Otro juego también nuestro.
(Fragmento extraído de "La cabeza de Goliat" (1940) de Ezequiel Martínez Estrada)
Uno de los espectáculos más nobles y grandiosos de los que se han celebrado en Buenos Aires, ha sido el Torneo de las Naciones. Concurrieron a él representantes de casi todos los
países del mundo. El teatro Politeama, donde otrora descollaron las figuras máximas del arte lírico, se pobló de hombres y mujeres descollantes en un arte no menos insigne, en una competencia única en el mundo por el número y la calidad de los participantes.
Numerosos letreros indicaban al público la consigna del silencio. Muchedumbres apiñadas frente a los tableros o andando, en los palcos, galerías, pasillos y halls seguían el desarrollo de las partidas, procurando no molestar con sus movimientos ni con su presencia
la atención concentrada de los jugadores.
En las mesillas, junto a los relojes alternativos, caras y nombres célebres pugnaban en actitudes de supremo esfuerzo mental, apenas interrumpido para descansar, examinando con la mirada imprecisa y el espíritu enclavado en su juego, otros tableros.
Aunque Buenos Aires haya recibido comitivas de huéspedes eminentes, de verdad nunca hospedó a tantos de los pueden ser designados con el calificativo de excelentísimos entre sus semejantes. En esas noches del certamen, la cantidad de energía mental puesta en acción por aquellos hombres y mujeres silenciosos y quietos, equivalía sin ninguna duda a la que por su calidad y pureza gastaba en igual tiempo el resto del mundo. Razas, nacionalidades, idiomas, religiones y credos distintos se coordinaban en una labor unidad e inteligencia. El mismo anhelo, la misma fe, la misma sustancia y forma eran vivificados por esos artistas de un saber trascendental y fútil. Ahí estaban también nuestros ajedrecistas.
Acaso ningún país tenga veinte jugadores que puedan competir con los nuestros. Aparte de los grandes maestros, que constituyen siempre excepciones individuales, nuestro medio ajedrecístico es de alta calidad y, sin disputa, lo que representa la óptima excelencia de nuestro pensamiento. No tenemos filósofos, ni escritores, ni hombres de ciencia, ni artistas que puedan ser considerados en paridad con los de otros países, y los discursos de incorporación a las Academias marcan la mísera inferioridad de los talentos escogidos; pero tenemos ajedrecistas que se pueden medir sin desmedro con los mejores del mundo en un certamen por equipos de diez jugadores. Es el más estupendo contrasentido de nuestra cultura, caracterizada por la aparición cerradamente individual y solitaria del genio, el florecimiento de un grupo homogéneo de representantes de la inteligencia pura, como sólo se da en los estados maduros y homogeneizados del saber.
Atribuyo esta excelencia a que el ajedrecista es un autodidacto que sólo aprovecha como enseñanza su experiencia personal del tablero, exento hasta hoy de los influjos deletéreos de la política, realizando el estudio del juego conforme a sus aptitudes naturales. Sería inane suponer que baste ser un pueblo de jugadores, en el sentido que Azara empleó el calificativo, para explicar la aparición de esos veinte grandes hombres que representan la inteligencia en un arte tan difícil. Más bien creo que se trata de personas no contaminadas por la enseñanza oficial, y que han podido llevar a feliz sazón aquellas aptitudes geniales innatas.Me atrevo a decir que naturalmente somos un pueblo de gran inteligencia; pero le damos a la inteligencia un valor casi mercantil y que tenemos una opinión muy docente de lo que se puede obtener de ella; que miramos con tanto afán el lucro que puede darnos el saber; que despreciamos tanto la poesía, el arte y la ciencia grandes y desinteresados, que florecen fuera de las aulas los despachos; que nos rodea un medio tradicional tan apegado a los títulos y a las investiduras, que aún los talentos auténticos concluyen por marearse y convertirse en instrumentos de hacer fortuna, acumular puestos y diplomas o enhestarse de respetabilidad fiscal.
Nuestros ajedrecistas: he ahí los representantes del alma argentina vivaz profunda, empeñosa, corajuda, atraída por la belleza, la razón y la justicia, desarrollada conforme a sus ínsitas posibilidades y no mutiladas por los prejuicios y los ideales erróneos.
