Las «res novae» en la Europa
del último decenio
7. Aunque ya han transcurrido diez
años desde 1989 y aquellos acontecimientos corren tal vez el peligro de que
muchos los perciban como muy distantes, aún no se ha apagado la influencia que
han ejercido en la vida de Europa y, en ella, de las Iglesias.
No cabe duda de que a resultas de
aquellos acontecimientos se han registrado cambios significativos para la vida de las Iglesias.
Como ya subrayaba el Sínodo de hace
ocho años, la Iglesia, tanto en el Este como en el Oeste, «manifiesta una nueva
vitalidad, especialmente en la renovación bíblica y litúrgica, en la activa
participación de los fieles en la vida parroquial, en las nuevas experiencias
de vida comunitaria como también en el redescubrimiento de la oración y de la
vida contemplativa y en la multiplicación de generosas formas de servicio a
los más pobres y a los marginados» (14). También resulta significativa la
presencia de pequeñas comunidades y de nuevos grupos y movimientos eclesiales,
experiencias todas ellas que estimulan y fomentan la lozanía y vitalidad de la
fe y que pueden reavivar a la comunidad eclesial, pues con frecuencia han
«aportado a la vida de la Iglesia una novedad inesperada, a veces incluso arrolladora»
(15): muchas personas se han visto agarradas y arrastradas por los carismas
suscitados por el Espíritu hacia «nuevos caminos de compromiso misionero al
servicio radical del Evangelio, proclamando incesantemente las verdades de la
fe, acogiendo como don la corriente viva de la Tradición y despertando en cada
uno el ardiente deseo de la santidad» (16).
Especialmente en los países de
allende el antiguo telón de acero, el soplo de la libertad y la proclamación
de los derechos humanos han permitido recuperar
la libertad de acción a Iglesias que habían vivido «en cautiverio» durante
decenios. A pesar de las fatigas y dificultades que la reconstrucción de un
mundo lacerado por la dictadura y por un sistema de vida erróneo acarrea especialmente
para el crecimiento interior, se ha revelado significativo el testimonio de estas
Iglesias, y harto prometedores los programas que han elaborado para responder
a la gran necesidad de «recuperar» a todos los niveles el propio patrimonio
religioso y cultural durante largo tiempo oprimido y marginado,
enriqueciéndolo con la recepción del magisterio conciliar y posconciliar.
Al mismo tiempo, fenómenos negativos
que afectan sobre todo a la Europa occidental ‑como el materialismo práctico,
el consumismo, el hedonismo, el relativismo cultural y religioso‑ no han
dejado de influir en los pueblos de la Europa oriental, haciendo más difícil la
labor de las Iglesias locales. Tampoco han faltado situaciones de sospecha registradas en algunas Iglesias del Este hacia las occidentales, debidas al
temor de. no poder sostener una confrontación y un diálogo en condiciones «de
paridad» y de perder la influencia conquistada a veces con sacrificios
heroicos. A religiosos y religiosas procedentes de la Europa occidental y
enviados a las Iglesias M Este no les ha resultado fácil, a veces, comprender
las situaciones locales y trabar relaciones de colaboración con los distintos
sujetos eclesiales activos en el territorio. El paso de un cristianismo vivido en situación de opresión a un cristianismo que
puede vivirse en un clima de libertad ha puesto al descubierto la debilidad de
algunas posiciones, con una recaída negativa también en el flujo vocacional, y
ello especialmente en países que antaño habían sido ricos en vocaciones.
8. Grandes y significativos han sido también los cambios
registrados en los ámbitos cultural, social y político.
Debe recordarse en primer lugar que precisamente en este último decenio se asiste a un proceso que
diríase en ocasiones de
refundación de los Estados y de la convivencia en su conjunto, y que, en todo
caso, hace que se hable de una transición político‑institucional aún por
completar y que por desgracia también ha conocido y sigue conociendo graves
formas de conflicto cruento. Se trata de una transición relacionada con la búsqueda,
en muchos países, de caminos para un ejercicio correcto de la libertad y la
democracia tras los años de dominio comunista. En otros países, dicha transición
‑ con la crisis y la desaparición del bloque comunista‑ se
manifiesta en el cambio del orden político, con la fragmentación progresiva M
mundo católico consiguiente a diferentes opciones partidistas, que han exigido
y siguen exigiendo a las Iglesias la búsqueda de nuevas formas de
relación y presencia. La misma transición, además, se caracteriza por la aparición
de nuevos sujetos, pueblos y nacionalidades en el escenario continental y
mundial, con todo lo que ello significa para una interpretación correcta de los
derechos de pueblos y naciones.
Además, la caída M telón de acero ha permitido, por vez
primera en varias décadas, la posibilidad de contactos directos con los países
de la Europa central y oriental Inmediatamente se han creado corrientes
migratorias desde el Oeste de Europa, a
las que hay que añadir las que proceden del Sur y de distintos países de África
y Asia. Continúa además la corriente de pueblos procedentes del Este hacia el
Oeste y del Sur hacia el Norte. Los pobres y los sin‑techo de los
numerosos países del antiguo telón de acero, de África y de Asia, emigran a las
ciudades de la Europa occidental. Trátase en muchos casos de entradas
¡legales. Estas corrientes migratorias están creando en Europa muchos problemas
sociales y culturales, que exigen afrontarse con discernimiento atento y
responsabilidad. De esta forma va creándose año tras año una situación cada vez
más pluralista en lo que respecta a condiciones étnicas, culturales, religiosas
y sociales. Todo ello constituye un reto para las Iglesias, que tratan ‑no
sin dificultades‑ de hacerle frente mediante nuevas iniciativas de
acogida y solidaridad y poniendo en marcha intentos de diálogo interreligioso
e intercultural.
Tampoco puede silenciarse el fenómeno
más general de la mundialización, que
va afectando e implicando también a los pueblos y Estados europeos.
Finalmente, en los últimos años, se
ha producido una aceleración del proceso de unificación e integración europea
entre los países miembros de la Unión, hasta la introducción de la moneda
única. La participación en este proceso ha permitido ‑tal vez por vez
primera‑ a gran parte de los pueblos del continente medir concretamente
la importancia creciente de las instituciones europeas en la vida nacional,
superando una visión retórica y distante del horizonte europeo. En este
contexto, también han ido desarrollándose formas estables de relación, diálogo
y consulta entre las instituciones europeas y la Iglesia católica (a través de
la Comisión de Episcopados de la Comunidad Europea) y entre las Iglesias
católicas de todo el continente (mediante el Consejo de Conferencias
Episcopales de Europa), formas que parecen fundamentales para la participación
de la Iglesia en la construcción de la nueva Europa.
No resulta difícil ver cómo,
hoy también, el momento histórico que Europa está viviendo revela que ésta se
halla aún en un cruce de caminos en el que la construcción, la unión y la
evangelización del mismo continente se perfilan como otros tantos retos fundamentales.
Al mismo tiempo revélase también con suficiente evidencia que la fase actual de
la historia europea ‑como en más de una ocasión ha recordado el Santo Padre‑,
si bien caracterizada por fuertes cambios y por no pocos problemas, no deja por
ello de encerrar en sí posibilidades inesperadas tanto respecto a la
evangelización como a la convivencia y la colaboración (17). En otras palabras,
se trata de una coyuntura preñada de esperanza y preocupación, que corresponde
al Sínodo discernir de manera responsable.