Va yehi

(Él habitó)

"Los días de la muerte de Israel se acercaron"

 

Parashá: Gn 47,28-50,26

Haftará: 1 Re 2,1-2,12

 

La parashá va yehí nos cuenta la muerte de Jacob, y la haftará que la acompaña cuenta los últimos momentos de la vida del rey David. En estos dos textos del Pentatuco y de los Profetas, asistimos a la muerte de dos grandes figuras bíblicas, grandes en la conciencia religiosa e histórica del pueblo de Israel; el primero era el Elegido entre los Patriarcas, el segundo el rey-ungido del Dios de Jacob.

Antes de morir, los dos dan consignas a sus hijos. Jacob transmite a sus hijos la bendición de Abraham y de la gran misión, que es la suya, la marcha ante Dios, como su padre antes que él y él mismo lo hicieron. Añade un severo reproche a los hijos que no han seguido el camino recto. David deja a sus hijos el cetro del reino, pero sobretodo, ordena llevar a cabo lo que en las lenguas modernas podría darse por llamar "un ajuste de cuentas". Esta enorme diferencia entre las dos posturas bien merece un examen.

Las vidas de estos dos hombres tienen un punto en común. Los dos han conocido una existencia excepcional, llena de meandros y de combates librados contra enemigos exteriores como luchas interiores contra sus impulsos. Los dos han obtenido grandes victorias, tanto en el plano físico como intelectual, pero igualmente han sufrido graves derrotas en el plano espiritual y moral. Pero Jacob llega, al final de su vida, a alcanzar el rango de aquellos capaces de ver el Fin de los Tiempos y de indicar a las generaciones sucesivas el trazado para marchar por el camino de Dios.

El personaje de David tiene dos aspectos, por una parte sus victorias y las cosas que él realizó fueron numerosas, pero sus derrotas también fueron igualmente numerosas. Luchó contra enemigos externos y los venció, luchó igualmente contra enemigos internos y acabó por encarnar la imagen del hombre del arrepentimiento que, cuando el profeta viene a despertarle la conciencia por el pecado que ha cometido, no busca ni excusarse ni justificarse, no se hace rogar, y simplemente dice estas palabras: "He pecado contra Dios." A causa de esta actitud, la conciencia histórica judía ve en él -autor del libro de los salmos- el arrepentimiento ejemplar. Pero este mismo rey es el que, antes de morir, hace prometer a su heredero que elimine a dos personas que serían, según él, un peligro para su reino. Uno de los dos, en un momento de su vida, lo había insultado y menospreciado, y David no lo había castigado. El segundo era su fiel general, aquel quien había conducido todas sus batallas y había derramado sangre por él, el hombre gracias al cual pudo realizar sus sueños. Pero al final de su vida, este hombre había tomado partido por Adonías, uno de los hijos de David, en vez de Salomón. Así, de esta forma, con el fin de fortalecer el reinado de Salomón, David ordenó ejecutar a Joab.

¿Quién era el verdadero David?¿Aquel "que gobierna a los hombres con justicia y con temor de Dios" (II Sm 23,3) según la fórmula al uso, o el tirano que arregla cuentas con el fin de fortalecer la realeza? Los dos aspectos coexistieron en él, con esta contradicción entre el David gran arrepentido y el David que ejerce las funciones de rey, en otros términos, el que obraba en función de razones de estado. Con este propósito nuestros sabios ya nos habían advertido: "¡Ai del rabinato! que entierra a aquellos que cumplen con su función." El término "rabinato" no debe ser entendido en el sentido de institución rabínica tal y como la conocemos en nuestros días, sino en su sentido etimológico de poder. El poder entierra a aquellos que lo detentan, es decir, corrompe al hombre. Conocemos la frase pronunciada por uno de los más eminentes historiadores modernos (Lord Acton): El poder tiene tendencia a corromper, pero el poder absoluto corrompe absolutamente. Nuestros sabios dijeron lo mismo: La persona no se convierte en jefe (rosh) aquí abajo, sin convertirse en malvado (rashá) ahí arriba. El ungido del Dios de Jacob, gobernando con justicia y temor de Dios, por el hecho de ser rey se convertirá necesariamente en un tirano y en un malvado.

 

                    Es necesario recordar estas cosas a aquellos que ven, en la realeza de Israel, la                        realización suprema de los objetivos de la fe y de la ética. La realeza de Israel es                        efectivamente un gran y precioso valor, porque significa que el pueblo judío no está                        sometido a otros. Pero elevar el poder estático al estatuto de valor supremo                        constituye  uno de los más grandes errores. Es ésta la intención de la comparación                        entre Jacob -quien no ocupa ninguna función de autoridad ni de poder, pero que                        recibe al final de su vida la visión del final de los tiempos - y el rey David - quien                        conoció el privilegio del poder y de la fuerza y se descubre al final de sus días como                        el hombre cuyo interés por este poder le lleva a realizar grandes objetivos. Hay aquí,                        pues, una gran lección para todas las generaciones, comprendida la nuestra.

 

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