Sueños Disueltos
( Melting Dreams )

Por Deena


 

 

    La ventana parecía hecha de hielo. Podía sentir la escarcha congelada bajo sus dedos. Lentamente, con movimientos como si estuviera abriendo seda, sus largos dedos quitaron una porción de escarch y miró ha-
cia afuera. Estaba nevando con fuerza. Fríos espirales de nieve se cernían sobre la ciudad, golpeando los edificios y el asfalto de las calles. Cubriendo a la gente mientras el viento aullaba. Todo estaba helado. He-
lado y amortajado de nieve.
    No le importaba ese frío mordiente. Prefería que así fuera. Lo hacía sentir completo. La nieve lo com-
pletaba, brindándole un velo tras el cual ocultarse. Así como la nieve escondía tanto, él se ocultaba bajo el invierno. ¿Era tonto eso ? Tal vez. Ya no lo sabía, ya no le importaba. Ver la nieve caer era el único placer que aquella helada tarde de domingo podía ofrecerle.
    Aya odiaba los domingos. No había nada peor que la somnoliencia de un domingo, especialmente por la tarde. No le gustaba. No le gustaba el hecho de que hiciera lo que hiciese, no podía escapar de la realidad de que era y seguiría siendo domingo. El domingo era como el destino. No había escape. Una pequeña muerte al final de cada semana. Él moría un poco cada domingo. Los domingos lo mataban, de la misma forma en que el destino inevitablemente lo haría.
    Podía sentir la languidez del domingo fluir a su alrededor como la nieve afuera. El silencio de la tarde era absorbido por el domingo. Le gustaba el silencio que llegaba con el atardecer, cuando el mundo parecía moverse con más lentitud. Y despreciaba al domingo por echarlo a perder. Pero no importaba, suponía.
Nada importaba los domingos. El mundo continuaba danzando en el cambio y él estaba solo. Solo y agoni-
zante en un frío domingo.
    El repentino aullido de una sirena de ambulancia a lo lejos lo sacudió de sus pensamientos. Sintió que sus mejillas se acaloraban mientras se tironeaba del pelo. La cordura lo estaba abandonando. Así de simple. Los copos de nieve caían y él pensaba en cómo se moría los domingos. Tenía que estar perdiendo la cabe-
za. Eso lo asustaba, la demencia lo asustaba. Tenía miedo. Miedo de perder todo pensamiento racional y convertirse en un loco receptáculo de odio y vacío. ¿O ya había alcanzado ese punto ? ¿Ya era incorregible ? Eso lo amedrentaba más aún que caer en la demencia. El hecho de que ya estuviera loco. Loco sin espe-
ranza. ¿Pero acaso la esperanza no había muerto con ella... ? La demencia había llegado cuando él viera impotente cómo su cuerpo era arrollado. Y la venganza... Un sueño que él esperaba hacer realidad : ven-
ganza. Sabía que la venganza había poseído los frágiles restos de su alma. Todo lo demás había desapare-
cido cuando viera el brillo de esos lentes espejados. No quedaba nada más en su interior. Eternamente vacío y repulsivo. Muerto ya. Era una fuente rota llena de nada.
    — Debería haber sido yo.
    Sus dedos cubiertos de escarcha tironearon más fuerte de los mechones rojizos. Lo sabía.