A muchos de estos ajedrecistas se les podría considerar como hombres ejemplares si supiésemos distinguir entre un ser humano culto y un ser humado cultivado. En su mayoría, ellos abandonaron sus estudios o los interrumpieron mucho tiempo durante el proceso de su afinación espiritual.Otros son ingenieros, médicos, abogados, profesores en ciencias y letras, sin que en sus profesiones signifiquen ni remotamente lo que en ajedrez.No puede dudarse de que se trata de inteligencias excepcionales, pero aplicados al saber oficial no pasan de hombres mediocres, poco más o menos iguales a sus maestros, discípulos y camaradas. En el ajedrez son grandes, medidos con los de cualquier país.
Sólo quien puede apreciar los nombres de Morphy, Anderssen, Pillsbury, Steinitz, Charousek, Lasker, Schlechter, Capablanca, Reti, Alekhine, Botvinnik, Keres puede ver la grandeza de la inteligencia que se conserva pura y se manifiesta como el atleta y el virtuoso en lo que puede dar de sí, libre, sin atarse a la noria ni servir planes ajenos. Esos grandes hombres son grandes en un orden de valores que no caducan ni fenecen, por emcima de la moda y de las conveniencias subalternas. Pensadores y artistas que no han hecho nada que tenga aplicación a la industria, al comercio, a la agricultura ni a la sumisión de los hombres, quedan sus obras y sus vidas, generalmente dignas de respeto y veneración ; se los recuerda como seres que han levantado según sus temperamentos y dotes naturales el índice de una clase del saber que a lo largo de los siglos se ha ido afinando, profundizando y embelleciendo sin que nadie pensara nunca que habría de señalar sobre la tierra la huella de su progreso ni servir al hombre para sus luchas, ambiciones y miserias. Pero nadie los puede negar, como no se niega la razón de existir de los pájaros, las flores y todo lo que vive en virtud de leyes supremas de la naturaleza.
Tampoco podemos nosotros negar a nuestros grandes artistas y pensadores por el hecho de que no trabajen en la dirección utilitaria de la casi totalidad de nuestras energías intelectuales y materiales.Heréticos de la inclinación sectaria general, ellos representan entre nosotros lo mejor de nosotros mismos, lo que somos y nos da vergüenza ser, lo que podríamos realizar de noble y grandioso y nos parece impropio de nuestra dignidad a la española. Como nos parece impropio cantar, hacer versos y meditar con toda la verdad sin esperar la recompensa de los pedagogos y los políticos.
Cuando Damián Reca llegó al Círculo de Ajedrez, había ya muchas figuras preclaras, artistas consagrados: Rolando Illa, Valentín Fernández Coria, Benito Villegas, Julio A. Lynch y, como un efebo portador de brillantes destinos, Roberto Grau.
De 1918 a 1920 se realiza entre nosotros un movimiento de superación sobre bases firmes y nuevas. Palau, De Witt, Guerra Boneo, Belgrano Rawson y poco después Nogués Acuña, Maderna, Guimard , Bolbochán, Piazzini y Pleci traen con la juventud y el entusiasmo una conciencia más escrupulosa y una exigencia más imperativa de estudio a fondo del juego, de analizar, de formarse un estilo propio. Entonces los viejos maestros que habrían alcanzado su cenit dentro de un tipo de juego casi exclusivamente intuitivo, pragmático y personal, pasan a segundo término, y estos muchachos avanzan resueltamente mucho más lejos que los maestros. Al final de unos y al comienzo de otros, se tenía la penosa impresión de la decadencia y el agotamiento cuando se trataba de nuevos valores frente a otros. Puede decirse que así como el Club Argentino representó la época clásica de nuestro ajedrez, el Círculo congregó a los románticos e hipermodernos.
