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Por Sayaki
Paula apartó
la mesa sin terminar su comida y suspiró mirando por la ventana.
Afuera nevaba, un velo frágil que temblaba al otro lado de los vidrios
empañados, danzando en remolinos a merced de alguna ráfaga
repentina. Acomodé la mesa en su rincón y volví a
sentarme junto a ella; le ofrecí jugo, meneó la cabeza tratando
de sonreír. No pude mirar una enésima mirada aprensiva a
las vendas en sus brazos y su mejilla izquierda, donde se quemara. Como
si necesitara más marcas que le recuerden lo que vivió,
volví a pensar con rabia impotente.
— Por lo que
me dijo el doctor, en dos días te dan el alta —comenté para
romper el pesado silencio de la habitación.
— ¿Le
avisaste a mis viejos?
— Antes de venir.
Les mandé un mail, yo...
— Está
bien, yo los voy a llamar a la noche, cuando ya estén levantados.
Gracias.
— Navidad de
mierda.
Me mordí
un labio, arrepentida de lo que acababa de decir. Paula apartó la
vista de la ventana para mirarme.
— Por lo menos
vamos a pasar Año Nuevo en casa —me apresuré a agregar.
— ¿Y
qué vas a hacer vos esta noche?
La enfrenté
sorprendida.
— ¿Yo?
¡Estar acá con vos! No pretenderás que te deje sola
y me vaya de parranda.
Paula volvió
a tratar de sonreír.
— Esto es un
hospital, no un spa, Saya. A las nueve todo el mundo a dormir.
Mi respuesta
fue una mueca.
— Podrías
ir a ver a tus amigos... Había pensado que podíamos comprarles
alguna pavada... Yo ni siquiera les agradecí todo lo que hicieron,
ni siquiera les vi las caras... Y después de lo que vos me
contaste...
Me encogí
de hombros suspirando. Me había ido muy temprano del departamento,
mientras ellos todavía se estaban levantando. Yo tampoco había
hablado con ellos, y todo lo que pasara la noche anterior se cernía
sobre mi cabeza como una sombra difícil de soslayar, más
difícil aún de enfrentar. Bajé la vista preguntándome
cómo festejarían ellos la Navidad... Si es que la festejan...
Sentí por un momento la forma del capullo de rosa que tenía
guardado en el bolsillo superior de mi camisa. Una rosa roja. La flor favorita
de Aya. La había dejado la noche anterior en la mesa de luz mientras
yo me duchaba, para levantarme un poco el ánimo.
— ¿Por
qué estás así? ¿Qué fue lo que no me
contaste?
Me acordé
de todos sus parientes. Si hay algo que me enferma es que le resulte tan
fácil saber qué me pasa. Por suerte no tuve oportunidad de
necesitar una mentira evasiva. Alguien llamó a la puerta y un enorme
ramo de flores apareció en el hueco.
— ¿Se
puede?
Reconocí
la voz de Youji, que asomó la cabeza por encima de las flores con
una de sus sonrisas adorables. No esperó respuesta para entrar.
Se acercó renqueando a la cama y dejó el ramo sobre la mesa
de noche mirando a Paula.
— Me alegra
que estés bien —dijo en inglés con acento cálido,
deteniéndose junto a ella.
— Paula, Youji.
Él te sacó del edificio.
Paula le tendió
la mano, que él se apresuró a estrechar, y le dijo algo en
japonés. Youji largó una risita al responderle. Hablaron
un poco más. Detesto que me deje afuera y lo sabe, pensé.
Paula sabía que me estaba callando algo y ésta era su pequeña
venganza. Pero no le podía contar todo lo que había
pasado la noche anterior. No de momento al menos. Tal vez algún
día encontrara el valor de sacarlo a la luz y exorcisarlo poniéndolo
en palabras. Tal vez nunca me atreviera a hacerlo.
— ¿Puedo
pedirte un favor más, Youji-san? —escuché que le decía—.