    Ken se concentró en subir la escalera, esforzándose por que la canasta de ropa limpia, enrome y sobre-
cargada, no se le cayera. Se detuvo una sola vez para acomodar una remera en peligro y siguió subiendo mientras cantaba en voz alta "Week-end" de X-Japan. "Week End Week End Week End Week End/ I’m at my wist end, Week End/ I still love you, Week End/ But i cannot carry on... "
    — ¡Ken, bajá la voz ! —chilló Youji desde su cuarto, interrumpiendo la correcta interpretación de Ken— ¡Hay gente tratando de dormir ! ¡Andate bien al carajo!
    Ken sonrió maliciosamente, deteniéndose frente al cuarto de Youji. Cantó más fuerte, sabiendo que eso exasperaría al otro. No se precisaba un científico brillante para adivinar por qué Youji seguía en cama a esa hora de la tarde. Seguramente había tenido una de sus noches ardientes de amor. Tal pensamiento acentuó la sonrisa de Ken mientras cantaba más y más fuerte.
    Las imprecaciones airadas y las amenazas violentas de Youji llenaron el aire. Ken rió y se escurrió por el pasillo hasta su propio cuarto, aún cantando a todo pulmón. Su humor era demasiado bueno para que los insultos de Youji lo molestaran.
    Apoyó cuidadosamente la canasta contra su cadera mientras trataba de abrir la puerta de su cuarto. No voy a tropezar, ni me voy a caer y a tirar la ropa limpia, se dijo. Soy una persona con equilibrio y gracia de movimientos. Soy un asesino. Se supone que los asesinos no pueden ser torpes. Es más que una regla, una certeza. Yo no soy torpe.
    La puerta no se abrió. Se había trabado... de nuevo. Maldita, masculló, apartándose el flequillo de los ojos. ¿Por qué estas cosas me tiene que pasar siempre a mí ?
    Omi, escuchando voces, asomó la cabeza al pasillo preguntándose qué pasaba. Era Ken con su famoso No soy torpe, dándose aliento a sí mismo. Sonrió de costado. Esa muletlla nunca había funcionado, y cada vez que Ken la usaba solía significar un desastre en puerta.
    Omi se apoyó en el marco de la puerta, contemplando a Ken que trataba de mantener el precario equi-
librio de su enorme canasta mientras aporreaba violentamente la puerta con su hombro murmurando por qué yo y maldiciendo por lo bajo. Omi era paciente. Sabía que llegaría. Aguardó, haciendo lo posible para no estallar en carcajadas.
    Ken retrocedió un paso, la canasta se deslizó un poco. No lo advirtió. Se arrojó contra la puerta, pen-
sando en darle a ese condenado pedazo de madera una lección. Sería la última vez que no se dejaría abrir. Le daría tal tunda que la próxima vez lo pensaría dos veces antes de volver a trabársele.
    Ken era gentil y de corazón puro. Era muchas cosas maravillosas, pero también era infantil e impulsivo y de cabeza caliente. No era el mejor estratega. La puerta se abrió. Después de todo, la había empujado con todo el peso de su cuerpo. Pero en su furia por abrir la puerta, había olvidado recordar algo. La canasta de ropa.
    La puerta se abrió estrepitósamente y tan rápido que Ken no tuvo siquiera tiempo de pensar. Perdió el equilibrio y cayó sobre su cara, la ropa limpia desparramándose a su alrededor, la canasta volando dentro del cuarto.
    Omi, viendo el espectáculo de Ken destrabando la puerta y cayéndose de cara al piso, fue incapaz de contenerse. Dejó escapar una risotada y resbaló hasta caer sentado, hundiendo la cara entre las rodillas. Era demasiado para el muchachito. Reía histéricamente.
    Ken no estaba divertido. En realidad, estaba más bien atontado. No estaba del todo seguro de qué hacía ahí, la cara contra el suelo. Sólo sabía que su muletilla había fallado. De nuevo. Pero... ¿era risa lo que es-
taba oyendo? Se irguió y se dio vuelta, apartando de sus piernas unos pantalones de corderoy. Miró con ojos fulgurantes a Omi, sentado en el piso, riendo a carcajadas.
    — ¿Cuál es el chiste, Omi ? —le espetó en un tono intimidatorio.
    Omi alzó la vista hacia él.
    — No sé de qué me estás hablando, Ken-kun —parpadeó inocentemente.
    Ken maldijo entredientes mientras recogía la ropa desparramada en derredor.
    — Realmente, tendrías que aprender a ser más cuidadoso, Ken-kun —dijo Omi, estrechando sus rodi-
llas— ¿Y por qué te molestás todavía en usar esa muletilla ? Ya sabés que nunca funciona.
    Ken le echó una mirada de Muerte y cerró la puerta de un golpe.
    — ¡Cortenlá!!! —vociferó Youji—. ¡Me cago en ustedes ! ¡Estoy tratando de dormir !!!
    Omi se incorporó sacudiendo la cabeza, aún riendo. Nunca había un momento desperdiciado.
    Regresó a su computadora.

