Movy
Dick, La piedra
Alberto
Espinoza
Mi nombre es Isidrio. Les voy a contar una aventura que viví en mi infancia. Quizás, debido a que los eventos transcurrieron hace mas de diez años y los protagoniza un chamaco no un poco soñador propenso a exagerar sucesos cotidianos hasta transformarlos en hazañas épicas, el lector debe apaciguar su deseo de considerar esta narración como algo plenamente verídico. Sin embargo, les aseguro que al menos el cincuenta por ciento de las palabras se basan en hechos reales. Bueno, pero como el restante cincuenta por ciento esta compuesto por auténticas mentiras, esto me delata como un vil mentiroso; no se me puede ni debe confiar. En fin, que el lector se base en su propio juicio para encontrar las verdades ocultas en este gran embrollo de aventura. Un buen día, Quequén, mi confiable compañero indio, y yo acampamos afuera en el patio de mi casa. El tendría unos doce años mientras que yo gozaba de la sabiduría y prestigio asociados con la madura edad de trece años. Yo era alto y robusto. El era diminuto y flaco, pero la falta de corpulencia la compensaba con una inagotable habilidad de charla. Quienquiera que haya dicho que los indios son personas taciturnas e introvertidas por naturaleza, jamás se topó con mi querido Quequén. Quequén, un nombre poco usual pero perfectamente apto para describir a mi amigo, es un río en la Argentina; así como este caudal de la América del Sur expele una vasta cantidad de agua al mar, mi amigo de infancia abrumaba a cualquiera con la torrente de palabras que fluían de su boca. Era capaz de cansar la paciencia y los oídos de cualquier infortunado escuchante demasiado cortés o estúpido para callar a ese pequeño charlante. El fastidio de las conversaciones con Quequén no solamente yacía en el monopolio que este tenía sobre la palabra sino en la abundancia de exageraciones, mentiras y vulgaridades con que condimentaba su plática. Yo era una de las pocas personas que lograba tener una semi-decente plática con el. Digo semi-decente, porque rara vez dos chamacos a unos pasos de la pubertad pueden aspirar a una conversación coherente que no trate del trillado tema: "¿Cómo estás?" ¿Qué cuentas? ¿Qué hacemos hoy?" Peor aún, la típica charla con Quequén hacía alusión a fantasías llenas de atrevimientos y grandeza que sospechosamente sonaban a presuntuosos elogios a favor de los indios. Esta historia da su comienzo aquella noche cuando acampamos en mi patio. Quequén, quizás inspirado por nuestros alrededores rústicos, interrumpió su habitual y ensayado soliloquio que aclamaba sus hazañas, y me contó de sus experiencias en la sierra. "Se puede vivir en las montañas de la sierra cazando y pescando animales," comentó Quequén con aires un tanto subidos. "Si quisiera, yo podría sobrevivir días enteros en las montañas comiendo búfalo y pescado." "¿Tú sabes cómo cazar y pescar?" pregunté. "Claro, todo indio sabe de esas cosas. Es un requisito para poder ser indio." "Yo no sabia que había búfalos en la sierra," insistí. "Quizás ya no, pero antes de que vinieran ustedes los blancos, había búfalos por todos lados. En verdad, no era muy difícil cazarlos; dondequiera que tiraras tu lanza estaba un búfalo esperando a ser comido. Es más, era mas difícil fallar el tiro con la lanza que pegarle a por lo menos uno." "No seas mentiroso, a poco no se echaban a correr cuando te veían acercándoteles con una lanza," le acusé. "No, los búfalos son un poco mensos. Son algo así como vacas con barba," me refutó. "Hoy es más difícil cazarlos porque, primero, tienes que encontrarlos, y aparte, los búfalos de hoy ya no son tan estúpidos como los de antes; ya se dieron cuenta que los estaban tratando de matar. Sí yo viviera en la sierra mejor