EL TALLER LITERARIO DE LA CALLE INCLÁN
A pesar del arrasador progreso que arrancó de cuajo
las raíces bohemias del barrio de Boedo, todavía -como sombras en un patio
ajeno- deambulan por esas calles algunos tangueros trasnochados y de afiebrada
osamenta; gente que ha decidido expulsar de sus mesas a los augures y
predicadores de la clarividencia; gente capaz de cercenarle una cara al
bifronte Jano con tal de poseer una única y total visión de lo perdido.
Estos espíritus melancólicos sostienen sus propios
relatos y chismoseos hasta extremos inverosímiles -como el de pelar un facón en
medio de una polémica- y quieren inculcarle a esos 'muchachones perdidos'
-según inquieren cuando se dirigen a la juventud actual- lo que significa ser
macho de pura cepa.
Nadie jamás ha dudado de la dignidad de estos hombres.
Y a pesar de los tiempos que se viven, hoy muchos jóvenes disfrutan el tango y
encuentran apasionantes las anécdotas de los suburbios y conventillos. Es tan
sabida la bravura que caracterizaba a esos hombres (hombres que defendían su
ideal con el cuero y el cuchillo, hombres que se derramaban en sangre y en
verso), que hasta la más insólita escaramuza es creíble; que hasta el más tibio
poema es recomendable.
Lo que sí es muy dudoso -y he aquí el motivo de numerosas
reyertas en el bar "La Yunta de Boedo"- es que un tipo como Roberto
Garófalo haya podido dirigir un taller literario por aquella época.
Los antecedentes de este vil sujeto han llegado hasta
nuestros días, y por tal motivo, los muchachos del barrio consideran una
fantochada que la barra de los grandes intente postular a Garófalo como un
literato interesante.
Estos encontronazos ocasionaron un cierto clima hostil
entre ambas generaciones, y provocaron el escepticismo de algunos jóvenes, y la
explosiva bronca con postrer terapia intensiva de algunos viejos.
Es que los pibes piensan que no es recomendable
apadrinar a un malandrín como Garófalo, y, como si fuera poco, también
sospechan que quienes se postulan en defensores de su causa han de pertenecer a
su misma baja calaña.
Cierto es que algunos atorrantes de escasa edad han
transgredido las reglas y hoy son apólogos confesos del cuestionado individuo.
Y también es cierto que algún que otro portador de canas es su detractor.
Pero más allá de los diversos mensajes entre líneas y
de las opiniones encontradas, el verdadero propósito de este escrito es
transmitir una información. Y sin acuso de recibo acerca de la curiosidad,
tedio, falsedad o veracidad que esta crónica pudiera despertar, a qué mejor
informante podríamos recurrir que no sea el desaparecido peluquero Agustín
Bergonzi, (y digo desaparecido porque un día se las tomó y nadie supo más
nada).
Este historiador de Boedo -y demás aledaños- supo
copiar fielmente entre cortes a la taza, afeitadas sangrientas, y medio
americanas, un detalle minucioso de los entretelones de moda y de las entidades
clandestinas que funcionaban en aquella época. Estos documentos han llegado
hasta nuestros días gracias a los papiros y palimpsestos que fueron encontrados
bajo el sillón del salón de corte, luego que el peluquero abandonara el local.
Algunos escritos resultaron de dificultosa lectura y
las páginas estaban llenas de pelos. Pero con el correr del tiempo, las
revelaciones se fueron divulgando de boca en boca hasta inundar el barrio.
A continuación, paso a resumir el controvertido tema
que hoy nos atañe, el del Taller Literario de la calle Inclán.
***
Es sabida la existencia de un taller literario que,
hace algunos años, supo funcionar en la calle Inclán del barrio de Almagro.
Esta entidad de ejercicio clandestino, era dirigida por un atorrante ilustrado
de frondosa labia y no menos abultado prontuario policial. Se trata de Roberto
Garófalo, alias 'golpe de furca', un tipo pendenciero y mal llevado.
Es de preguntar qué necesidad tiene un taller
literario de ser clandestino. Tal vez ninguna. Pero hay que reconocer que los
asistentes a ese curso lo hacían a escondidas y subrepticiamente. Quizás por
vergüenza al 'qué dirán', ya que muchos vecinos del barrio acostumbraban
mofarse del iluso que ocupaba su tiempo con lecturas. O quizás, este
ocultamiento obedecía a un requisito que debían cumplimentar los empadronados,
conociendo de antemano que su director expresaba una profunda simpatía por la
clandestinidad.
Algunos tildaron a Garófalo de advenedizo, chanta y
aprovechador de ignorantes, dada la escasa cultura que tenían los muchachos del
barrio que frecuentaban el taller.
Pero el maestro sabía hablar fluídamente y se jactaba
de haber tenido acceso a los libros más arduos. En la mesa del café, Garófalo
no tenía rivales en dialéctica. Y en cualquier tertulia, el charlatán de
Almagro repartía por doquier conceptos filosóficos y relatos de historias
extravagantes y tan curiosas como aburridas.