    — Porquéyoporquéyoporquéyoporquéyo —gruñó Ken levantando su remera azul favorita—. No es justo. ¿Por qué estoy destinado a ser el estúpido del grupo ? ¿Por qué siempre tengo que terminar haciendo kilombo?
    — ¿La vida está siempre llenándolo de problemas inesperados ? —dijo una voz adorable en la radio.
    — Seguro que sí —dijo él, examinando sus jeans favoritos. Todavía estaban llenos de manchas de pas-
to. Mierda.
    — ¿Está usted harto de estar harto ? —siguió la dama.
    — Sí. Estoy harto de estar harto —declaró él, arrojando sus jeans de vuelta a la pila de ropa sucia.
    — ¿Tiene siempre la impresión de que todo el mundo se está divirtiendo mientras usted está agobiado de responsabilidades?
    Él resopló mientras daba caza a su otra media azul y verde.
    — Mierda, sí.
    — Pues con las pastillas anticonceptivas "Sin tal vez, sin bebés" ya no va a tener de qué preocuparse.
    — ¡AHHHH !!!!!!!!!!!
    Horror de horrores. Ken cambió bruscamente de emisora.
    — Hasta me enganché con ese aviso estúpido —murmuró sombríamente, agachándose tras una silla para ver si la media estaba ahí. Frunció el ceño, las manos en la cintura mientras observaba el cuarto—. ¿Adónde carajo fue a parar esa media?
    Continuó la búsqueda, porque era su par de medias favorito. Pero toda investigación se intrrumpió cuan-
do, en cambio, encontró un sweater naranja.
    — ¿Cómo pudo venir a parar el sweater de Aya con mi ropa limpia ? —se preguntó—. ¿Entonces tal vez él tenga mi otra media ?
    Levantó el sweater, tropezó con su pantalón de pijama que quedara tirado en el medio del piso y se a-
presuró hacia el cuarto de Aya. Llamando brevemente a su puerta, Ken rezó por que Aya estuviera de buen humor. Últimamente había estado más silencioso, malhumorado y retraído, si eso era posible. Se había ais-
lado completamente, sin pronunciar palabra bajo ninguna circunstancia. Sólo sus ojos violáceos traicionaban que se sentía herido. Destellaban como un espejo iracundo, gritando con toda la angustia de un alma perdi-
da. Eso era Aya. Un alma perdida. Sus ojos imploraban claramente por ayuda.
    Aya no contestó, lo cual por supuesto distaba de ser sorprendente. Ken entreabrió la puerta suavemente, asomando la cabeza. — ¿Aya-kun ? ¿Estás ahí ?
    Abrió más la puerta y avanzó un paso. La habitación estaba muy oscura. Era extraño, la oscuridad era extraña. Parecía viscosa y densa, como si las sombra se estuvieran derritiendo. O... con más exactitud, como si los sueños se hubieran disuelto. Los sueños de Aya. Sus propios sueños. Los sueños de Weiß. Todo di-
suelto para formar esa oscuridad lóbrega y pegajosa. Sueños que no significaban nada.
    Sus ojos se ajustaron a esa penumbra gelatinosa. Pudo distinguir a Aya de pie junto a la ventana, viendo caer la nieve. Resultaba ominoso, qué poca luz alcanzaba el cuarto desde la blancura exterior. La luz ago-
nizaba. Se estremeció.
    — Um... ¿Aya-kun ? —su voz vacilante resonó demasiado alta en el cuarto pequeño y oscuro.
    Aya no se movió, sin dar signos de haberlo escuchado. Ken deseó que girara, que dijera algo. Cualquier cosa. Aunque más no fuera que desapareciera. Caminó hacia él esforzándose por no tropezar con nada, ha-
blando vacilante todo el tiempo.
    — La nieve es algo, ¿eh ? Estoy tan contento de que esté nevando. Omi y yo hicimos un hombre de nieve esta mañana. En realidad parece más bien una pila de nieve. No teníamos una zanahoria para la nariz y no pude encontrar ninguna piedra. Ni una. Seguro que los nenes del barrio me ganaron de mano, ¿eh ? Tal vez quieras ayudarnos la próxima vez... Sería...
    Aya giró bruscamente y Ken se detuvo al ver el brillo de sus ojos. Vibraban tanto, con tanta vehemencia oponiéndose a la oscuridad.
    — ¿Necesitabas algo, Ken ? —inquirió fríamente. Entrecerró los ojos, fijos en él.
    Ken se aclaró la garganta, repentinamente seca. Movió los pies y se tocó nerviosamente la cara.
    — Sólo... um... sabés... ah... —sus ojos se detuvieron en el sweater naranja que tenía en sus manos. Lo había olvidado—. Vine a devolverte tu sweater —balbuceó, tendiéndoselo—. Estaba con mi ropa limpia y...
    Retrocedió, notando que la expresión de Aya no variaba. Seguía siendo glacial, sus ojos fríos. Ken se apresuró a dejar el sweater sobre la cama y se dirigió a la puerta. Miró hacia atrás una vez. Aya había vuelto a enfrentar la ventana, sin molestarse en advertir que él se había ido. Ken salió sin decir más.
    Aya escuchó el ruido de la puerta cerrándose suave pero firmemente tras él. Una pequeña parte de sí deseaba llamar a Ken para que volviera, para disculparse con él. Sabía que lo había herido. El corazón de Ken era tan blando. Todo le importaba, siempre se preocupaba por él. Y él siempre terminába lastimándolo.
    Quería hablar con Ken, dejar salir lo que estaba sintiendo, pero no lo hizo. Hubiera hecho realmente al-
guna diferencia ? No hubiera podido, de todas formas. No había nada a lo cual él pudiera concectarse. Sólo quedaba este alma ardiendo en soledad y nadie, ni siquiera Ken, podía ayudarlo ya.
    La oscuridad de su habitación se hizo opresiva. No lo había advertido antes. El desaliento parecía colgar como telarañas de sombras vaporosas. El sol se ponía lentamente, absorbido por la nieve. Todo dolía. La necesidad de ser libre era abrumadora.
    Se puso su sobretodo y dejó la habitación.

