Laberinto de Espejos Quinta Parte |
Por Sayaki
— Fujimi-yaaa,
tu herma-naaa... —Obayashi señaló hacia atrás con
un guiño—. Podrías jugarte y arreglar para salir los
cuatro, ¿eh?
Ran vio a su
hermana con una compañera en la puerta del restaurante y le indicó
que se acercara al mos-
trador al tiempo que se cercioraba
de que el encargado no lo estuviera mirando. Las dos chicas obedecie-
ron de inmediato, y la sonrisa
luminosa de Aya derritió cualquier reto que su hermano estuviera
por dirigir-
le.
— ¡Esta
vez vengo de clienta, oniichan! —le dijo—. Tenemos que terminar un trabajo
antes de volver al colegio. ¿Dónde nos sentamos para que
nos atiendas vos?
Ran le señaló
una mesa libre en su sector sonriendo de costado. Su hermana inclinó
la cabeza volviendo a sonreír.
— ¡Gracias,
oniichan! ¡Ah! Te presento a mi amiga, Kuramoto Kyoko; nos sentamos
juntas en química. Kyoko, él es mi hermano mayor.
La chica inclinó
la cabeza ante él, los ojos siempre clavados en el suelo. — Mucho
gusto, Fujimiya-san.
Los dos hermanos
sonrieron ante la tímida formalidad de la chica.
— ¡Ran
está bien! —se apresuró a decir él, viendo con cierto
embarazo que la amiga de su hermana se ruborizaba—. ¿A vos también
te gusta el chocolate con menta?
Su comentario
surtió efecto, porque Kyoko alzó por fin los ojos y lo miró
con una sonrisa casi tan es-
pontánea y luminosa como
la de Aya. Y él pensó que se parecían mucho, las dos
con el mismo uniforme y las trenzas que caían hasta el pecho enmarcando
sus caras alegres y llenas de vida. Obayashi salió de la co-
cina y las saludó al pasar,
indicándole a su compañero con disimulo que se apurara a
seguir trabajando. Ran asintió volviendo a espiar al encargado.
— Vayan a sentarse
que ahora les llevo sus postres, ¿sí? —dijo.
Kyoko se inclinó
de nuevo ante él y le dio la espalda para ir a la mesa, Aya se retrasó
para codearlo con un guiño cómplice.
— ¿No
es cierto que es muy linda cuando sonríe? Lástima que sea
tan tímida. Pero para animarla, noso-
tras la llamamos siempre Sumire...
Aya se encontró
sentado en la cama, los ojos muy abiertos en la oscuridad de su cuarto.
Se dejó caer de espaldas sobre el colchón con un suspiro
y se cubrió los ojos con un brazo. ¿Era posible que él
recordara a esa chica, que viera una sola vez en su vida, después
de tantos años y de todo lo que le pasara desde en-
ces? Y lo que sonaba más
rídiculo y descabellado todavía: ¿Era posible que
la compañerita tímida de su hermana se hubiera transformado
en la asesina que él encontrara pocas horas atrás?
Bueno,
si Obayashi me viera ahora se preguntaría exactamente lo mismo...
Pero aquél pensamiento no le dio sosiego ni explicaciones lógicas.
Nadie sufre semejante transformación porque sí. ¿Kuramoto...
? ¿Kuramoto Kyoko? ¿Era ése su apellido? ¿Cómo
podría averiguar algo sobre ella?
Se volvió
a sentar apartando las sábanas de un tirón y se echó
una remera de manga larga encima. Omi solía decir que algo o alguien
que no se pudiera rastrear a través de Internet no existía.
Y con los años él había aprendido más de cuatro
trucos de su compañero para hackear sistemas de información.
Kuramoto
Kyoko... Sumire... ¿Y si no la encuentro en la red... ?
