Dos Sínodos para Europa

1. Cuando, en 1991, se celebró la 1 Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, nuestro con­tinente hallábase en situación de unidad recuperado. Desde hacía poco habíase iniciado un momento de gran liberación ‑una especie de salida de las catacum­bas o de «paso del mar Rojo»‑ para mu­chos pueblos europeos.

Había gran esperanza. Como subraya­ba Juan Pablo II, «un sentimiento común parece destacarse hoy en día en la gran familia humana. Todos se preguntan qué futuro se impone construir en la paz y en la solidaridad. [...] Se han derrumba­do los muros. Se han abierto las fronte­ra s. [ ... ] se ha hundido un mesianismo terreno y la sed de una nueva justicia brota en el mundo. Se ha levantado una gran esperanza de libertad, de responsa­bilidad, de solidaridad, de espiritualidad. Todos desean una nueva civilización ple­namente humana, en esta hora privile­giada que vivimos» (1). El momento re­sultaba «propicio para juntar las piedras de los muros abatidos y construir juntos la casa común» (2).

Al mismo tiempo, se hacía además necesario y urgente plantearse el senti­do de la libertad recobrada: por tanto, la cuestión fundamental ‑como tam­bién se desprende del tema del Sínodo: «Ut testes simus Christi qui nos libera­vit»‑ concernía a la concepción autén­tica de la libertad que la Iglesia, junto con todas las Iglesias cristianas, está llamada a atestiguar, anunciar, edificar, con la conciencia lúcida de que dicha libertad no puede ser otra que la que Cristo nos conquistó, y que, por consi­guiente, la respuesta propia de la Igle­sia debe ser la de una «nueva evangeli­zación».

Nacido de la conciencia de que Europa se hallaba en un momento his­tórico especial, portador de gracia y novedad y, al mismo tiempo, de llama­mientos de Dios, el Sínodo se reveló en aquel contexto como momento singu­lar y privilegiado de encuentro entre obispos y de experiencia de la catolici­dad de la Iglesia, para reflexionar de manera más atenta sobre el alcance histórico de la hora que caracterizaba a Europa y a la Iglesia, y ello escudriñan­do los signos de los tiempos y sacando las conclusiones oportunas sobre el ca­mino que había que recorrer con vistas a la evangelización en el tercer mile­nio, mediante un intercambio recíproco de dones.

El camino que había que recorrer sur­gió con lucidez indiscutible: tratábase de «ofrecer nuevamente a los hombres y a las mujeres de Europa el mensaje libe­rador del Evangelio» (3). No había, en efecto, otra tarea que desempeñar por parte de la Iglesia que la de la «nueva evangelización», pues sólo Jesucristo es el libertador auténtico del hombre, só­lo él podía dar la dirección correcta a aquella situación de libertad en que Europa se encontraba.

2. Hoy, en cambio, ocho años des­pués, Europa se halla en una si­tuación que podríamos definir como unidad amenazado. «¿No será que tras la caída de un muro, el muro visible, se haya descubierto otro, el invisible, que sigue dividiendo nuestro continente, el muro que atraviesa los corazones de los hombres? Se trata de un muro hecho de miedo y de agresividad, de falta de com­prensión hacia los hombres de distinto origen, de distinto color de piel, de dis­tintas convicciones religiosas; es el muro del egoísmo político y económico, de la debilitación de la sensibilidad al valor de la vida humana y a la dignidad de todo hombre. Hasta los indudables éxitos del último período en campo económico, político y social no disimulan la existen­cia de dicho muro. Su sombra se extien­de por toda Europa. La meta de una auténtica unidad del continente europeo está aún lejana» (4).

Muchos habían creído que los acon­tecimientos extraordinarios de 1989 cambiarían radicalmente la historia, y que Europa no conocería más aquellos dramas y divisiones que, sin embargo, han afectado a su territorio y a sus pue­blos en estos últimos años. Ya en víspe­ras del tercer milenio, nuestro continen­te ‑aun estando en plena posesión de inmensos signos de fe y testimonio y en el marco de una convivencia indudable­mente más libre y unida‑ siente todo el desgaste que la historia antigua y re­ciente que ha producido en las fibras más profundas de sus pueblos, generan­do con frecuencia desilusión. Grande es pues el peligro de que desmaye la espe­ranza. El interrogante de hoy se centra en la posibilidad de recobrar la esperan­za perdida, y ello no de forma superficial y pasajera, sino de manera honda, sólida y duradera.

