5. Los dos discípulos «iban andan­do [ ... ] a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Je­rusalén; iban comentando todo lo que había sucedido» (Lc 24, 13‑14). Total­mente sumergidos en los acontecimientos históricos, no permanecen indife­rentes, sino que contemplan lo que su­cede a su alrededor y se dejan interrogar por ello: lo prueba el hecho de que «conversaban y discutían» (v. 15). Empero, al mismo tiempo, su camino está marcado por la tristeza ‑«se detu­vieron preocupados» (v. 17)‑ y por la pérdida de la esperanza ‑«nosotros es­perábamos que él fuera el futuro libera­dor de Israel» (v. 21) ‑; de forma aún más radical, está marcado por la pérdida de la fe: «Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo» (vv. 15‑16). Comenta San Agustín: «Dicen nosotros esperábamos que él fuera re­dentor de Israel. Oh discípulos: lo esperabais, lo que significa que ya no lo es­peráis. He aquí que Cristo vive, mas en vosotros la esperanza ha muerto. Sí, Cristo está realmente vivo, pero este Cristo vivo halla muertos los corazones de sus discípulos [ ... ]. Habían perdido la fe y la esperanza: aún caminando con alguien que vivía, estaban muertos. Ca­minaban muertos en compañía de la misma Vida. Con ellos caminaba la Vida, pero en sus corazones la vida aún no se había renovado» (9).

Los dos discípulos son pues el símbolo de tantos hombres y mujeres de nues­tro tiempo y de nuestra Europa ‑una Europa que, por otra parte, había estado marcada por la esperanza en el Señor y que éste no ha abandonado‑ que pare­cen perdidos, confusos, inciertos, ame­nazados en la esperanza, así como de no pocos cristianos que, además de com­partir esos estados de ánimo, parecen haber perdido la fe o se limitan a mantener algunas prácticas o a vivir superfi­cialmente alguna forma de religiosidad.

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