Salió de su cuarto y recorrió sin ruido el pasillo hasta
la cocina. Tal como esperaba, la laptop de Omi estaba sobre la mesa. Si
no te encuentro en la red... Quiere decir que vos, igual que nosotros cuatro,
te convertiste en una sombra... La sombra que hoy me sonrió como
vos hace cuatro años...
Youji no se sorprendió
de ver que había luz bajo la puerta del departamento a las cuatro
de la mañana. Era sábado. Seguro que Omi estaba navegando
o chateando. Últimamente se había aficionado a eso de las
“amistades virtuales”, y hasta le había descubierto una casilla
de correo electrónico en la que sólo recibía los mails
de las chicas que conocía de esa forma. Ken apañando
a los chicos del barrio como padre sol-
tero, Omi con sus novias virtuales y Aya suspirando
por una cuchillera... Y después el freak soy yo...
Hizo girar la llave sin ruido y se deslizó sigilosamente hacia la
cocina, esperando poder pescar al menor de los Weiss en pleno nano-romance
con Lain, su chica de turno. Pero el que lo recibió con un gruñido
y una fruncida de ceño fue Aya, un tazón de café negro
ya frío en una mano y el mouse en la otra, los ojos enro-
jecidos de sueño y rayos
catódicos.
Sonrió
de costado rodeando la mesa para ver el monitor. Todavía flotaba
a su alrededor una nube del perfume de la chica que acababa de dejar, dormida
y satisfecha como correspondía a un caballero con su clase.
— ¿Vos
también buscando amistades virtuales? —bromeó parándose
tras él—. ¿Es que nosotros ya no te alcanzamos?
La mirada de
Aya hubiera gritado Muerte de no haber tenido los ojos tan irritados. —
La tengo —gruñó.
Youji tanteó
una silla y se sentó enfrentándolo sorprendido. Aya cabeceó
hacia el monitor, instándolo a volver a mirar.
— Kuramoto Kyoko,
hija de Kuramoto Kenji, químico jefe de los Laboratorios Shinari
hasta que se sui-
cidó, hace siete meses,
después de que secuestraron y asesinaron a su esposa. La policía
la tiene como
desaparecida desde el mismo día
del suicidio de su padre.
Youji lo escuchaba
boquiabierto, y tardó su buen minuto en poder articular palabra,
lo cual en él
equivalía a un síntoma
grave. — ¿Y vos...? Quiero decir, ¿cómo...?
Aya se paró
para servirse más café, dándole la espalda para contestar.
— Hoy estuve con ella.
— ¿Qué?
— Estaba en
la casa de Yakame, me salió al cruce mientras Omi estaba adentro.
Hablé con ella y me pareció reconocerla —Youji se había
recuperado lo suficiente para sonreír con sorna, pero la burla se
le quedó atragantada con las últimas palabras del pelirrojo.
— ¿¡RECONOCERLA?!
— ¡YOUJI
DEJÁ DORMIR, QUERÉS!!!!!!
La voz pastosa
de Ken se apagó sin eco, sin que nadie le prestara atención
tampoco. Aya giró ofrecién-
dole una taza de café a
su compañero, que lo contemplaba azorado al tiempo que se palpaba
la ropa en busca de sus cigarrillos, toda su incredulidad y su incomprensión
abriéndole mucho los ojos verdes, ya grandes de por sí.
— ¿La
conocías? —insistió, sin lograr que su voz fuera un susurro.
Aya volvió
a sentarse encogiéndose de hombros. — Era compañera de mi
hermana. Ella me la presentó una vez, hace más de cuatro
años.
Youji hizo las
cuentas mentales mientras prendía un cigarrillo. Más de tres
años debía significar poco an-
tes del asesinato de sus padres
y el accidente de Aya-chan. Frunció el ceño perplejo. — ¿Y
cómo la reco-
nociste?
El otro había
vuelto a concentrarse en la pantalla. Contestó con acento distraído.
— Por la risa.
