólo con el flujo anárquico de vehículos que llegan a la ciudad desde la periferia o, incluso, en los años del franquismo, con el tráfico de coches, autocares y camiones que atravesaban la ciudad únicamente de paso, ante la ausencia de soluciones como los cinturones de ronda o el actual paso alternativo que supone la autopista A-7 y sus calzadas laterales (B-30), a través del corredor del Vallès. Esta situación llevó a construir la Ronda del Mig y reservar terrenos para la construcción de un cinturón de Ronda equivalente a las Rondas actuales, a imitación de los modelos establecidos por otras grandes capitales europeas.
Zonas industriales
Desde el momento inicial
de la concepción del Ensanche de Cerdà, la zona situada entre
la Barcelonesa, el parque de la Ciutadella y el antiguo núcleo de Sant
Martí de Provençals se destinó a la implantación
de la enorme zona industrial del Poble Nou. Durante un siglo, Barcelona sacrificará
su fachada marítima para acoger un denso tejido industrial que se extenderá
por el litoral hasta Sant Adrià de Besòs y Badalona, paralelo
a la línea ferroviaria de Mataró, que garantizaba un fácil
transporte de materias primas y manufacturas.
En medio de este panorama, la política a favor del desarrollo industrial
a cualquier precio fue destruyendo progresivamente el equilibrio medioambiental
de la zona. Primero vino la desaparición de la playa, que a causa de
la fuerte especulación pasará a ser propiedad de las industrias
de la zona, que la utilizarán como vertedero o almacén indiscriminado
de materiales. Otro de los problemas de esta inmensa zona industrial será
la falta absoluta de domicilios en el distrito, un hecho que potenciará
la degradación del espacio y le conferirá un aspecto desolador
de ciudad fantasma. Cerca del mar aparecerán más tarde algunos
barrios marginales en los que se desarrollará el barroquismo, como el
Campo de la Bota, el barrio de Pekín o la Catalana. En los 70 se construirán
los bloques del barrio de la Mina, en un intento fracasado de reinsertar socialmente
a muchos de sus vecinos.
En otros puntos periféricos de la ciudad también se levantarán
fábricas monstruosas que convivirán pacíficamente con el
resto de habitantes del entorno. Son los casos de la Maquinista Terrestre y
Marítima (en el barrio de Sant Andreu) o la España Industrial
(en Sants). Con el tiempo, estos polígonos industriales han sido absorbidos
de manera lenta e implacable por la reurbanización, en forma de parques,
nuevas zonas residenciales o grandes superficies dedicadas a la exitosa combinación
de comercio y ocio.