me pondría a pescar que tratar de cazar búfalos." La lógica de Quequén era característicamente irrefutable. "Oye Quequén, de veras sabes pescar?" me atreví a preguntar y someterme a otra de sus elogiosas fantasías. "¿Qué nunca te conté sobre aquélla vez que pesqué un huachinango más grande que yo?" me preguntó el, mientras estiraba los brazos para mostrarme el gran tamaño del tal huachi-quién-sabe-qué. "Tarde varias horas en cansarlo y subirlo al bote, pero valió la pena porque estuvo bien sabroso cuando me lo comí. Lo freí con la grasa de un búfalo..." "¿Te gustaría ir de pesca a la presa con mi abuelo?" lo interrumpí antes de que continuara su historia del tal huachi-no-se-qué; no sabía que diablos era un huachinango pero me supuse que se trataba de un pez. En retrospección, le tengo que dar crédito a Quequén por esforzarse en incluir palabras nuevas y sofisticadas en sus discursos. Estas le ayudaban a confundir al escuchador y le daban mas credibilidad a sus relatos aún cuando el sentido común indicaba que éstos eran mentiras elaboradas. "¿Quién va a ir?" me preguntó. "Chivito, Yen y Chatito McKay (pronunciado: Ma-Kei)," le respondí. Chivito y Yen son primos míos. Sus verdaderos nombres son Víctor y Rubén, pero fueron rebautizados con sus respectivos alias por el ingenio y la crueldad de nuestra infancia. Chivito es una abreviación degenerada de pinchi Víctor, mientras que Yen es el nombre que le puso su hermano menor al no poder pronunciar Rubén. Chatito McKay era mi abuelo paterno. Su nombre en circunstancias normales, es decir, bajo su presencia se le llamaba Don Alberto o Abuelito; no obstante, para mí y para el resto de la prole por siempre sería reconocido por el renombre de Chatito McKay. No recuerdo como se nos ocurrió el apodo Chatito McKay, pero recordando lo irrespetuoso y sinvergüenza que éramos seguramente tenía poco de halagador. No cabe duda que la imaginación e ingratitud no tienen fin cuando se trata de poner mote a nuestros mayores. Sin embargo, todas nuestras ofensas y el desacato no podían ocultar el sincero amor que sentíamos por el viejo. Quequén acabó aceptando mi invitación para ir de pesca e incluso se prestó para preparar una "carnada especial" que, según él, garantizaba atraer a todos los peces de la presa. "Es la misma carnada que utilicé para atrapar al huachinango que te conté," afirmó orgullosamente. "Vas a ver; vamos a atrapar cientos de pescados." Toda esa noche nos desvelamos platicando sobre las aventuras que nos esperaban en la presa. Nuestra imaginación y nuestro inocente optimismo esperaban tener toda una aventura épica. El día del viaje el cielo estaba nublado y se pronosticaba un posible aguacero. Chatito McKay, como verdadero héroe de la chiquillada, no se desanimó. Mi abuelo, mis primos, Quequén y yo nos apretamos dentro de la camioneta con el resto del equipo de acampar y partimos muy temprano rumbo a la presa. El pobre viejo no supo leer las claras señales que pronosticaban no solamente la tromba que nos esperaba sino la catastrófica aventura que terminaría con su solemne promesa de nunca mas llevarnos a pescar, a acampar o cualquier otra actividad que involucrara nuestra presencia. El primer percance que tuvimos fue cuando la "carnada especial" de Quequén se escapó de la pequeña caja en donde venía. "¿Qué diablos es esto?" gruñó mi abuelo cuando varios bichos grandes empezaron a saltar dentro de la camioneta. "¡Hey! ¡Esa es la carnada que preparé!" gritó Quequén. "¿Qué son, Quequén? ¡Parecen cucarachas voladoras!" le grité. "No seas menso," me contestó mientras se armaba un verdadero pandemonio, "son chapulines cubiertos con chocolate. Es la mejor carnada que existe." Mi abuelo paró la camioneta y nos ordenó sacar