¡¿Aya
había hecho reír a alguien?! La boca de Youji se abrió
tan bruscamente que el cigarrillo cayó den-
tro de su café, sin que
él lo advirtiera hasta que se llevó la taza a los labios
para tratar de ocultar su absoluta estupefacción. Sintió
la ceniza en su boca, saltó hacia la pileta para escupir lo que
acababa de tomar, y vació media jarra de agua sin dejar de acordarse
de toda su genealogía.
— Shhh. Vas
a despertar a Omi y a Ken.
Se secó
la boca con la manga y lo enfrentó todavía agitado. Trató
de pensar en uno de sus mejores in-
sultos, pero todavía estaba
demasiado confundido para encontrar alguno adecuado, y además era
evidente que Aya ni siquiera lo iba a escuchar.
Manx asintió
desalentada, evitando mirarlo. Youji la había sorprendido llamándola
tan temprano a la ma-
ñana, y gracias a la información
que él le diera, ella y Birman habían logrado, al parecer,
terminar de armar el rompecabezas. Ahora Youji fumaba junto a ella en el
banco de la plaza, esperando alguna explicación.
— La mujer de
Kuramoto estuvo secuestrada más de cuatro meses antes de que encontraran
su cuerpo. Los informes de la autopsia fueron clasificados como confidenciales
por un juez amigo de Shinari, pero to-
do indica que no la asesinaron,
sino que la estuvieron usando para probar sustancias que se estaban proce-
sando en ese laboratorio... bajo
la dirección de su esposo. Murió intoxicada, pero hacía
al menos dos meses que la mantenían viva sólo con drogas.
Por el tipo de intoxicación, podría haber sido la droga que
Shinari está haciendo circular ahora, pero en un estado poco avanzado
de desarrollo.
Youji la escuchó
sin interrumpirla, el cigarrillo apenas suspendido entre sus labios, los
brazos estirados sobre el respaldo del banco, por una vez sin prestar atención
a la posilidad de abrazar a la pelirroja como al descuido. Tras sus lentes,
los ojos verdes miraban sin ver los árboles frente a ellos.
Ahora sí
que todo tenía más sentido. Sobre todo la saña que
demostrara la chica al matar a esos dos infe-
lices, dejándolos desangrarse
retorciéndose de dolor. Y lo que resultaba mucho más comprensible
ahora era esa atracción instintiva, visceral, que ejerciera sobre
Aya, aun cuando él ignoraba su verdarero sexo. Los i-
guales se reconocían. A
los dos les habían arrebatado todo en un abrir y cerrar de ojos,
los dos habían en-
contrado un mismo y único
motivo para seguir vivos: la venganza. ¡Si hasta habían elegido
el mismo tipo de arma para llevarla a cabo... !
— Youji.. yo...
—el tono apenado de Manx reclamó su atención, encontrando
su mueca triste cuando al-
zó los hombros, como disculpándose
por su impotencia—. Lo lamento pero... la chica Kuramoto...
Entonces comprendió
que Manx creía que el interesado en ella era él. Decidió
que lo mejor era que si-
guiera creyéndolo. Arqueó
las cejas con un suspiro, se paró y le hizo un gesto de despedida
antes de irse, las manos en los bolsillos y la cabeza gacha, rehuyendo
los últimos rayos del sol que se filtraban entre las ramas como
lanzas de fuego. Él sabía lo que era encontrar a alguien
que pensara y sintiera igual que uno, alguien con quien ni siquiera hace
falta hablar para enterderse, alguien a quien se puede amar sin temor ni
restricciones porque uno sabe leer en su alma y en todo su cuerpo que es
correspondido, alguien capaz de aceptar y comprender lo inconfesable, la
parte más oscura de uno...
Asuka...
El nombre brotó con tanta facilidad que se estremeció. Sacudió
la cabeza con otro suspiro, ne-
gándose a que sus ojos se
llenaran de lágrimas. Todavía sentada en el banco, Manx lo
vio alejarse y suspiró también, detestándose por lo
que acababa de hacer.