    — ¿Dónde está Aya ? —inquirió Manx impaciente, golpeteando en el piso con sus finos tacos—. No tengo todo el día para esperarlo, ¿saben ?
    Youji apoyó los pies sobre la mesa de café frente a él.
    — ¿Quién sabe con ese tipo ? Está en otro mundo, linda.
    — Creí escucharlo salir —comentó Omi pensativo. Alzó la vista hacia Ken desde su lugar en el suelo—. ¿No estuviste en su cuarto hace un rato, Ken-kun ?
    Ken se tocó la cara con gesto ausente.
    — Sí, estuve. Estaba con uno de esos humores de nuevo. No quise molestarlo.
    — Bah, él siempre está "con esos humores"—murmuró Youji.
    — Bien, no tengo tiempo de esperarlo —dijo Manx, sacando el video de su cartera—. El señor Persia me espera de vuelta enseguida. Tendremos que empezar sin él.
    Ken se puso de pie.
    — Lo voy a buscar.
    Manx suspiró ruidosamente.
    — Ken...
    — Merece enterarse.
    Ella alzó una ceja al oír su tono. No era el Ken que conocía. Su voz había sido suave pero firme, no fuerte y apasionada.
    — Está bien —murmuró—. Llamaré al señor Persia para decirle que me demoraré —sus ojos azules lo recorrieron—. Pero sólo esperaré diez minutos, Ken.
    — Veinte minutos —respondió él.
    — Diecisiete minutos y medio y ni un segundo más —intervino Youji.
    Ellos lo ignoraron.
    — Quince minutos —arguyó Manx.
    — Hecho —se apresuró a contestar él—. Quince minutos era todo lo que necesitaba.
    Ella lo miró con ojos centelleantes pero no dijo nada. Sólo sacó su celular y se apartó para llamar a Persia. Youji bostezó, desperezándose.
    — No te conocía ese lado regateador, Ken.
    Él se encogió de hombros.
    — Aya tiene derecho de saber. Estas misiones nos involucran a todos por igual. Me voy ahora, vuelvo enseguida.
    — No te caigas —advirtió Omi tapándose la boca con la mano.
    Ken le dio un coscorrón en la cabeza al pasar a su lado
    — Eso fue tu culpa —notó Youji.