a los pobres bichos. A pesar del frenético esfuerzo de Quequén por salvar el resto de sus chapulines enchocolatados, tuvimos que sacrificar la gran mayoría de la carnada. Todo esto y ni siquiera estabamos a dos cuadras de la casa; hasta el día, no comprendo como pudo Chatito McKay mantener su paciencia y proseguir con el viaje. Después del fiasco de la "carnada especial", Quequén se mantuvo callado el resto del camino. Mi abuelo, en cambio, balbuceaba frases por el estilo de: "...hazme el favor! a quién se le ocurre cubrir insectos con chocolate?!" y "...estos chamacos ocurrentes!!" Mis primos y yo, sin embargo, apoyábamos silenciosamente al desanimado Quequén. Después del schock inicial de tener una camioneta llena de lo que parecían ser cucarachas voladoras, determinamos que la "carnada especial" no era una mala idea; simplemente, se tuvo que haber tenido un mayor cuidado a la hora de guardar los insectos. Decidimos en ese entonces que en sucesivos viajes de pesca pondríamos los chapulines en la caja de carnada de mi abuelo; allí estarían seguros. Sin embargo, nos abstuvimos de contar nuestros planes futuros a Chatito McKay para no mortificarlo innecesariamente más de lo que estaba. El lector debe entender que mi abuelo era una persona de edad avanzada y que formábamos una pandilla poco usual cuando se juntaba con nosotros. Yo soy de la idea de que uno empieza su segunda infancia en los años dorados. Estoy seguro que el lector va a compartir mi punto de vista cuando digo que entre todos aquellos cuerpos atestados en la vieja camioneta aquel memorable día, no había una sola alma madura y responsable, incluyendo a mi abuelo. Quizás una de las razones por la cual Chatito McKay se relacionaba tanto con la chiquillada era que el estaba pasando por su propia etapa de rebeldía. Quizás estaba empezando a sentir la soledad de su mortalidad y nosotros le ofrecíamos un alivio de los recordatorios de su inminente muerte. Cualesquiera que sea la razón, el abuelo no merece la simpatía o la compasión del lector al percatarse éste de las travesuras y vagancias con que acosábamos al viejo, porque les aseguro que en su propia manera, era tan, si no es que más travieso que nosotros los chamacos. El segundo percance de aquel día cae plenamente bajo la culpa de mi abuelo Chatito McKay. Mi abuelo siempre manejaba fastidiosamente lento. Un viaje que normalmente tardaba media hora se convertía en toda una odisea bajo el mando de Chatito McKay y fácilmente se podía alargar a una o dos horas. Ese día nuestra inquietud y las ganas de llegar a la presa antes del medio día dio origen a una lluvia de comentarios inofensivos. "Mira Quequén, esa mosca nos acaba de rebasar." "Parece que vamos en reversa, verdad?" "Abuelito, me voy a bajar a ir al baño. No, no te detengas, ahorita los alcanzo." El abuelo se limitaba a darnos miradas severas por el espejo retrovisor. Nosotros, creyendo que los comentarios no llegarían a más, continuamos nuestro sarcasmo. Sin embargo, la gota que derramó la paciencia del viejo ocurrió cuando, mientras subíamos una inclinada pendiente en el camino, pasamos una carreta tirada por un caballo decrépito. Cual no sería nuestro júbilo cuando por fin logramos rebasar un vehículo. "Por fin pasamos a alguien!" "Por lo menos ya no somos los últimos, Abuelito." Sin embargo, el éxito tuvo corta vida porque después de pasar la cima y empezar el descenso, la carreta y la bestia veterana nos pasaron por el carril izquierdo! No se hicieron esperar los comentarios obligatorios. "¡Mira! ¡Nos pasó el viejito con su caballo moribundo!" "Si, lo que pasa es que el tiene un caballo de fuerza; nosotros apenas completamos medio h.p." "¿Te fijaste que el caballo estaba sonriendo cuando