La llegada de Reca al Círculo desde La Plata señala esta segunda época. El trajo una exigencia nueva. Sin alcanzar entonces el juego de Grau y Palau, Reca era considerado como un maestro. Sus comentarios despertaban un interés particular y se sabía que muy pronto adquiriría la seguridad y la elegancia de sus mejores tiempos. Con su tenue rojez de cardíaco que daba a su rostro de ángulos góticos una dura bondad de doncella inaccesible, apoyado en un codo y fumando sin tregua, daba la impresión de una magistral seriedad y de un aplomo de veterano. Si alguna palabra puede sintetizar su influencia y su estilo, sería ésta: dignidad.
Roberto Grau se distinguía sobre todo por dotes innatas para la combinación en el medio juego, la claridad mental con que planteaba las aperturas y remataba los finales. Poco caso hacía de los libros y nunca se sabía si los grandes maestros le importaban mucho. Se hubiera dicho que era capaz de inventar él el ajedrez de no haber llegado ya a su grado culminante. Delgado, vivaz y de un carácter puede decirse que cautivó al Círculo con su entusiasmo de adolescente genial. Más tarde agregó a sus dotes naturales la sabiduría del analista, y entonces apareció el segundo Grau, el actual, semejante a un filológo agobiado de libros y de autoridades. Erudito, técnico, aplicando sus conocimientos tanto como su talento, surgió de sí mismo como el hombre maduro del muchacho, distinto a como todos esperaban. Se le recuerda en sus bellos días de inquietud diabólica, al que sólo retenía como subyugado por una fuerza superior a la suya, alguna posición compleja que le exigía dos torturas juntas: estar serio y estar quieto.
Luis Palau emanaba un don de simpatía cordial y sin reservas. Poseía ya esa virtud musical de ejecutante eximio del silbo, con que modulaba "staccati" de flauta mágica al tiempo que se acompañaba con toda una orquesta de codos , muñecas y yemas de dedos. Practicaba un ajedrez filarmónico. La afinación precisa de su flautín labial coincidía con la exactitud de las jugadas, y hasta para mover las piezas y capturarlas obedecía a ese ritmo que le brotaba de todo el cuerpo. En Estocolmo batió a jugadores de fama internacional. Fuera de los días solemnes, jamás se sabía cuándo estaba serio y cuándo con el diablo del buen humor, pues su rostro resultaba de un acuerdo cabal entre ambos estados de ánimo, y ni en las posiciones más tensas se estaba nunca seguro de si iba a dar un jaque mate o una serenata.
Valentín Fernández Coria era de los hombres grandes a quienes mirábamos con respeto. Hace veinte años que viene rejuveneciéndose sin duda que por algún método con clave. Fernández Coria era para mí una especie de mito, allá por el año 1912. Cuando vino Capablanca al país por primera vez, después de su triunfo en San Sebastián, en los diarios se publicaron algunas partidas de las que jugaron. Pero el secreto de mi especial respeto hacia él se debía a la circunstancia de haber descubierto, por decirlo así, el código de la connotación de las partidas, reproduciendo precisamente ésa con Capablanca pues con mi tablero y sin contrincante, allá por las tierras del sur, me encontré de pronto con que los signos de la partida se me habían revelado por arte de magia y que me era posible, desde ese instante, reproducirlas. Cuando lo vi por primera vez, tuve la impresión de que le debía yo grandes y bellas horas de emoción. Aun todavía quedan asociados en mí su nombre y el ajedrez escrito, como el de un maestro que me hubiese enseñado a descifrar una incógnita de la naturaleza. Usaba ya sus gafas de cristal superlativo que tan bien sentaban a su rostro y al papel de numen que yo le atribuía. En su exquisita amabilidad y en su minucioso cuidado de la precisión en todo lo que relaciona con la palabra y el gesto, conserva su prestigo de gentleman para quien el decoro forma parte de un buen estilo ajedrecístico.
Hugo Maderna llegó al ajedrez mucho más tarde, allá por la época del match Capablaca-Alekhine, cuando era campeón de La Plata y estudiante del Colegio Nacional. Tímido entonces y como buscando siempre un pedazo del espacio donde pasar inadvertido, supe al cabo de un año de trato asiduo que era un gran maestro a quien debía yo respeto de discípulo. Creció en todo sentido más pronto y más arriba de lo que él mismo esperaría, sin perder aquella cualidad juvenil que conserva inmarcesible el talento con soltura, como si todavía le tuvieran que pedir cuentas de su uso. El juego de Maderna tiene una sencilla solidez de muchacho huesudo que parece no emplear de su fuerza sino la cantidad indispensable para vencer. Y para quien, por supuesto, la timidez no es más que una cierta vergüenza de tener tanta fuerza a su disposición.