El reto, una vez más, consiste en re­gresar al Evangelio. En la convicción de que «no habrá unidad de Europa mientras ésta no se funde en la unidad del espíritu. Este fundamento pro­fundísimo de la unidad fue llevado a Europa y consolidado a lo largo de los siglos por el cristianismo con su Evan­gelio, con su comprensión del hombre, y con su contribución al desarrollo de la historia de los pueblos y de las na­ciones» (5). Si ésta es la enseñanza del pasado, hoy también resulta cierto que «el muro que se levanta hoy en los co­razones, el muro que divide Europa, no será derribado si no se regresa al Evangelio» (6).

3. En este contexto se sitúa la II Asamblea especial para Euro­pa del Sínodo de los Obispos, anunciada por Juan Pablo II en Berlín, y que forma parte de la serie de Sínodos de ámbito continental que se han ido celebrando en estos años de preparación al gran Ju­bileo del año 2000 (7). Sus objetivos fundamentales ‑que habrá que alcanzar recuperando y desarrollando las conclu­siones del Sínodo anterior, comprobando lo realizado en estos años, llevando a cabo una atenta labor de discernimiento y prosiguiendo el valioso compromiso de un intercambio recíproco de dones­ consisten en analizar la situación de la Iglesia en Europa con vistas al Jubileo; aportar contribuciones e indicaciones para que las fuerzas espirituales del continente puedan desplegarse en todas direcciones; fomentar y promover un nuevo anuncio del Evangelio, creando con ello los presupuestos para un autén­tico renacimiento religioso, social y eco­nómico (8).

El Sínodo procurará, por encima de todo, confesar que «Jesucristo vivo en su Iglesia es fuente de esperanza para Europa». Pretenderá proclamar esta «es­peranza contra toda esperanza». Y habrá de hacerlo a través de una lectura aten­ta y sapiencial del tiempo presente, para descubrir en él las «señales» y las «semi­llas» de esperanza que, pese a todo, no faltan. Y habrá de hacerlo, sobre todo, renovando la esperanza propia de una Iglesia que cree.

Se trata de «esperanza teologal» auténtica. No consiste en el optimismo de quien prevé salir honroso y lograr re­alizar su propósito. Tampoco es la mera confianza en la bondad de la causa europea, bondad que sin embargo no deja de ejercer su capacidad de influen­cia positiva y estimulante. Es una espe­ranza que sabe asumir también el peli­gro del fracaso y el cansancio. Pero, de forma más radical, es esperanza fundada en Dios: es virtud teologal auténtica, que reconoce la «supremacía» y la pre­sencia amorosa y victoriosa de Cristo; es la esperanza de Abraham y de Pablo que no desmayan ante las ciudades degra­dadas. Es precisamente la esperanza de quien «espera contra toda esperanza», con la certeza de que Dios es fiel y no habrá de faltar a sus promesas y que, en Jesús y con la fuerza del Espíritu, no abandona al hombre, a la sociedad y al mundo, sino que se hace compañero de viaje, luz en el camino, fuerza y apoyo en el compromiso.

4. Subyace en todo el texto la re­ferencia constante al episodio de los dos discípulos de Emaús (Lc 24, 13‑25), tomado como «icono interpreta­tivo» de la experiencia europea actual En efecto, como aquellos dos discípulos, muchas personas en Europa, en contras­te con el espíritu eufórico que caracteri­zó los años de la celebración de la I Asamblea especial del Sínodo, parecen tener hoy el corazón fatigado y el espíri­tu abatido, pues no ven realizadas sus expectativas y miran al futuro con in­certidumbre y poca esperanza. Para es­tas personas, hoy como para los discípu­los la tarde de Pascua, sólo el encuentro con el Resucitado que vive en su Iglesia puede hacer que «arda el corazón» y permitir «levantarse al momento» para regresar allí donde se desarrollan los avatares de la historia europea, para contribuir a transformar el continente entero en una convivencia a la medida del hombre, sin exclusiones y barreras, pero en la hospitalidad, la solidaridad y la paz.

Este es el servicio que los cristianos y las Iglesias pueden proporcionar para la construcción de una nueva Europa del espíritu, capaz de mirar más allá de sus fronteras e intereses, para ofrecer al mundo entero una nueva contribución de civilización, sabiduría y paz.

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