nos pasó?" "Te apuesto a que llega a la presa media hora antes que nosotros." En eso, Chatito McKay empezó a acelerar la camioneta. Rebasamos al carruaje y aún seguía acelerando el abuelo. Estabamos tan sorprendidos que ni palabra dijimos. Ya cuando menos supimos estábamos volando a más de cien kilómetros por hora. Por fín, quebramos el silencio. "AAAAAAAAAAHHHHHHHHH!!!!!!" gritamos en unísono. No estoy seguro pero creo que para ese entonces también estaba gritando Chatito McKay. No dudo que estaba tan sorprendido ante su desquiciada reacción como nosotros. Yo diría que nuestro miedo llegó a su clímax el momento en que la camioneta literalmente pegó y voló sobre el bache en el camino. No hay manera de describir lo que se siente rebotar sobre un bache manejando a más de ciento veinte kilómetros por hora, pero las palabras de Chivito son una buena aproximación. "¡¡¡Cuidado, Chatito McKaaaaay!!!" El estado de pánico le hizo olvidar que llamarle al Abuelo bajo su degradante apodo era uno de aquellos pecados mortales que Moisés había olvidado bajar del Monte Sinaí. Afortunadamente, el abuelo también estaba en el mismo estado de pánico y, consecuentemente, no se dio cuenta del insulto. Basta con decir que la vieja camioneta nunca se recuperó del todo después de aquel golpe. Los gemidos, zurridos y sacudidas violentas del mueble casi ahogaban las maldiciones, insultos y demás que provenían de Chatito McKay. A los trece años yo ya tenía un amplio vocabulario de groserías e insultos, sin embargo, varios de los comentarios y palabrotas del abuelo fueron completamente nuevas para nosotros. No solo llegó a la presa enfadado el viejo, sino a parte, se alargó el viaje más de lo usual. Según parece, Chatito McKay se traumo con el fregazo a tal grado que sí hacemos una analogía y comparamos su velocidad de manejo antes y después del trancazo, podremos observar que mientras antes manejaba como una tortuga, ahora se comparaba con un piojo caminando sobre dicha tortuga. Una de las más grandes cualidades que puede tener una persona es la capacidad de perdonar y olvidar. No sé si el viejo realmente era tan magnánimo como aparentaba o que simplemente una posible senilidad prematura le ayudaba a olvidar rápidamente nuestros tropiezos de carácter moral, pero al bajar de la camioneta el cariñoso abuelo ya tenía una sonrisa en su faz. La niñez también padece de la misma magnanimidad o senilitud porque nosotros también nos bajamos sonriendo. Las sonrisas no iban a durar mucho. La presa era inmensa y sus aguas, un tanto turbias y oscuras, prometían un sinnúmero de aventuras. Cargamos con el equipo de pesca y proseguimos hacia la orilla del agua donde varias familias ya estaban acampadas. Había unas personas jugando al volleyball y otros cuantos jóvenes estaban tratando de presumir a sus parejas chapoteando en el agua helada. La mayoría de las personas, sin embargo, formaban una gran masa humana embarrada en la "playa" tomando el sol. Observé que, con excepción de unos niños que pescaban con viejas latas de cerveza, nadie estaba pescando; tendríamos todos los peces de la presa para nosotros. "Oye, Abuelito, por qué no rentamos uno de aquellos botes?" le preguntó Yen a Chatito McKay mientras apuntaba a unas lanchas atadas a un pequeño muelle. "Quizás atrapemos más pescados en el centro del lago." Una vez más el viejo se hizo héroe de la chiquillada al acceder rentar un bote. No obstante, al acercarnos al muelle aquéllas cosas que asemejaban ser embarcaciones firmes y seguras mostraron ser grupos de tablas unidas y soportadas por fuerzas desconocidas; bien pudimos haber pescado en los charcos de agua que yacían en el piso de aquéllos botes. Obviamente, el abuelo trató de retractar su previo