Los cuatro Weiss
se detuvieron antes de dejar el callejón donde escondieran el auto.
Ken atisbó a ambos lados de la calle mientras los demás volvían
a revisar armas y planes.
— Lo de siempre..
—resumió bien pronto Youji.
— Apenas encontremos
dónde están, nos separamos —repitió Aya—. No vamos
a poder con todos los guardias, así que tenemos que ser rápidos.
Omi le guiñó
un ojo señalando su riñonera, donde llevaba el dispositivo
que debía destruir los laborato-
rios. El pelirrojo no perdió
tiempo en asentir y alzó la vista, mirando al mayor de los Weiss
de lleno a los ojos, que asintió a su vez, tragándose toda
su ironía con una sonrisa cómplice que sorprendió
un poco a Aya.
— Shinari es
tuyo.
Volvieron a
cerciorarse de que nadie pudiera verlos salir de su escondite y salvaron
en un instante la distancia que los separaba de la entrada del edificio.
De ahí en más, todo fue avanzar barriendo con cuanto hallaban
a su paso, silenciosos y mortíferos, concentrados, fugaces. Los
guardias alcanzaron a pedir refuer-
zos, antes de perder la vida sin
llegar a ver o saber cómo, pero cuando los refuerzos alcanzaron
el corredor principal sólo hallaron lo que quedaba de sus compañeros
muertos. Los cuatro Weiss alcanzaron los sub-
suelos en el tiempo previsto y
se separaron. Youji y Aya no tardaron en dar con los departamentos improvi-
sados donde se refugiaran Shinari
y los tres ejecutivos que lo seguían en jerarquía. Intercambiaron
una últi-
ma mirada antes de irrumpir cada
uno en una habitación. Volvieron a encontrarse en el corredor y
se dirigie-
ron a donde los dos objetivos restantes
ya debían haberse dado cuenta de que algo iba mal.
Fue Youji el
que dio con Shinari, y después de tener golpearlo para poder volver
a salir, se dirigió adon-
de Aya acababa de dar buena cuenta
del vicepresidente de la compañía. Los dos tiraron de la
puerta al mis-
mo tiempo, conteniendo su ataque
al hallarse frente a frente. Youji sólo señaló la
otra puerta y el extremo opuesto del corredor.
— Voy a ayudar
a Omi.
Se alejó
a apresurado, sin mirar atrás, mientras Aya vacilaba ante el picaporte.
Pero en ese momento es-
cuchó disparos tras el recodo,
a pocos metros de la puerta. Corrió en esa dirección, y casi
es derribado por alguien que venía corriendo en dirección
opuesta.
— ¡Sumire!
—resolló, ayudándola a recuperar el equilibrio. Entonces
advirtió el rastro de sangre que de-
jara tras ella, proveniente de
una herida de bala en el muslo derecho.
La chica pareció
desconcertada al ser reconocida, pero los pasos que se acercaban retumbando
no daban lugar a saludos. Aya le señaló en silencio la puerta
de Shinari y se apartó de ella para ir a contener a los guardias
que llegaban. No iba a ser fácil, tratándose de tantos tipos
con armas de fuego, pero tampoco iba a ser la primera vez. En ese preciso
estante el edificio tembló desde sus cimientos: los laboratorios
acababan de explotar.
Aya se cercioró
de que Sumire hubiera entrado a la habitación y se aplastó
contra la pared, esperando que los guardias terminaran de acercarse. Un
segundo antes de que doblaran el recodo saltó sobre ellos, demasiado
cerca y demasiado sorpresivo como para que tuvieran ocasión de dispararle.
No eran más que seis, y estaba por derribar al último cuando
escuchó un disparo dentro del cuarto de Shinari y un gemido ahogado.
Se apresuró a rematar al guardia y retrocedió a todo correr.