Con Carlos Guimard hablé dos veces y resultó que desde mucho tiempo antes éramos amigos. Si lo hubiera encontrado en la calle sin haber visto jamás su retrato lo habría reconocido. Hay entre su estilo de juego y su persona una concordancia fundamental. En él juega la inteligencia y la intuición primaria, lo que va directamente del principio al fin y lo que se demora voluptuosamente en lo complejo, igual función.Una especie de arabescos llenos de malicia, de disgregaciones ladinas, sin perder el rumbo ni dejarse atrapar, sin que lo atemoricen los eventos de la marcha. En la inflexión meliflua de su voz y en la mirada que se cansa pronto de estar quieta, hay la persistente búsqueda de un descuido para asegurar cualquier pequeña ventaja definitiva. Cualquier pequeño desliz o error, y estamos perdidos. Algunas de sus partidas parecen concebidas por el procedimiento que produce la hipnosis: son obras maestras de fascinación, donde la fuerza destructora no siempre se ve llegar de frente sino que resulta mortífera en razón de palabras y de miradas y de una especie de pases magnéticos que al fin y al cabo causan la muerte , pero en tal forma que casi se tiene la obligación de agradecérsele. La rareza de su estilo de juego se basa regularmente en complicadas maniobras estratégicas de largo alcance, donde un plan comprende a menudo otros planes concéntricos o subsidiarios que es muy difícil prevenir y evitar , porque con movimientos tan dulces y delicados dan ganas de experimentar cómo diablos se puede ver uno de espaldas en el suelo.
También he tratado muy poco a Alejandro Nogués Acuña, de quien dijo Fernández Coria que, grande como es, parece un chico que termina de hacer una travesura. La inteligencia de este mestro me ha parecido brillante y muy superior al usufructo que se resigna a sacar de ella. Se diría que más bien que un don personal es una suerte de patrimonio familiar, por la desenvoltura con que la emplea hasta allí donde otros suelen hacer economías. Está seguro de que, por mucho que gaste, de alguna parte ha de venir más. Tengo entendido que de todos nuestros ajedrecistas es el que razona con lógica más clara, el menos metafísico y retórico. El también es así. Efectivamente, desde el primer momento Nogués Acuña nos advierte de que no cree en una cantidad de convencionalismos de valor circulante. El talento como la fortuna, le parece un bien y no un mérito , porque se es inteligente con el mismo carácter fatídico de ser miope o reumático.Por esa negación a priori de valores convencionales , aparece despreocupado por las fórmulas y, en verdad , travieso.Me atrevo a suponer que si se le dijera que en determinado momento ha encontrado alguna jugada sutil y que llevará su nombre esa variante, se negaría a ello contestando que el mérito es la posición de las piezas y que no vale la pena hacer cuestión de nombres cuando se hace cuestión de ajedrez.
Estos nombres y otros a quienes no conozco sino de haberlos observado y reproducido sus partidas, unen a sus altas cualidades intelectuales otras plausibles de carácter y conducta. La vida es dura para algunos, como artistas que son y de arte que únicamente estiman los iniciados, fuera de la bolsa de los títulos, las acciones, los productores, las mercaderías y las divisas. En ellos hay un caudal de dignidad y rectitud que por encima de las minúsculas rivalidades transitorias los une en la sagrada comunidad de una vocación pura que para conservarse en forma requiere, como de los atletas, el ejercicio de la buena conducta.
Ezequiel Martinez Estrada (1895- 1964). Poeta argentino, autor de las composiciones "Oro y Piedra", "Argentina", "Humoresca" y del ensayo histórico- social "Radiografia de la Pampa". Por el fragmento que se puede leer aqui, se deduce que entendía muy bien al ajedrecista argentino.