consentimiento de rentar una de estas embarcaciones. Su esfuerzo fue demasiado lento; antes de guardar su cartera en el bolsillo, cayó víctima de nuestras patéticas súplicas. Para un adulto esas balsas representaban riesgos potenciales, pero para un chamaco encarnaban el anhelo por una aventura. Incrementamos el volumen e intensidad de nuestras insistencias. Justo cuando el abuelo perdía la paciencia y empezaba a enojarse, nuestros desesperados sollozos llamaron la atención de un viejo panzón que justamente salía de una choza al lado del muelle. Nos miró a nosotros y después a mi abuelo. Su mirada lo decía todo, "...ésta prole consentida se merece una buena paliza." Definitivamente la sangre es más gruesa que el agua*****; Chatito McKay desvío su enojo hacia aquella mirada que sugería que sus nietos estaban mal criados. "Queremos rentar un bote, por favor," le dijo secamente mi abuelo a nuestro agresor, "y también cuatro chalecos salvavidas para los niños." Yo era demasiado chico para entender exactamente el significado de las miradas que intercambiaron aquel extraño y mi abuelo, pero claramente mi abuelo le estaba dando a entender que, mimados o no, nadie despreciaba a sus nietos. Bajo diferentes circunstancias, Chatito McKay hubiera prohibido sin reserva que cualquiera de nosotros siquiera pisara dentro de aquellas embarcaciones. Sin embargo, aquel hombre había tenido la audacia de mirarnos con desprecio, y aún más, había sugerido que era necesario que se nos disciplinara. Para mi Abuelito, el acto de rentar la lancha se convirtió en una cuestión de apoyo y amor por su prole. La prole, por su parte, gritaba desenfrenadamente con la emoción de poder navegar un bote. El nombre del bote que escogimos era "PEQUOD", y aunque era el más grande y seguro, era demasiado pequeño para la tripulación y su equipo. Tratamos de balancearnos lo mejor posible; el abuelo y toda su corpulencia estaba sentado en la popa mientras que la chiquillada ocupaba la proa; el equipo estaba en medio. Todavía ni quitábamos la soga que nos sujetaba al embarcadero cuando se escuchó el primer grito. "¡Yo remo primero!" "¡No, a mi se me ocurrió la idea de rentar una lancha! ¡Yo remo primero!" Una vez más se armaba el pandemonio mientras peleábamos por los remos. El hombre de los botes y mi abuelo otra vez cruzaron miradas. Esta vez leves sonrisas pintaban en sus caras. Se encogieron los hombros y menearon la cabeza. Estoy seguro que la expresión del abuelo decía, "Quizás tenga usted razón después de todo." "¡Silencio!" grito mi abuelo. "¡Yo voy a remar este bote!" Nos arrebató los remos y empezó a remar. Así fue como comenzó el tercer y último percance de nuestro viaje. Para ese entonces unas nubes negras y ominosas se acercaban por el horizonte y el viento empezaba a soplar. Chatito McKay, no muy afamado por su condición física, no tardó mucho en cansarse y delegar la responsabilidad de remar a uno de los chamacos. No obstante, nosotros tampoco tardamos en darnos cuenta que remar no era tan divertido como pensamos originalmente. "Te toca remar, Chivito; yo ya me cansé." "¡Ni madre! tu ni siquiera llevas remando cinco minutos. Además, a mi ya me salieron ampollas." "¿Oye Abuelito, te gustaría remar?" La pequeña embarcación se acercó a la mitad del lago guiada no tanto por nuestra destreza náutica sino por las persistentes olas y el viento que cada momento recogía más fuerza. Empezamos a pescar. Los desgraciados peces rehusaban plenamente nuestras ofrendas de moscas artificiales y un que otro "chapulín a la chocolate". Se escuchó una variedad de coloridos comentarios que más o menos se resumían con la frase : "...pinchis peces..." "El viento nos está empujando hacia el otro extremo," nos dijo