Semiótica y Política
Leonor Arfuch
Inst. Gino Germani, Fac. de Ciencias Sociales, UBA
[ V Congreso Internacional de la Federación Latinoamericana de Semiótica
MESA "POLITICA, VIDA COTIDIANA Y MEDIOS DE COMUNICACION"
28/8/2002 ]
Después del 11 de setiembre, y entre tantas consecuencias interpretativas de ese acontecimiento, comenzaron a aparecer también en la lista Semioticians, que coordina Magariños de Morentín, comentarios y posibles análisis semióticos de esa acción masiva, inesperada, que había trastocado el límite de la percepción y cuya imagen, repetida una y otra vez, veridictiva y aterradora, no estaba exenta sin embargo, para algunos, de trágica belleza. Lo formal y lo político, aun cuando no se acentuara este último término, aparecían sin embargo de modo indisociable en la propia idea de ‘acontecimiento’. Hubo después en la misma lista –y no establezco aquí ninguna relación causal-, debates en torno de la especificidad de la semiótica, su vigencia, su relación con otros campos del saber, su posible ‘fagocitación’ por el creciente vedettismo de los estudios culturales. Más recientemente, la discusión se centró, si bien de modo efímero, en la relación entre Semiótica y Política, que aparecían, salvo excepciones, como significantes de difícil articulación, como exterioridades disciplinares que sólo la inquietud metodológica puede conectar, de manera pragmática, a través del análisis –semiótico- de objetos, imágenes, discursos, prácticas, cuya índole política deberá ser interrogada desde otros sistemas de valoración.
Es esta última emergencia sintomática -en una deriva discursiva por cierto inabarcable-, lo que quiero analizar en particular, para ampliar la perspectiva en curso de ruta y contribuir quizá a un replanteo sobre la nominación y la delimitación –si esta palabra fuera aún posible- del espacio contemporáneo de la semiótica.
Mi hipótesis es que ambos significantes -Semiótica y Política-, están intrínsecamente ligados, desde las huellas textuales de los paradigmas fundadores (Peirce, Voloshinov/Bajtín, Lotman) a los usos diversos de su posteridad. Más allá de la tendencia a "especializar" la semiótica según sus objetos, a identificarla con una alta formalización, a aislar sus propios términos constituyentes, la semiótica permite justamente una articulación interpretativa, valorativa y crítica del horizonte de la actualidad, de teorías, temas y problemas que involucran, tranversalmente, las diversas esferas de la vida social.
Ya lo decía Peirce, en una de sus célebres cartas a Lady Welby: "Debe saber usted que, desde el día en que, a los doce o trece años, encontré en la habitación de mi hermano mayor un ejemplar de la Lógica de Whately (...) nunca más pude, desde ese día, abocarme al estudio de nada –ya fuera matemáticas, ética, metafísica, gravitación, termodinámica, óptica, química, anatomía comparada, astronomía, psicología, fonética, economía, historia de la ciencia, juegos de naipes, hombres y mujeres, vino, metrología- salvo como un estudio de semiótica" (Peirce, 1987:143). No en vano, además, el primer ejemplo, en su magna teoría de la representación, en cuanto al tipo de relación entre el signo (Representamen) y su objeto, que, como sabemos, sólo involucra a este último "en algún aspecto o capacidad", es justamente el de la representación política.
La relación constitutiva entre semiótica y política está por otra parte amplia –y tempranamente- desarrollada en ese libro pionero que apareciera en 1929 bajo el nombre de Valentín Voloshinov y que recientes estudios de los archivos atribuyen –no sin opiniones en contrario- a Mijaíl Bajtín, o por lo menos, a una co-autoría, El marxismo y la filosofía del lenguaje. Allí, en una definida posición semiótica en cuanto a la existencia del ser en el mundo, se afirma el carácter indelegablemente sígnico de la ideología, que no sería ya meramente un repertorio de contenidos, una "superestructura", sino la urdimbre misma del tejido discursivo y social. "Donde hay un signo hay ideología" –afirma el texto-, es decir, "pueden aplicársele criterios de una valoración ideológica (mentira, verdad, corrección, justicia, bien, etc)." Y si bien cada zona de la creatividad ideológica tiene una función particular, "el carácter sígnico es la determinación general" (Voloshinov, 1992:33). Dos conclusiones son particularmente relevantes para nuestro tema: que la "cadena" de la creatividad ideológica conduce siempre de un signo a otro ininterrumpidamente –de modo coincidente con la "semiosis ilimitada" de Peirce- y que "la conciencia individual es un hecho ideológico y social" (pag. 35, en itálica en el original). La percepción de diversos acentos y orientaciones en cada signo ideológico permite a los autores afirmar más adelante, dejando una huella que más tarde retomaría Foucault, que "El signo llega a ser la arena de la lucha de clases" (op. cit:49). En la interpretación de este último, es por el discurso y no meramente a través de él, por lo que se lucha. (Foucault, 1980)
Por su parte, Jury Lotman reflexionó ampliamente sobre la esencia sígnica de la cultura, cuyo "trabajo" es el de organizar estructuralmente el mundo que rodea al hombre, creando a su alrededor una "socio-esfera" que modeliza y hace posible la vida de relación. Así, la cultura no sólo funciona como sistema (de sistemas) de signos sino que la relación con el signo y la signicidad representa una de sus características fundamentales, es en verdad instituyente (Lotman, 1979: 75, en itálica en el original). El mecanismo semiótico de la cultura no operará entonces solamente en la lectura (recolección, memoria) de sus textos sino también –y primariamente- en su producción.