¿Te llevarías a este estorbo de mi pieza a ver si puedo dormir
un poco?
La miré
desconcertada, verla sonreír me sorprendió, pero leí
en su expresión que quería estar sola. Si hubo algo que siempre
nos unió desde que éramos muy chicas, eso fue respetar nuestros
silencios. Ella respetaba el mío, ahora era mi turno. Me paré
haciéndome la enojada y busqué mi campera.
— Pero vuelvo
en un rato.
— No te quiero
ver acá en toda la tarde.
— Ja.
Youji y Paula
se despidieron en japonés y salí con él de la pieza
y del hospital.
Pasamos un par
de horas deliciosas en una casa de té tradicional. Youji confesó
que su idea original era llevarme a conocer la ciudad, pero que la pierna
le dolía y no podía manejar mucho, de modo que en compensación,
quería que al menos pudiera llevarme algún “recuerdo turístico”
de mi breve estadía en Japón.
— ¿Qué
vas a hacer esta noche? —me preguntó de improviso.
Me encogí
de hombros.
— Estar con
Paula. No la quiero dejar sola... y si no me dejan quedarme a dormir con
ella, me iré a algún hotel cerca del hospital...
Youji estiró
la pierna herida sin la más mínima ceremonia, sacándola
por debajo de la mesa y moviendo los dedos de los pies como si se le hubiera
dormido.
— En este estado,
prefiero sillas occidentales —comentó con una mueca, nos miramos
y nos tentamos de risa, hasta que tuvimos que taparnos la boca con las
manos para no hacer tanto escándalo.
Cuando recuperamos
la seriedad aceptó que le sirviera más té y me enfrentó
pensativo.
— Creí
que la pasarías con nosotros... Aunque me parece sensato que tengas
una noche tranquila.
Nuevo estallido
de carcajadas y sofocones con gran peligro para la estabilidad de la mesa.
Después alzó las cejas sonriendo de costado.
— Como sea,
ya sabés que no necesitás invitación para venir.
Miré
muy seria mi té y asentí.
— Sí,
me subo a un takushii y le digo Koneko no Sumu Ie, please.
Tercer ataque
de risa. La mujer con ropas tradicionales que nos atendía se asomó
a nuestro reservado para preguntar si necesitábamos algo, obviamente
una llamada de atención. Youji le contestó aún riendo
y ella volvió enseguida con una lapicera y una tarjeta en blanco.
Youji escribió un par de kanjis, un par de números y dibujó
una flor en la esquina inferior, después me dio la tarjeta.
— Acá
tenés la dirección. Se la mostrás al taxista y él
te va a llevar. Si no venís hoy, te esperamos a almorzar mañana.
Tu valija todavía está en casa...
Guardé
la tarjeta para evitar mirarlo.
— Tal vez la
mande a buscar... —me sentía mal, me sentía una cobarde,
me sentía una traidora—. Pero si no puedo ir, aunque sea los voy
a llamar para despedirme... El 26 le dan el alta a Paula y nuestro vuelo
sale al mediodía de Narita...
El silencio
que siguió a mis palabras me hizo alzar la vista. Encontré
su sonrisa vaga y sus ojos verdes con esa mirada entre especulativa e irónica.
— Sé
lo que pasó anoche —dijo, convidándome un cigarrillo.
Bajé
la cabeza con un escalofrío. Youji me puso el atado bajo la nariz,
obligándome a enfrentarlo. Lo mismo que yo le había hecho
a Aya con la rosa. Acepté que también me diera fuego sin
decir nada.
— Saya-chan...
Había
vuelto a bajar la vista y me resistía a mirarlo. Lo escuché
exhalar el humo sin prisa.
— Ese tipo...
—dijo, yo cerré los ojos—. Ese tipo hubiera matado a Aya, y vos
sólo hiciste lo que sentiste en un momento de crisis —me sujetó
el mentón y volvió a obligarme a enfrentarlo—. Nadie sabe
como va a reaccionar en un momento tan difícil. Y vos tal vez le
salvaste la vida a Aya.
