Habíamos perdido las montañas: las montañas del cielo, adonde conducíamos el ganado. Habíamos perdido los ganados, las cabañas, los pastores: la inocencia. Durante las noches, las estrellas habían dormido en nuestro corazón que más tarde renunciaría a la transparencia. Habíamos perdido las mieses, el maíz, los juegos, las derrotas, los días dorados de la cosecha. Los caminos, habíamos perdido los caminos. Nos habíamos sentado a la sombra de los árboles y entre las sombras que congregan junto al fuego, al pie de la montaña de las deshojas, junto al desvanecimiento de los ríos: todo aquello lo habíamos perdido, y el ritmo de las estaciones, que discurren entre la huída y el retorno. Habíamos perdido la resurrección, los pájaros, el tiempo del alma.
      Entonces, se oyó aquella música -el rabel, la flauta, el tambor- y todas las cosas despertaron del sueño y el olvido. Bebimos del cuenco sonoro.