Lingüística y semiótica urdían así una nueva estructura de la representación, que el psicoanálisis vendría a triangular, a la manera peirceana: sujeto, lenguaje, significación, no ya como "esencias", identidades construídas a priori en algún lugar, sino como trabajo del sentido, posiciones cambiantes, relacionales, inmersas en diversas tramas de significación. Nueva estructura crítica y política, tal como apareció nítidamente en los textos fundacionales del estructuralismo y "post", que iba mucho más allá de una "técnica" de desciframiento significante. La definición bajtiniana de los géneros discursivos, como espacios de hibridación y heterogeneidad cuya especificidad es sólo relativa, y su concepción misma de la interdiscursividad, completan el trazado de un dispositivo multifacético donde todo análisis de las particularidades sólo puede hacerse sobre un horizonte contextual.
Es ese horizonte el que prevalece sin duda en la conceptualización contemporánea, poco afecta ya a las delimitaciones estrictas y a la obsesión por las fronteras. Paralelamente al borramiento de ciertos límites canónicos –de las disciplinas, los espacios físicos, las naciones, los géneros- , la política misma se ha difuminado, tanto en la miríada de lo social –los "movimientos sociales", las protestas, locales y globales, las reivindicaciones de las minorías y las diferencias-, como en los formatos y temporalidades disyuntas que le imponen los medios de comunicación.
Por eso, si es imposible deslindar semiótica y política en los términos en que venimos argumentando –la mirada semiótica es política, aunque no se la explicite como tal- tampoco es posible ignorar, desde el lado del análisis político, el hecho, siempre inquietante, de que no hay modo de aprehensión directa de las "cosas" y los acontecimientos, por fuera de la dimensión simbólica, de los discursos, estrategias y soportes a través de los cuales la puesta en forma se realiza como puesta en sentido.
Tal comprobación, a la que el llamado "giro linguistico" dio carta de ciudadanía, abrió camino a una serie de indagaciones desde la filosofía y la teoría política, donde conceptos de las ciencias del lenguaje, las teorías del discurso y la semiótica se han incorporado naturalmente –y críticamente- a la reflexión sobre el estado, los regímenes políticos, los derechos, las nuevas concepciones de democracia o de comunidad.
Esta interacción dialógica entre saberes y áreas de investigación, que va de la teoría política a la sociología, de la antropología a los estudios culturales, de la crítica literaria a la filosofía, traza la cartografía posible del dilatado campo de la semiótica en la reflexión contemporánea, cuya dispersión me parece más estimulante que su hipotética "pureza étnica". Más allá de la queja que suele escucharse sobre el predominio de los estudios culturales –que suele ser compartida, por otra parte, por quienes se ocupan de artes visuales, cine o literatura-, es indudable que la semiótica ha servido como pilar para la instauración de los mismos –desde la legendaria Escuela de Birmingham, con Raymond Williams como uno de sus referentes principales, a la herencia recogida por Stuart Hall y un amplísimo grupo, tanto en Gran Bretaña como en los Estados Unidos.
En esta perspectiva integradora, toda articulación de vecindades resulta en una mayor riqueza conceptual. Sin renuncia a una cierta especificidad teórica y metodológica pero también en alerta al riesgo de una formalización esterilizante, no hay duda de que la semiótica goza de buena salud.
Quisiera ahora, desde esta óptica, y teniendo en cuenta el papel preponderante de los medios en la construcción del escenario político, analizar algunas escenas emblemáticas, de fuerte iconismo, que tuvieron lugar en la Argentina en los últimos meses y que definen un nuevo espacio público, tanto en la materialidad de lo físico –las calles, los ámbitos, las pantallas- como en la experiencia cotidiana, individual y colectiva de los sujetos.
I.