Sentí
que se me caía una lágrima y que me moría de vergüenza.
Él me acarició la mejilla sin soltarme el mentón.
Me estremecí. Para ese momento yo ya había tenido algún
tiempo para reflexionar acerca de lo ocurrido, y era bien consciente que
Aya no necesitaba que yo lo salvara de nada, porque todos ellos eran más
que capaces de cuidarse las espaldas solos. De modo que no me había
quedado más alternativa que asumir que había matado a ese
hombre por las dudas... de nada... El instinto de matar había aflorado
en mí en la primera oportunidad que había encontrado en toda
mi vida, sin la menor intención de dejarla escapar.
— No es algo
que puedas olvidar , pero no dejes que eso empañe y arruine todo
lo que hiciste por tus amigas en estos tres días. Ojalá no
hubiera pasado, porque el recuerdo de ese cretino te va a acompañar
siempre de ahora en más. Pero no lo dejes ganar. Que no mate una
parte de vos como mataba gente cuando estaba vivo —yo lo escuchaba en silencio,
la vista baja, llorando sin poderlo evitar—. Quedate tranquila, vos...
—su voz tan cálida tembló y al fin lo miré, y la tristeza
que encontré en sus ojos me sorprendió y me conmovió
a la vez. Youji sonrió de costado—. Vos no... vos no sos como nosotros...
No tengas miedo de vos misma.
Apreté
su mano contra mi mejilla, mojándola con mis lágrimas, y
no nos movimos ni hablamos por un rato muy largo.
* * *
Cuando el taxi
se fue me quedé varios minutos fumando sola en la calle desierta,
blanca, bajo la fina nevada que seguía cayendo, escuchando las voces
animadas y la música que llegaban de las otras casas de la cuadra.
El negocio estaba a oscuras y no se veían luces en el departamento.
Koneko
no Sumu Ie, pensé mirando los kanjis pintados en la vidriera
sombría. ¿Habrán tenido que salir? ¿Incluso
esta noche? Fumar con guantes no es mi fuerte, así que apagué
el cigarrillo y avancé hacia la puerta de la escalera. Vacilé,
la mano en alto a un centímetro del timbre. Pulsé el diminuto
botón respirando hondo. Silencio. Ningún rumor de pasos,
ninguna luz. Seguramente tuvieron que salir...
— Dare...?
La voz de Ken
al otro lado de la puerta me sobresaltó y tardé en contestar.
— Saya.
Ruido de trabas
y llaves, la puerta se abrió de par en par y Ken me invitó
a entrar con una gran sonrisa.
— ¿Llego
muy tarde para el brindis? —pregunté, pateando para sacarme la nieve
de los pies.
— ¿Tuviste
que irte del hospital?
Entré
guiñándole un ojo.
— Tuvieron que
sacarme con la policía.
Reímos
los dos y me precedió a la escalera. Noté que estaba abrigado
como para salir
— Nos hiciste
ganar una apuesta, a Omi y a mí —me dijo mientras subíamos.
— Nani?!
Volvió
a reír.
—Aya y Youji
aseguraban que no ibas a venir hoy, ni mañana. Nosotros les apostamos
a que brindabas con nosotros —se detuvo antes de entrar a la cocina para
dejarme pasar primero, me devolvió el guiño—. Tienen que
atender el negocio todo el fin de semana. Nada terrible para Aya, pero
temo a que Youji le cueste cumplir su parte de la apuesta.
La cocina estaba
desierta, el living y la escalera a oscuras. Me volví hacia él
sorprendida, Ken señaló hacia arriba sonriendo.
— Estamos en
el techo, disfrutando la noche.