    El viento mordía sus mejillas, le tiraba del pelo. Se enroscaba a su alrededor aullando como almas en pena. Un domingo de invierno. Más frío que la venganza. La carga que le imponía su vengaza lo helaba. Vivía como una escultura de hielo. Tallado en melancólicos fragmentos de hielo. Colgando de una des-
gracia helada.
    Pero la vida seguía. El mundo estaba envuelto en acción y él no era nada. La vida seguiría si él se fuera. Había tantas alternativas y ninguna de ellas tendría importancia al final. Nada importaba. Él no era nada. No valía nada. Era su culpa.
    ¿Cómo iba a seguir soportándolo ? Ocultándose tras una fachada de silencio glacial. La ira aguardando para entrar en erupción de burbujas viscosas. Él era humano. La vida estaba destrozando su alma. Él nunca había pertenecido a este mundo.
    ¿Lloraría alguien por él ? Un niño triste. Siempre vacío. Bajo el silencio, la ira y la venganza no eran nada. Siempre disolviéndose. Sus sueños, su vida. Podía sentirse a sí mismo disolviéndose en una fría tarde de domingo.
    La luz agonizante del sol brilló débilmente sobre sus huellas. Detestaba ser el primero en arruinar la
perfecta alfombra blanca de nieve de la plaza. Pero sabía que pronto la nevada cubriría sus huellas, rele-
gando al olvido toda evidencia de su existencia. Nadie sabría que había estado allí. Ése era el destino del que estaba vacío.
    Vacío y solo, sin huellas, pensó amargamente sentándose en una hamaca, su mano adormecida crispán-
dose en torno a la cadena. Sus dedos temblaron cuando se llevó el jugo de acerola a los labios y sorbió un trago.
    El líquido frío y viscoso se derramó dentro de su boca, resbalando por su garganta. Podía sentir las fi-
bras de la pulpa contra sus dientes. Le encantaba la sensación de ese jugo, le daba un momento fugaz de placer. Sabía a alegría, llenándolo de recuerdos. Había habido una época en las que cosas pequeñas como un jugo de acerola le proporcionaban una alegría enorme. Las cosas eran tan distintas en ese entonces.
    Si al menos la alegría hubiera durado. Deseaba tanto estar alegre en ese momento. Volver a aquellos días cuando se sentaba a hamacarse inocentemente en la plaza tomando jugo de acerola. La única diferencia era que ella estaba ahí también.
    El momento se prolongó; parecía expandirse desde delicadas cuentas de crital estremecido. El menor sobresalto lo destruiría todo. Con su ojo mental podía ver el jugo rojo llenando su boca. El mismo color rojo. Estaba por todos lados, nublando su vista. Tiñó la nieve que caía con un color carmesí. A lo lejos, los árboles desnudos se veían como esqueletos grotescos cirniéndose amenazantes hacia los cielos. El firma-
mento era blanco, cegadoramente blanco. La nieve caía por doquier. Lo cubría mientras el viento lastimaba su cara, agitando su abrigo. Las cadenas de la hamaca eran frías bajos sus dedos. Hubiera deseado tener un par de mitones. El jugo de acerola zumbó en su boca, perdido todo su sabor. Debería haber estado más contento.
    — Sabía que te encontraría acá.
    Una sombra cayó sobre él. El momento se esfumó cuando alzó la vista. Extraño que ni siquiera hubiera advertido que se acercaba. Ken se sentó en la hamaca vecina contemplando la plaza desierta. Caía la noche. Ken parecía hecho de sombras nocturnas.
    — Manx te está esperando —dijo en voz baja, rompiendo el silencio.
    Aya lo miró.
    — ¿Y vos viniste a buscarme ?
    Él asintió, estirando las mangas de su campera sobre sus manos.
    — Estamos todos juntos en esto, Aya-kun.
    Aya tomó otro sorbo de jugo para evitar cualquier ironía.
    — En eso estás equivocado, Ken. Nosotros no estamos en absoluto juntos en esto.
    — ¿Por qué tenés que ser tan condenadamente terco todo el tiempo ? —inquirió Ken con acento frustrado.— Mierda. Sólo trato de ayudar.
    Terminó rápidamente lo que quedaba del jugo y se incorporó.
    — No soy más terco que vos —replicó fríamente—. Y no necesito una sombra. Soy perfectamente capaz de cuidarme solo.
    Tiró el envase vacío en un bote de basura cercano y se alejó en la noche que se oscurecía. Ken retorció las mangas de la capera alrededor de sus manos pero no dijo nada.