Chatito McKay. "Empiecen a remar hacia la orilla para no alejarnos tanto." El resto seguimos pescando mientras Quequén y Yen tomaban los remos para mudarnos de posición. Los peces, infelices y desgraciados, seguían indiferentes a nuestros desesperados intentos de atraparlos. Obviamente que los comentarios escalaron de tono e intensidad para difamar y maldecir a toda especie marítima incluyendo a los crustáceos, cetáceos, anfibios, pero especialmente, a los peces. Creo que hasta el abuelo estaba participando en el agravio de la vida marina, incluyendo un que otro comentario sobre la estupidez de los peces. Al acercarnos a la orilla notamos que una gran parte de la muchedumbre se había desprendido de la "playa" y empezaba a empacar para irse a casa. También nos dimos cuenta que los niños que pescaban con los botes de cerveza estaban sacando pescados del lago como si fuera nada. El pequeño montón de pescados a su lado había crecido considerablemente. "Hey!" les gritó Quequén, "que están utilizando de carnada?" Los niños nos gritaron algo que sonó sospechosamente a "...queso podrido..." "Cuántos han pescado ustedes?" nos preguntaron aquéllos expertos. Antes de tener que contar una mentira o, aún peor, tener que decirles la triste verdad, nos hicimos los mensos y apresuradamente volteamos el bote para dirigirnos de nuevo a la mitad de la presa. Mientras remábamos avergonzadamente, el dueño de los botes corría a lo largo del muelle agitando frenéticamente sus brazos. Apuntaba hacia el cielo y luego hacia nosotros. "¿Qué está diciendo, Abuelito?" pregunté. "Suena como si estuviera gritando 'cuidado con el nuevo día'" me contestó. "¿Qué no esta diciendo 'cuidado con Moby Dick'?" comentó Quequén. "¡No, hombre! Moby Dick es una ballena. ¿Como puede haber una ballena en la presa?" intervino Yen. "Yo oí que dijo algo de una tormenta. ¿Se fijaron que estaba apuntando hacía aquellas nubes?" se levantó Chivito mientras que señalaba unos nubarrones negros que cubrían casi la cuarta parte del cielo. "¡Siéntate, Chivito! No vayas a ladear el bote," le gritó Yen mientras lo jalaba de la camisa. "Además, el viento esta soplando de lado a lado. Aquellas nubes ni siquiera vienen para acá." Demasiado preocupados y desesperados por atrapar pescados, hicimos caso omiso de los gritos y ademanes del viejo en el muelle. Cuando llegamos una vez más a la mitad de la presa, recobramos el ánimo y empezamos a pescar, de nuevo inspirados por nuestro eterno optimismo. El viento aumentaba su aullido y las olas jugaban con nuestra embarcación, pero permanecimos firmes a nuestra resolución de atrapar por lo menos un pescado. Justo cuando el abuelo estaba por rajarse y sugerir nuestro regreso a casa, Chivito pescó algo. "¡Atrapé algo! ¡Atrapé algo!" gritaba Chivito, mientras exageraba sus esfuerzos por atraer a su presa. Todos nos inclinamos sobre el lado del bote para observar este gran acontecimiento. La lancha se hubiera volcado de seguro si Quequén no hubiese atrapado algo por el otro lado en ese mismo instante. "¡Yo también atrapé uno!" gritó. Por tercer y última vez aquel día, se armó un relajo. Esta vez Chatito McKay se incorporó a nuestro festejo. En nuestra alegría olvidamos cuidar de los remos, y entre la combinación de nuestra celebración y las persistentes olas, el bote empezó a divagar. Nadie se dio cuenta de una forma blanca que se asomaba entre las olas y la velocidad con que nos acercábamos hacia ella. El tremendo choque contra el peñasco protuberante nos arrojó a la mitad de la tripulación al agua. La otra mitad se hundió con los restos del "Pequod". No sería una exageración decir que el bote no se hundió sino más bien se desintegró. Las viejas tablas perdieron toda adherencia y el bote