El incendio
en los laboratorios debía haberse propagado más rápido
de lo que planearan, porque un hu-
mo denso y asfixiante empezaba
a derramarse desde los huecos de ascensores y escaleras, activando la a-
larma de ese subsuelo. Protegiéndose
del humo con una mano, sin prestar a la lluvia que los aspersores
derramaban sobre él, Aya
cargó contra la puerta cerrada, derribándola. Entonces se
detuvo, sintiendo que el corazón le dejaba de latir. En medio de
la habitación estaba el cuerpo de Shinari, boca arriba, pecho y
abdo-
men desgarrados. Y hecha un ovillo
en un rincón, tratando en vano de contener la sangre que manaba
a borbotones de su hombro izquierdo, estaba Sumire. Saltó hacia
ella sin siquiera darse cuenta del miedo que sentía, pero ella alzó
la vista y logró sonreír.
— ¿Me
ayudarías... con el brazo..? —murmuró, tratando de que su
voz no delatara el dolor que sus he-
ridas le causaban.
Aya rasgó
las cortinas que ocultaban una ventana falsa y se arrodilló junto
a ella sacándose los guantes. Sus manos se movieron con rapidez
y destreza, improvisando dos torniquetes que contuvieron las hemo-
rragias. Luego aplicó otro
paño en cada herida para restañarlas. Al alzar la cabeza,
encontró los brillantes ojos negros fijos en los suyos. A pesar
del dolor y la debilidad, Sumire sonreía.
— Gracias...
Ran...
La sorpresa
lo inmovilizó por un momento, pero el humo que empezaba a llenar
la habitación lo hizo reaccionar. Pasó un brazo bajo sus
piernas, el otro bajo los de ella y la levantó sin esfuerzo. Sumire
quiso negarse a que la cargara.
— Así
va a ser más rápido —la silenció él, y cabeceó
en dirección a la espada corta, aún clavada en el pecho de
Shinari.
Ella meneó
la cabeza. — La tenía reservada para esto. Es ahí donde pertenece.
Aya se limitó
a asentir y salió de la habitación con ella. El humo y el
agua de los aspersores le impedía ver si alguno de sus compañeros
estaba cerca, aunque podía escuchar ruidos y voces fuertes desde
el otro extremo del pasillo, donde debían hallarse Omi y Youji.
Sumire señaló el recodo por el cual había venido.
— Por ahí.
Yo te guío.
Él obedeció
sin hacer preguntas, y en contados minutos alcanzaban una salida auxiliar
para vehículos que se abría a una calle desierta. Nadie les
había salido al paso y el edificio estaba envuelto en un humo acre
y oscuro que brotaba de todas sus aberturas. Ya en el exterior, Sumire
volvió a insistir en que la dejara en el piso. Esta vez Aya se lo
permitió, aunque su brazo aún rodeaba su cintura para sostenerla.
La sintió estre-
mecerse contra su cuerpo, que respondió
con un escalofrío que envió un cosquilleo eléctrico
a sus dedos.
— Tengo que
irme antes que lleguen tus amigos —dijo ella.
— Tenés
que ir a un hospital —gruñó él, oteando en ambas direcciones.
Para su sorpresa,
Sumire dejó oír una risita divertida. Aya tornó a
mirarla perplejo.
— ¿Vos
irías a un hospital por esto? —el pelirrojo meneó la cabeza
sin vacilar, el ceño fruncido—. ¿Y por qué pensás
que yo sí voy a ir?
La chica dejó
de apoyarse en él y logró mantener el equilibrio, aunque
estrechó una mano de Aya en la suya. Se miraron a los ojos un momento,
desentendiéndose del caos que poco a poco ganaba la calle, ame-
nazando rodearlos.
— Gracias —susurró
ella, los profundos ojos negros de pronto llenos de lágrimas.
Sin detenerse
a pensarlo, él alzó la mano que sostenía la katana
y deslizó con suavidad un dedo por la mejilla manchada, sangre que
no lograba apagar su belleza y su fragilidad. A pesar de todo, aún
podía per-
cibir su perfume. Ella ladeó
la cara siguiendo la caricia, apretando los dientes para contener el llanto.