    Aún podía escucharlo. A pesar de que ya habían pasado ocho horas. Sus gritos de miedo todavía reso-
naban en sus oídos. Gritos de muerte ahora. De alguna forma, se la veía como de otro mundo mientras suplicaba por su vida. Esos luminosos ojos verdes... persiguiéndolo como su llanto. Podía ver la sangre de ella en su manga. Brillante y densa en la pálida luz florescente de la tienda. Un estremecedor recordatorio de lo que le había quitado. Ella no lo dejaría en paz. Nunca lo hacían. Pero no era culpa de él.
    La mancha se agrandó, extendiéndose sobre las costuras de su camisa, goteando desde su mancha al piso. Sobre su calzado y las hojas de las hojas que cubrían el suelo. Tiñendo las baldosas y su color crema. Rojo. Color rojo. En todas partes.
    — ¡Aya !
    La voz de Ken lo sacudió y de pronto lo tenía a su lado.
    — ¡Derramaste agua por todos lados !
    Aya parpadeó. Un charco se estaba formando a sus pies. Nada de rojo. Salvo por el oscuro trazo en su mejilla. Lo palpó.
    — Omi, ¿cuántas veces tengo que decirte que tires las hojas a la basura ? —protestó Ken mientras es-
curría el agua—.Al final siempre termino siendo yo el que tiene que limpiar.
    — ¡Vos nunca limpiás nada ! —exclamó Omi desde atrás de una mesa llena de plantas trepadoras—. ¡Soy yo el que limpio siempre todo ! Y además, el que dejó ese desastre fue Youji. ¡No me culpes de todo por-
que sea el menor !
    Aya se corrió para regar las clemátidas en el rincón, apartándose de la discusión. Todavía podía verla. La ondulante cabellera rubia cayendo sobre sus hombros desnudos. Una pálida sábana de satén rosado cu-
briendo sus pechos. Labios rojos suplicando. Y él no había escuchado. No le había importado. Su cuerpo era pequeño. Pequeño y refinado. Ya no importaba. No había sido difícil atravesar sus entrañas. Aún podía verla. Y no importaba. Sus gritos continuaban. Ojos tan verdes...
    Retrocedió tambaleante de las clemátidas púrpura. Se estaban tornando en hebras de un verde desolado... y ahora rojo.
    Los frágiles pétalos eran rojos. Goteando lentamente. Derritiéndose como un sueño. Muriendo blanda-
mente. Todo lo que él tocaba. Tan rojo. Como tristes cintas en la noche.
    — ¿Aya ? ¿Estás bien ?
    No quedaba nada por decir. Todo estaba silencioso ahora. No más gritos. No más palabras. Y las flores se derretían.
    — ¿Aya ?
    Ella había estado gritando. Una boca pintada de rojo gritando. Silenciosa en ese momento. No había parpadeado. Ojos verdes fijos para siempre frente a ella. Órbitas vacías que ya no buscarían más. Su ar-
diente recuerdo, como cenizas que se consumían. Si al menos eso evitara que sus sueños se disolvieran... recordaría.
    Breve taconeo de botas en el suelo brillante. Campanillas sobre la puerta. Una ráfaga de viento. Frío amargo.
    — Nunca dice nada. Simplemente se va sin decir una palabra. Ni una puta palabra.