se deshizo con un glorioso estruendo. El contacto con el agua fría nos hizo olvidar por completo nuestras cañas de pesca, incluyendo a los respectivos pescados atrapados en sus extremos. Yo logré aferrarme a unas cuantas tablas que anteriormente formaban parte de la lancha. Este es el final de mi historia; solo quedo yo para contarla, no porque soy el único sobreviviente sino porque soy el único con suficiente valor y que no le da vergüenza narrarla. El lector seguramente se pregunta sobre el resultado de nuestro naufragio y el destino de su tripulación. La verdad es que el final de este cuento ocurrió sin mayores incidentes. El final, como el de muchos otros cuentos, es plenamente predecible y un poco decepcionante. Logramos salvarnos de los fauces de "Moby Dick". El señor de los botes, cuyo nombre descubrimos era Abraham, nos rescató de la pequeña isla llamada "Moby Dick". Nos encontró empapados y asustados pero ilesos, trepados sobre el peñasco blanco. El y mi abuelo tuvieron una larga charla y llegaron a un acuerdo económico por la compensación de la pérdida del "Pequod"; con el tiempo se convirtieron en buenos amigos. Aquel día perdimos mucho de nuestro equipo y mucho de nuestro eterno optimismo, pero la promesa hecha por mi abuelo de nunca más sacarnos a acampar nunca la cumplió. Seguimos teniendo excursiones de pesca y un que otro viaje a la sierra. Nunca logramos pescar algo sustancial ni cazar los búfalos de los que tanto platicaba Quequén; sin embargo, lo primordial de la pesca o de la caza no es el de atrapar algo sino el mismo acto de pelear contra chapulines violentos y ballenas salvajes. En una de las tantas excursiones perdimos la infancia y encontramos la adolescencia, y consecuentemente, la madurez. Ya no somos la prole consentida. Chivito y Yen ya están casados y tienen hijos. Los veo ocasionalmente; nuestras vidas han tomado diferentes rumbos y ya no tenemos muchas cosas en común. Quequén es todo un adulto, respetado y apreciado por la comunidad indígena. Se ha convertido en un excelente orador; no dudo que tenga un futuro bastante prometedor dentro de la política. Sus discursos ya no tienen la misma variedad de exageraciones, mentiras y vulgaridades con que pintaba sus conversaciones. Ahora habla de temas serios e importantes y su soberbia porte en conjunto con su gran altura refleja poco al pequeño parlanchín que tanto recuerdo. No obstante, de vez en cuando me topo con él y entramos en plática. El no me engaña ni un instante; todavía puedo ver la picardía en su sonrisa y rastros de mi pequeño gran amigo de infancia en sus ojos. No le recuerdo de sus travesuras, como la de su ya famosa "carnada especial", pero estoy seguro que si lo hago, recitaría uno de sus viejos y elogiosos soliloquios. Chatito McKay falleció hace 7 años. Lloramos el día en que murió, pero hubo muchos buenos recuerdos que nos consolaron. Tengo unos cuantos arrepentimientos en mi vida pero el no haber pasado tiempo con mi abuelo no es uno de ellos; la chiquillada aprovechó de su abuelo. Debemos sacarle jugo a las personas; uno debe enojarlas con "bichos enchocolatados", cansarlas remando lanchas en medio de tormentas, sacarlas de quicio con comentarios "inofensivos", molestarlas con ocurrencias infantiles y amarlas. Sobre todo hay que amarlas. Nunca le dijimos a Chatito McKay que lo amábamos o que lo estimábamos, y eso es una lástima; sin embargo, yo creo que la amistad entre un abuelo y su nieto permite aceptar una travesura como la de "los insectos enchocolatados" y comentarios como "Mira! Nos pasó el viejito con su caballo moribundo!" como sustituto de la frase que representan: "Te quiero mucho, Chatito McKay..." |
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