Hay quienes sospechan que el reconocimiento de
Garófalo se debe a que el coeficiente intelectual de los escuchas estaba más
cercano al de una bestia que al de un hombre. Por aquella época, y en
consideración al maestro, más que nunca tomó renombre y cotidiano uso el
consabido apotegma 'en el país de los ciegos el tuerto es rey'. Pero esto se
parece más a un aforismo (figura de cuya veracidad el maestro desconfiaba), y
como es inminente un derecho a réplica, quiero aquí divulgar alguna de las
historias que Garófalo deslizaba entre dientes en aquella lejana mesa de café: "Faetón
era hijo del sol, como todos nosotros. Sin embargo, en verano dan ganas de
salir corriendo. Un día le pidió el auto al padre y se lo estroló todo. Lo
chocó y lo incendió. Las llamas se extendieron tanto y tanto humo había, que la
gente se volvió negra. No te imaginás qué choque hermano. Lo más curioso es que
el pibe no se hizo nada. Una desgracia con suerte. Alcanzáme una
medialuna."
En definitiva, este verborrágico personaje se hizo
escoltar por un grupo de seguidores, chupamedias, malvivientes, y demás
ociosos, hasta la parte trasera de un galpón abandonado que hoy funciona como
reventa de autos usados. El propósito de esta gestión, era llevar a cabo por
parte del maestro algunas charlas de literatura, e impartir los conocimientos
necesarios para intentar uno que otro poema liviano.
Desde ese día, que sin duda fue el día inaugural del
taller, los cursos comenzaron a dictarse -siempre ocultamente- en aquel galpón
de la calle Inclán. Y por supuesto, era común que -para no levantar la perdiz-
en cualquier reunión de café los alunmos encubiertos hablaran entre sí con
códigos, despertando la intriga de otros parroquianos que ignoraban la
existencia del taller. Por entonces, era situación cotidiana escuchar algún que
otro balbuceo enigmático: "Ya tengo lo tuyo." "¿Estuviste
ahí?" "Hoy hablé con esa gente." "¿Me trajiste eso?"
"¿Qué sabés de aquello que te dije?"
Para tener acceso a las clases había que acercar un
dinero a voluntad y algún alimento sustancioso: pizzas, empanadas, o cualquier
tipo de bebida espirituosa: caña, ginebra y pingüinos de moscato. No faltó el
día en que Garófalo organizara un asado en pleno taller, pero la situación se
le fue de las manos. Semejante despliegue avivó a algunos giles y ocasionó la presencia
intempestiva de varias personas indeseables que reclamaban un choripán. El
asunto terminó en una trifulca que ensalzó una vez más la habilidad del viejo
literato y su cuchillo.
Las caídas en cana y consecutivos escapes de Garófalo
ocasinaron la persecución del maestro y la falta de continuidad de los cursos,
que a veces había que interrumpir. Sin embargo, estas detenciones fomentaban la
cordialidad y el repaso colectivo de los alumnos que se llegaban hasta el
galpón de la calle Inclán. Algunos, entusiasmados por el ansia de aprender.
Otros, arrastrados por la necesidad de vivir en algún lado, ya que no tenían
adónde ir.
Estos contratiempos provocaron deserciones y el
incumplimiento del horario de clase.
Pero el maestro era riguroso. Cuando Garófalo hacía su
aparición en el taller, no soportaba que un alumno estuviera ausente. La
lección no comenzaría hasta localizar al educando faltante, trabajo del que se
encargaban los secuaces de Garófalo, y que hacían las veces de celadores. Estos
entenados eran capaces de ir a buscar al alumno ratero hasta su domicilio
particular y demás garitos de la zona. Los llevaban de vuelta al taller del
fundillo del traste y los ataban por varios días a un banco, hasta que
redondearan un poema.
Muchas veces, los ayudantes del literato de Almagro
regresaban sin el alumno en cuestión, pero traían toda clase de comestibles,
ropa, muebles, y demás enseres, porque también eran rigurosos en la paga.
Una tarde, al salir del curso, el Ñato Bodega dobló
por Inclán en dirección a Muñiz y nunca más se lo volvió a ver por el barrio.
Pero gracias a su fuga, el taller tuvo heladera.
Con respecto a las conductas que Garófalo mostrara en
el taller, puede decirse que éstas eran cambiantes y disímiles: a veces, el
maestro estaba soñador y alegre. Otras, se lo notaba racional y pesimista. No
faltaba oportunidad que se insultara a sí mismo y se enfervorizara con
vehemencia -a tal punto de arrojar una silla contra la pared- cuando intentaba
recitar una décima que lo apasionaba. Pero también, era capaz de quedarse
dormido, como soñando, en medio de un discurso.
Una vez, mientras pregonaba un soneto endecasílabo, el
maestro tuvo la infeliz ocurrencia de desgraciarse. Actitud que le costó la
burda imitación de los alumnos -que copiaban a Garófalo sigilosamente- y que
desde entonces intentaron desgraciarse -algunos infructuosamente y con muecas
de dolor- en la misma estrofa del recitado, creyendo que éste era un artificio
más de la poesía.