    Ken se enjugó la cara con gesto ausente y se abrió paso entre la multitud. Nevaba de nuevo, si al menos parara en algún momento. Nevaba sobre la muchedumbre de gente que se abría paso por las calles heladas. Nevaba sobre los altos edificios y los autos ruidosos. Nevaba sobre casas y calles y parques. Y sobre ase-
sinos también. Incluso los que ya se habían convertido en hielo.
    — ¿Por qué me preocupo siquiera ? —se preguntó al detenerse tras el montón de gente, esperando que la luz se pusiera en verde. La luz roja lo escrutaba duramente. Vibrante en contraste con los edificios de fachadas de cristales y la nieve que caía. Bajó la vista hasta sus manos. Cubiertas con mitones marrones ahora blanqueados de nieve. Eran demasiado grandes para él. Otra cosa más que no encajaba—. Aya no me va a dirigir la palabra.
    Tantos motivos. Todo era lógico. Era la misma historia. Nada nuevo. ¿Entonces por qué todavía lo in-
tentaba ? ¿Creía honestamente que cambiaría algo ? Él no haría ninguna diferencia. Ni hoy ni nunca. Como tratar de abrir una puerta cerrada sin la llave. Una puerta cerrada y cubierta de hielo. Almas perdidas en el frío. Nunca podrían ser alcanzadas. Tan tonto por intentar.
    — ¿Entonces por qué estoy yendo a buscarlo ?
    La luz se puso en verde.

    La imagen del muchacho alto, extremedamente flaco en la ventana no era una distorsión. Los ojos violá-
ceos enloquecidos de sangre y las mejillas pálidas, enmarcadas por mechones de un rojo encendido le de-
volvían una mirada hostil.  Silenciosamente, observó los dedos largos, delgados, alzarse para estirar esos mechones. Enjugar las mejillas pálidas y hundidas. Ojos púrpuras, agoreros, lo miraron. Era tan frío.
    La alfombra de diseño florido ahogó el sonido de sus pasos cuando se apartó de la ventana. Cuanto po-
día ver era la nieve. Cayendo eternamente, parecía. Sólo un reflejo grotesco. Él no era así en realidad, ¿no ? O tal vez sí, así era. Feo y frío. Aya el asesino. Matando sin remordimiento. Feo y frío. Sin remordimiento. Feo y frío. Sin remordimiento.
    FeoyfríosinremordimientoFeoyfríosinremordimientoFeoyfríosinremordimiento.
    La idea se ciñó a su mente estrecha e implacablemente.Elogios que danzaban con tanta furia, empuján-
dolo al abismo de la demencia. Abrupto y desgarrado, callado y estoico. Aquellas palabras no lo abandona-
rían. Esparcidas en desorden, rondaban su cerebro, alimentándose de su intelecto. Dándose festines con los débiles remanentes de racionalidad. Delgados parásitos susurrando en su oído, zumbando incensantemente. Echando raíces en él, alimentándose de él. El zumbido se incrementó, haciendo trizas su razón. Yacía en ruinas. Dedos helados arañando su piel, trazos sangrientos goteando. Rojo otra vez. Rojo sangriento y negra inmundicia y su lengua enmudecida en pilas de restos pegajosos y rosados de cerebro. Masas de vísceras negras y cancerosas y duros restos de ojos púrpuras. Un corazón carnoso aún bombeando sangre a borbo-
tones. Rojo y carne y rojo y carne. Cálida y resbalosa. Ampliándose alrededor de sus piernas, atando sus manos. Arrojando protoplasma sobre su fría piel. Tan tensa, tan carnosa. El borboteante lodazal de locura.
    Arañando.
    Feo y frío.
    Destrozándose.
    Sin remordimiento.
    Estallando.
    Feo y frío.
    Gritando.
    Sin remordimiento.
    Llorando.
    Benditas lágrimas. Ya no frío y feo. Resbalando por sus mejillas. Ya no sin remordimiento. Lágrimas de Aya.