Lo seguí
hasta la escalera de incendios y trepé tras él hasta el techo,
donde vi las tres sombras recortándose contra las luces de la ciudad,
sentadas casi en el alero, en silencio. Los saludé con un gesto
cuando voltearon para mirar y me senté entre Ken y Omi. Hacía
frío, pero realmente era una noche hermosa. Me arrebujé en
mi campera, hundí las manos en los bolsillos y la cara en el cuello,
miré como ellos hacia adelante, la ciudad y más allá
el océano que yo cruzaría en menos de dos días. Ver
nevar resultaba fascinante, un hechizo de blancura y silencio que parecía
abrazar y mitigar cualquier pena, cualquier duda. Me dejé hechizar.
— Doce menos
cinco.
La voz de Omi
no había sido más que un susurro, pero todos parecimos despertar
al escucharlo.
Bajamos a la
cocina todavía en silencio y Ken sacó una botella de champagne
de la heladera mientras los demás nos desabrigábamos. Omi
subió a su dormitorio y volvió con su mochila, Ken volvió
a reír al ver los cuatro paquetes que se me caían al sacarme
la campera. Aya sacó cinco copas de cristal y las acomodó
sobre la mesa formando un círculo en torno a un adorno navideño
con una vela.
Youji apagó
las luces, Ken había prendido la vela y llenaba las copas. Mi completa
ignorancia acerca de las costumbres japonesas para la navidad me obligaron
a estarme quieta y callada, un paso más atrás. Todos tomaron
una copa, los imité, las alzaron para reunirlas por encima de la
alegre luz de la vela, permanecie-
ron un instante en silencio, mirándose
desde sus lugares en torno a la mesa. Ése fue su brindis. Aya se
inclinó sobre la diminuta llama blanca y sopló suavemente,
apagándola, Ken prendió la luz de nuevo y recién entonces
brindé con ellos, más occidental y ruidosa, más latina.
Me sorprendió
un poco que intercambiaran regalos, sobre todo que tuvieran alguno para
mí. Yo les di los que les llevara disculpándome por su sencillez:
un perfume diminuto para Youji, un estuche para CDs para Omi, una gorra
de béisbol para Ken, un libro de bolsillo para Aya...
Lo que ellos
me regalaron esa noche está ahora en un estante sobre mi mesa de
luz, junto con una llave que pertenecía a mi madre, una pluma de
mi padre, una foto de mi hermana y sus hijos, un ángel de porce-
lana que me regaló Paula
hace unos años.
— J- music —
dijo Youji dándome un Cd de tapa negra con una cruz blanca, sin
inscripciones.
Omi y Ken me
regalaron un abanico y un pequeño farol de papel (“Ya que no tuviste
tiempo de comprar souvenirs”). El de Aya parecía una caja de veinte
centímetros de lado que me intrigó apenas lo puso entre mis
manos y retrocedió para abrir lo que yo le diera a cambio. Rasgué
el papel con curiosidad y abrí la sencilla caja: era un libro que
cabía en la palma de mi mano, impreso en un papel muy frágil
y un poco traslucido... y escrito en kanjis... En la primera página
encontré una tarjeta escrita en inglés, con letra prolija
y hasta elegante: "For one day you’ll read this". Yo sólo
asentí al leerla, pasando las hojas con infinito cuidado. Youji
se asomó por encima de mi cabeza para ver de qué se trataba
y largó una carcajada.
— ¡Poesía
japonesa en japonés! —exclamó—. ¡Eso sí que
es un regalo, eh, Aya-kun!
Le tironeé
de la manga para hacerlo callar y señalé el regalo que yo
acababa de hacerle a Aya.
— Poemas de
Neruda —dije—. Poesía latina en castellano...
Youji abrió
mucho los ojos y la boca, después se cubrió la cara con las
manos meneando la cabeza, los que estallaron en carcajadas fueron Ken y
Omi. Entonces saqué el capullo que todavía llevaba conmigo
y lo acomodé a modo de señalador dentro del libro. Alcé
la vista sonriendo. Una rosa roja apenas abierta. Aya sostuvo mi mirada
un momento, luego asintió.
Y para los que se dan por hechos con este "final agregado"...
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Ojalá les haya gustado!