A pesar de las irregularidades del taller, una clase
más o menos normal constaba del siguiente esquema:
1) Charla previa. Garófalo cuenta una historia y
recita un poema para incentivar el arte literario y narrativo en sus alumnos.
2) Morfología. Se observan reglas y formas para la
construccón verbal y métrica de los escritos.
3) Tarea para el hogar. Se componen cuentos y poemas
de acuerdo a lo aprendido, con la utilización de algunos giros idiomáticos
cotidianos para agregar realismo.
En resumen, una clase normal era más o menos así:
1) Charla previa: "El Vitiligo" del arte
poética, recitación por Roberto Garófalo:
Yo te digo
vitiligo.
Hoy nos parecemos
tanto...
sin color
permanecemos,
navegando...
por el cobre de su
boca
que es un *biznique
nevado.
Piel canela y nieve
eterna
como una mancha de
helado.
Yo te digo
vitiligo,
que en tu escaso
firmamento
descansa el dulce
momento
de un postrer beso
que dí.
Qué condena vitiligo.
¡Dónde le fuiste a
salir!
Negro negro,
blanco blanco.
Si parece
exorbitancia
de porción de
chantilly.
*(Anacronismo) Golosina hecha a base de chocolate y
bizcocho. No perteneciente a la época. Probablemente introducida en el escrito
por la pluma creativa de algún discípulo de Agustín Bergonzi, dado el carácter
de ilegibilidad que manifestaban los papiros encontrados en el salón del
peluquero historiador.
·
"La Amada Paciente" pequeña historia
romántica para la comprensión del epíteto. (Ver historia de Genoveva
Tortorelli, La Amada Paciente).
2)Morfología: Algunos pensaban que esta materia
convenía a las buenas costumbres de la mesa y el urbanismo. Pero si de comer se
trataba, los asistentes al taller no dudaban en devorar toda letra S que se
encontrare a su paso, para lo que el maestro, con el solo propósito de mejorar
la práctica verbal, les hacía repetir velozmente y hasta el cansancio frases
como esta: "Salame seco sin sal se seca sólo sin sol. Saturnino Salazar
su seguro servidor.
Dicen que estos ejercicios tuvieron el saldo de más de
un contuso y numerosos desgarros de lengua, con pérdida parcial de algunas
piezas dentales.
También, los que en esta materia interpretaban todo
literalmente, llegaron a deletrear algunas partes del abecedario realizando
todo tipo de gestos y mímicas, que suponían la imposibilidad que tenía el
orador de poder comunicarse, sobre todo, cuando les dijeron que la letra H es muda:
"F, G,... mmm..., J, K..."
3)Tarea para el hogar: Aquí se valoraba la asimilación
y creatividad del alumno. Los trabajos, aparte de un ordenamiento artístico,
debían tener la frase coloquial y la expresión cotidiana que, según Garófalo,
las haría más legítimas.
A continuación, paso a transcribir algunas
realizaciones de alumnos que fueran distinguidos con el banderín de la Academia
Garófalo, título que al maestro nunca lo terminó de convencer:
·
"El Picaflor" poema breve de Lázaro
Izaguirre:
Lo han visto con otra
le han dicho esta
tarde.
Lo han visto con otra
y con otra, y con
otra...
¡'ta que lo tiró 'e
las patas!
·
"Vericuetos" por Susanita (la hija de
Chicho)
¿Por qué extraño
vericueto
de nuestro barrio
andarás?
Dicen que nunca
vendrás,
que a mi amor le has
dado asueto.
Hablando de asueto
hoy tuve
el día franco.
Crucé la plaza
y en nuestro banco
no estabas.
¿Por qué extraño
vericueto
andabas?
Viá decirle a mi
cuñado
que te rompa la
cabeza.
¡Desgraciado!
¡Mirá que hacerme eso
a mí!
Estas son algunas de las pocas páginas que han quedado
de aquella academia. A pesar de la informalidad de estos cursos y del precario
talento de los asistentes, Garófalo supo despertar en esas personas una
inquietud cultural que hasta entonces no había sido frecuente en el barrio.
Hoy, muchos creen que los preceptos impartidos en el
Taller de la calle Inclán, tuvieron una repercusión que ha llegado hasta
nuestros días, transmitiéndose a diversas generaciones que, sin querer, lo han
mantenido vivo.
También, nunca falta en las dispersas reuniones algún
viejo apasionado de Garófalo que sostiene: "Cuando en un café se
expresa un concepto sabio es porque el alma del maestro así lo quiere." Otros,
piensan que la desaparición actual de la poesía en el café -y del café mismo-
se debe a la mala praxis que el literato de Almagro aplicara en su momento.
Pero más allá de estos tira y aflojes, estas páginas
han querido brindar un humilde homenaje a esos tipos que como Garófalo -quizá
equivocados- nos han ayudado a ser un poco mejor cada día.
Este escrito se lo dedicamos a él, a todos los
asistentes del Taller de la calle Inclán, a Agustín Bergonzi (que no se
conformaba con cortar el pelo), y a todas aquellas personas que han querido
expresar con una pluma lo que sienten con el alma.