    Fue Ken el que halló a Aya. Siempre lo hacía. Sabía que era un hábito de Aya volver  la escena del ase-
sinato si lo había perturbado. Y matar a la rubia dama norteamericana lo había hecho. Guardaba tanto aden-
tro. Empapándose de dolor y absorbiéndolo hasta que ardía. En algún momento se quebraría. Ken lo sabía pero aún así nada hubiera podido prepararlo para lo que halló en el cuarto elegante y perfumado de la mu-
jer. Aya se había quebrado. El frío, silencioso, cínico Aya se había quebrado. Aya destrozado. Sueños des-
trozados. Existencia destrozada. Weiß destrozado. Destrozado destrozado destrozado destrozado.
    Estaba de rodillas, llorando entre sus manos temblorosas. Manos que sangraban sobre las flores de la alfombra. Heridas de rasguños. Se lo veía tan pequeño, tan frágil mientras su delgado cuerpo se sacudía a cada sollozo. Lloraba como si su alma se estuviera haciendo añicos, la realidad rompiéndose. Sonidos como lamentos de ánimas. La luz de la luna salpicaba su cuerpo tembloroso. Cada detalle se grababa a fuego en su memoria. La imagen era tremenda, demoledora. Ken la recordaría. Riendo como una llama ondulante. Perpetuamente.
    La ventanta estaba entreabierta, besando las tenues cortinas rosadas. Algunos copos de nieve flotaban sobre el suelo, huyendo de la noche. Y mientras el viento genía, preñado de almas perdidas, tomó a Aya en sus brazos. Sólo para contener el estremecedor llanto de ese corazón. Sólo para impedir que la demencia llegara. Sólo para.
    Su corazón golpeó con fuerza contra la remera azul de Ken, lágrimas rodando por su cuello. De alguna forma resultaba natural revolver ese pelo rojo, tan luminoso en contraste con su mano. El delgado brazo de Aya rodeó su cuello, buscando. Esta vez, necesitando.
    — Me prometí que no lloraría. Nunca.
    — Aya.
    — Nunca lo hice. Jamás.
    Él le empujó suavemente la cabeza contra su cuello, sintiendo la misma necesidad. Él también estaba llorando.
    — Lo sé.
    Lágrimas ardientes. Como cristal líquido. Resbalaban tan juntas, parecían una sola. Lejos de la demencia. Una red de salvación. Dedos deslizándose sobre manos ensangrentadas, tan pálidas. Roce torpe de asesino. Abriéndose como un fresco cascabeleo. Cuarto silencioso, sereno en aquel aliento desigual. Y luego... conversación tranquila.
    Afuera caía la nieve. Y los sueños se disolvieron.
 
 

Fin


[ Fanfics ]   [ Principal ]