Desde el 19 y 20 de diciembre, en que algo pareció tener fin y nuevo comienzo, la gente en la calle, espontáneamente convocada con sus cacerolas fue un fenómeno urbano casi sin precedentes. Antes estaban por supuesto los piqueteros, los desocupados, los cortes de ruta, la protesta cotidiana de cada sector social, ya un género conspicuo, infaltable en todo noticiero. Nos habíamos acostumbrado a los tambores, al humo de neumáticos quemados, a la ocupación perpetua y bulliciosa del centro de la(s) ciudad(es), a la aglomeración de vehículos, al latiguillo sin fin de las demandas. Pero esto era distinto: no había aquí autoridad reconocida, agrupación política o sindical, facción, consigna específica, sólo una confluencia insólita de jóvenes y no tanto, de pacíficas señoras, de familias enteras empujando carritos de bebé. Las cacerolas –el símbolo más doméstico que pueda pedirse, nunca sospechadas de hacer caer gobiernos- sonaban al anochecer en las esquinas estratégicas de los barrios –aún los elegantes- y sus dueños hablaban sin tapujos y seguramente por primera vez en su vida para los móviles situados de la radio y la televisión. Una apertura impensada de lo privado en lo público, donde el relato de las vicisitudes personales se tornaba inmediatamente político, aun antes de decir "¡Basta! o ¡Que se vayan!".
II.
Apenas unos meses antes, varias versiones autóctonas de Big Brother ("Gran Hermano", "El Bar", etc.) habían colonizado sintomáticamente las pantallas e instaurado –entre esas mismas capas medias que hoy se movilizaban- un tema casi excluyente de conversación: quién se iba cada semana, echado por el voto obligado de sus propios compañeros y el del espectador, de la casa donde el grupo vivía encerrado bajo cámara perpetua, en una cotidianeidad abrumadora, esperando cada uno ser el último y ganar la jugosa recompensa. El reality show, como es bien conocido, perpretaba una intrusión bien pautada en el ámbito de la privacidad: el cuarto de baño, la cama, los devaneos nocturnos, los gestos más íntimos, la trivialidad extrema de la conversación. Pero también ofrecía una escena emblemática de una supuesta "subjetividad global" que casi se confunde con la ley del mercado: la competencia entre pares, no ya en términos de excelencia sino de astucias, intrigas y cálculos sobre la debilidad del otro, la supervivencia individual opuesta al grupo –un colectivo que no puede constituírse como tal porque conlleva su propio antídoto "antisocial"-, la vida misma, como prueba concentracionaria de resistencia, tanto a la banalidad de lo cotidiano como a la inevitabilidad de la exclusión, que no será ya obra de una exterioridad, cualquiera sea, sino el principio intrínseco, obligado, de toda relación.
III.
La otra escena impensada vino más adelante, cuando esas mismas personas de capas medias –algunas, bastante empobrecidas- a quienes habían confiscado definitivamente sus ahorros, se dedicaron sistemáticamente, con una energía encarnizada y blandiendo no sólo cacerolas sino todo tipo de armas domésticas, al asalto de las puertas del poder. De los bancos en particular, que debieron transformarse en fortalezas ciegas, del Congreso, que debió interponer un doble vallado, de otros edificios públicos y hasta del mítico portón de entrada al predio de la residencia presidencial, vanamente defendido por la policía.
Ya Simmel, en "Puente y Puerta", había reflexionado, con su habitual dejo poético, sobre el carácter de límite de la puerta, frontera que liga, une y separa, el ser "en casa" del hombre, su mundo interior, privado, y el exterior ilimitado. Y es justamente ese límite, que puede ser franqueado a cada instante, lo que permite la ilimitabilidad de todos los destinos, la libertad. Aquí la libertad se jugaba de algún modo a la inversa, en la posibilidad de entrar, de superar esa puerta infranqueable erigida como obstáculo a la decisión y que, en el caso de los bancos, capturaba indebidamente lo propio, en el sentido inequívoco de la propiedad. El ataque furioso a las puertas –con puños, martillos, palos- desde un "afuera" irreductible, escenificaba así, no sin patetismo, el juego de posiciones del poder –la sordera, el encierro, el conciliábulo-, ese estar de espaldas de los políticos que parece ser su gesto más acendrado en estos tiempos.
tomado este significante en sentido muy amplio- , de la cual los medios fueron parte esencial. Siempre hubo la contracara acechante de quienes no participaban para nada de la fiesta y apenas contaban con la parte mínima de un reparto clientelar y oportunista. A medida que el "modelo" neoliberal aplicado a ultranza iba mostrando su falacia, esa contracara fue haciéndose cada vez más descarnada, poniendo en evidencia la diversidad de formas y clivajes –para usar un término sociológico- que adoptaba la vieja y la "nueva" pobreza.
IV.