— Vos me lo
dijiste. Shinari era tuyo —la voz de Aya fue un soplo cálido sobre
la piel de ella, que asintió cerrando los ojos y descansó
la cabeza en su pecho, estremeciéndose cuando él la abrazó
y besó su pelo.
Permanecieron
en silencio hasta que ella volvió a retroceder y tomar su mano.
Entonces, con un movi-
miento demasiado veloz para ser
anticipado, sacó de sus ropas un cuchillo. Aya sintió la
punzada de dolor en la palma de su mano y trató de liberarla, pero
Sumire la había sujetado con fuerza. Lo miró de nuevo a los
ojos sonriendo de costado.
— Vos y yo somos
iguales —dijo, y la intensidad de su acento envió una oleada de
calor por todo el cuerpo de Aya, que sólo podía mirarla entre
atónito y fascinado, sin atender a la sangre que empezaba a brotar
de la palma de su mano.
Con otro movimiento
sorpresivo, Sumire descubrió la herida en su hombro y aplastó
contra ella la mano de Aya, encajando las mandíbulas para no gemir
de dolor. Respiró profundo, sus ojos negros, a cada mo-
mento más brillantes, fijos
en los claros ojos de él. Entonces liberó su mano, logró
ponerse en puntas de pie y rozar sus labios con un beso.
— Ahora somos
uno —susurró.
Aya sintió
un doloroso nudo en la garganta y un frío mortal que lo invadía
sin razón aparente. Trató de hablar, pero no encontró
voz ni palabras para hacerlo. Un grito a sus espaldas lo obligó
a reaccionar y girar en redondo, reconociendo la larga sombra de Youji
recortándose en la esquina. Percibió más que escuchar
que Sumire se movía, apartándose de él. Se volvió
hacia ella, viéndola retroceder hacia la pared, y amagó a
seguirla. Pero ella lo detuvo con un gesto, tratando de ocultar sus lágrimas
cuando meneó la cabeza.
— Por
favor, Ran... Dejame ir...
Algo en su voz,
en la forma de pronunciar su nombre, lo contuvo. Sumire...
Permaneció inmóvil en medio de la calle, viéndola
alejarse sosteniéndose de la pared, escuchando al mismo tiempo las
fuertes zancadas con que Youji venía a su encuentro. Cuando llegó
a su lado, Sumire se había desvanecido en las sombras que proyectaban
los edificios a ambos lados de la calle. Aya ignoró la puntada en
su pecho y se obligó a enfren-
tar a su compañero.
Youji no lo
miraba. Los ojos observando el lugar hacia el que se perdía el rastro
de sangre que la chica dejara, los labios entreabiertos, negándose
a esbozar una sonrisa triste. Al fin bajó la vista, y advirtió
de in-
mediato la mano izquierda de Aya
lastimada.
— ¿Te
hirieron? —preguntó en un tono casi casual.
Aya frunció
el ceño mirando la palma de su mano y la sangre en ella. Su sangre
y la de Sumire. Juntas. Comprendió...“Ahora somos uno... ” Su puño
se cerró sobre esa humedad todavía tibia mientras meneaba
la cabeza. Uno... Se obligó
a borrar la sonrisa que tembló fugazmente en sus labios.
— ¿ Los demás? —inquirió.
Youji contuvo
sus ganas de hacerlo reaccionar de un golpe o mandarlo de una patada a
alcanzar a la chica y cabeceó hacia la esquina de la que él
viniera. — Ya deben estar en el auto, esperándonos.
Aya cabeceó
también. — Entonces vamos. Nuestro trabajo acá está
hecho —y sin esperar al otro, se alejó con su paso firme y rápido,
una mano todavía empuñando la katana y la otra guardando
su promesa.
FIN