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Al sonar el timbre
© Moreno 2000
Al sonar el timbre
Por David Moreno Garza.
Recuerdo mi adolescencia tanto como si la hubiera vivido ayer. Tal vez la única etapa feliz que pasé en mi estruendosa vida. Mis recuerdos más visibles se evocan hacia Clara, mujer que conocí en la secundaria.
Mi infancia la pasé solo y triste. Por un lado, el suicido de mi padre a causa de problemas económicos, y por el otro, mi madre que trabajaba todo el día como burro. Cuando no tan mal me iba, mi tía, hermana de mi padre me llevaba a su casa a ?jugar? con sus odiosos hijos. Envidiosos, vulgares y empalagosos, mis primos siempre me hicieron pasar malos ratos. Lo único que me gustaba de ir con ellos es que salía de casa. Veía diferentes caminos y calles a los usuales del recorrido a la escuela. Pero, en conclusión, toda mi escuela primaria fue aburrida, sola y sin amigos, pues nadie jamás quería acercarme a mí, pues decían que era un niño raro, y que lloraba de todo. La cosa cambió al mudarme a la capital, lugar donde, dichosamente conocí a Clara. Me mudé a Guadalajara a causa del despido de mi madre en su antiguo trabajo, alguien le ofreció un mejor trabajo, no trabajaría tanto y ganaría más, o eso fue lo que mi madre me hizo creer.
Mi madre me inscribió en una escuela enorme y con disciplina perfecta. Por afuera, el colegio parecía cárcel, por dentro, un reclusorio. Mi madre me animaba diciendo que tendría la oportunidad de conocer gente nueva y hacer amigos, ?borrón y cuenta nueva?, decía. Las palabras de ella siempre me conmovían. De rostro frágil, pero duro por el trabajo, mi madre, era la mejor mujer del mundo. Siempre me dio todo cuanto pudo, aún sin mi padre.
Vivíamos en un pequeño departamento arriba de una panadería, donde el fuego de los hornos del pan, hacía sentirse un bochornoso calor. Pero era un excelente lugar.
Por fin llegó el día de ir a la escuela, después de unas cuantas semanas de arribar a la Capital. Yo, a diferencia de mi madre, estaba tranquilo. Sabía yo que sería la misma rutina: nadie me haría caso. Era normal. No me importaba mucho tener amigos, mientras tuviera a mi madre, todo iba bien.
A los alumnos nuevos de primero de secundaria, nos llevaron a un patio grande, tan grande que cabrían ahí dos o tres aviones de los grandes. ¡Ah! Por que me gustaba mucho ver, desde la azotea de mi casa, ver cómo esas impresionantes máquinas atravesaban los aires. Eché una sigiliosa mirada a algunos de mis compañeros que estaban en el patio. Todos, sin excepción, portaban ese molesto y horrible uniforme que siempre odié. Vi algunos grupitos de amigos platicando, contando sus vivencias de las vacaciones, otros, corriendo, y muchos más, como yo, conociendo su entorno. Aún no había autoridad alguna en aquel patio que pusiera orden o tan siquiera nos diera la bienvenida.
Caminé tontamente, analizando cada detalle que veía cuando choqué, sin fijarme, con un niño, que supuse, no conocía a nadie, al igual que yo. Era un tipo rechoncho, de piel más obscura que la mía, y con una gran sonrisa perspicaz. Volteó.
-Perdón- me disculpé.
-No hay cuida´o, ¿eres nuevo?.
-Sí, Creo que todos en este patio lo somos, ¿no?.
-¡Ah! Pus sí, ¿verdad? - Y dio una carcajada un tanto rara, hasta después supe que reía así como por que él la inventaba, y creía que se oía bien. Me agradaba su risa. -A lo que yo me refería es que si conoces a alguien aquí.
-No, soy nuevo en la ciudad, vengo de Salvatierra.
-¿Salvatierra?
-Guanajuato-. Contesté.
-¡Ah! Claro. Mis padres me dijeron que me llamaba Fernando.
Su broma se me hizo de mal gusto. Pero, de todas formas, sin darme cuenta, estaba haciendo el que sería mi mejor amigo de mucho tiempo.
-David.
Les estiré la mano, gesto que recibió y contestó cordialmente extendiendo la suya también. Nos saludamos. Pasamos un rato platicando de cualquier cosa.
Continuará...
Moreno Garza.
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