En los ’90 mientras la Argentina vivía la fiesta exaltada de los triunfadores de la "década menemista" –fiesta de pocos pero extendida sin embargo en el imaginario popular-, se dio una tematización mundial de la pobreza -que la "globalización" agudizaba efectivamente en todas partes-, tanto a nivel de gobiernos, organizaciones internacionales, medios académicos (recordemos, para poner sólo un ejemplo, La Miseria del Mundo, de Bourdieu) y por supuesto, medios de comunicación. De todas las problemáticas que hacen a la condición humana –y sin descartar ese registro existencial del hastío, de la inanidad del vivir, que Bourdieu y sus colaboradores también supieron retratar en su paisaje de época-, la pobreza traza sin duda un límite, un umbral, tal como la crueldad, la tortura, la esclavitud, el crimen. Un umbral ético, moral, político y también estético, comunicativo: ¿cómo hablar, cómo mostrar, cómo hacer ver? Porque la tentación de hacer-ver, aún con las mejores intenciones, está siempre amenazada de intrusión, de voyeurismo, de sensacionalismo, de todo aquello que los medios escenifican como una paradoja cada vez que ponen bajo los ojos –bajo nuestros ojos- el cuerpo del delito, aquello que atestigua, antropológicamente, que "estuvieron allí".
Ese umbral fue franqueado en estos meses hacia un todavía más allá. De la pobreza a la indigencia y luego, lisa y llanamente al hambre. La combinación fatal de devaluación, recesión e inflación desembocaron en un panorama desolador, acentuando los tonos ya dramáticos de millones de vidas. Las cifras taladran los oídos con tenacidad implacable: cada punto de suba de los precios o del dólar "fabrica" miles de nuevos pobres como una fatídica línea de montaje. Y si bien el hambre y la desnutrición no son nuevos en la Argentina, se trata evidentemente de una cuestión de escala, de un límite, numérico pero también temático.
El límite temático es justamente el uso que los medios –con variantes de estilo-, hacen de ese "dolor país", para tomar la expresión de Silvia Bleichmar, compensando a veces con la profusión de imagen, su profunda complicidad con el poder, su trabajo ideológico de sostén de las políticas que llevan –que llevaron- justamente a esos índices. La proliferación visual es inquietante: no hay programa que no muestre, con lujo de detalle y fuerte efecto de autenticidad, el rostro, la voz, el llanto, el ámbito, de alguien –preferentemente una criatura- que no come. El hambre en la Argentina se transformó en noticia sistemáticamente ofrecida a la hora de la cena.
Aquí se plantea nuevamente el viejo dilema: ¿es necesario ver para creer? Y ese hacer-ver, bajo las reglas del género de la información que difícilmente se alteran –el efectismo, la fragmentación, la simplificación, la endeblez argumentativa- ¿aporta en verdad a una toma de conciencia y entonces, a una mayor responsabilidad ciudadana o sólo cumple una función catártica, que dispensa –a todos- de intervenciones más rotundas?
En principio, esas operaciones de individuación, esas efímeras biografías de un trazo que dotan de rostro y cuerpo a un número ciego, no parecen alterar el silencio de la política, o mejor, su cháchara, ese hablar vacío, estereotípico, que desmiente la performatividad del decir, el carácter de acción del lenguaje: ninguna respuesta oficial tiene lugar en ese sentido. Lo que sí vienen a confirmar una vez más son ciertos presupuestos de la teoría: la apuesta "compensatoria" de la televisión, su capacidad de ir más allá, de ser más eficiente que las instituciones.
Pero también podría pensarse –y me parece ya a esta altura necesario- el más allá de la televisión, aquello que ocurre en otros ámbitos –instituciones, calles, rutas, barrios-, que excede y desborda la potencialidad expresiva del medio, otras lógicas, semióticas y políticas. Nuevos modos de conquistar espacio público y de crearlo, nuevas arenas de confrontación, pugnas por el sentido de los "significantes vacíos", como diría Laclau –justicia, equidad, democracia- cuya imposibilidad constitutiva de completud del sentido los abre a la posibilidad de la lucha hegemónica.
Hace unos días, un periodista de "Clarín" me llamó para consultarme sobre el tema de los espacios publicitarios vacíos de la ciudad, esos carteles o muros que rezan "disponible" con grandes números telefónicos. "No quiero abordar el tema desde la crisis, me dijo, sino de lo que significan para la vivencia de la gente esos vacíos, esos blancos en la ciudad". Lo que planteaba la pregunta, quizá sin saberlo, era también una especie de dicotomía entre semiótica y política: ¿acaso esos carteles pueden significar hoy para los habitantes de Buenos Aires algo por fuera de la cadena asociativa de la crisis, de esa alternancia abrumadora de llenos y vacíos, de locales cerrados, tapiados, de calles y espacios desiertos y al mismo tiempo ocupados día a día por la protesta y la movilización? Porque precisamente –y tal vez como nunca- ese espacio urbano de la cotidianeidad y la experiencia, de los tránsitos obligados de cada día, se ha ido transformado en escenario privilegiado de la puesta en sentido de la política.