Decepciones, peligros y preocupaciones

11. La lectura de las transforma­ciones habidas en Europa du­rante el último decenio no debe sin em­bargo deslizarse por caminos de inge­nuo optimismo, sino más bien asumir los principios del realismo, que no disi­mula el carácter de incertidumbre y fra­gilidad propio de esta fase de la historia europea. Como amonestaba desde un principio Juan Pablo II (18), no faltan nuevos riesgos de engaño y decepción, y no cabe disimular la existencia de preo­cupaciones y peligros que no resultan indiferentes. Y precisamente este con­junto de decepciones, preocupaciones y peligros configura el rostro de una Europa que parece haber perdido la es­peranza.

Contribuye en primer lugar a alimen­tar un clima de decepción la comproba­ción difusa de que, pese a los esfuerzos realizados y a los avances registrados, la construcción de una casa común euro­pea basada en los valores evangélicos se ha revelado una meta bastante más difí­cil de alcanzar de lo que las Iglesias prospectaban a principios del presente decenio. El mismo proyecto de una nue­va forma de organización de las alianzas políticas, económicas y militares, pres­cindiendo de referencias a los valores cristianos, ha revelado su faz auténtica de pura estrategia de poder, si bien par­cialmente finalizada al bien de los pue­blos de cada nación.

En términos generales, se ha caído en la cuenta de que el comunismo no es el único enemigo. En efecto, el pre­dominio cultura¡ del marxismo se ha visto reemplazado por el de un pluralis­mo indiferenciado y tendencialmente escéptico o nihilista, pluralismo cuyas raíces están muy ramificadas en la vi­vencia social actual y que produce una antropología marcadamente reductiva, o incluso, en muchos casos, la renuncia a proponer cualquier perspectiva de sentido.

Especialmente en los países del Este se han revelado engañosas algunas ex­pectativas, pues no se habían conside­rado seriamente los efectos del comu­nismo, con el vacío antropológico y éti­co que éste ha producido, y se había caído en la ingenua ilusión de que, una vez derribado el comunismo, todo cam­biaría a mejor casi de forma automáti­ca. Algunos pensaban que la democra­cia traería automáticamente consigo ri­queza y prosperidad, y que la libertad permitiría que los bienes de Occidente llegaran a todos los consumidores, pro­porcionando empleo a todos y haciendo que la economía creciera. En cambio, la crisis ha llevado a la pobreza a miles de familias. En el ámbito político, contri­buyen a incrementar la decepción tanto el regreso al poder, en muchos casos, de personas pertenecientes a las antiguas fuerzas comunistas, como el hecho de que hayan surgido a veces, en vez de li­bertad y paz, nacionalismos violentos. Tampoco faltan decepciones debidas a formas de cerrazón y desinterés ante los dramas de algunos países del antiguo mundo comunista por parte de la Europa occidental, que también se ha revelado menos preparada y dispuesta a respetar y tutelar la diversidad y los de­rechos de algunos pueblos y minorías, comprometidos en un camino de auto­determinación.

12. También resultan evidentes, y se han subrayado en dife­rentes ámbitos, los peligros que corre la Europa de hoy.

En el ámbito social, por ejemplo, el fenómeno de la mundialización, al que ya se ha hecho referencia, al estar con frecuencia regido sólo o principalmente por lógicas de corte mercantilista a be­neficio y favor de los poderosos, puede ser portador de nuevas desigualdades, injusticias, marginaciones; puede contri­buir al aumento del desempleo, consti­tuir una amenaza para el «Estado so­cial», fomentar la tendencia a la desi­gualdad tanto entre los distintos países como dentro de los mismos países in­dustrializados, plantear interrogantes incluso sobre la noción de «desarrollo sostenible», inaugurar nuevas formas de exclusión social, inestabilidad e insegu­ridad; puede poner en tela de juicio la armonía de la relación entre economía, sociedad y política, reducir el poder de las autoridades nacionales en materia económica, introducir una especie de «hipercompetencia» salvaje, y así sucesi­vamente.

También la introducción de la mone­da única europea puede acarrear peli­gros, ya porque puede favorecer la he­gemonía de las finanzas y el predominio de los aspectos económico‑mercantilis­tas, ya porque puede elevar nuevos mu­ros en Europa, especialmente hacia el Este, para proteger las economías más fuertes y defenderse de las inmigracio­nes. No cabe duda de que está aún muy presente el peligro de una nueva divi­sión del continente en dos bloques: por un lado los países con moneda fuerte, por otro los de moneda no convertible; aquí un sistema económico relativa­mente estable, allí un sistema económi­co precario, con todo lo que de éste puede derivarse en términos de convi­vencia y seguridad.

13. En el ámbito cultural «se di­funden una mentalidad y unos comportamientos que privilegian de forma exclusiva la satisfacción de los propios deseos inmediatos y de los inte­reses económicos, con una falsa absolu­tización de la libertad de la persona y con la renuncia a enfrentarse con una verdad y con valores que lleguen más allá del propio horizonte individual o de grupo. Aún cuando el marxismo, im­puesto con la fuerza, se haya derrumba­do, el ateísmo práctico y el materialismo se encuentran muy difundidos en toda Europa; sin ser impuestos por la fuerza, y además, ni siquiera explícitamente propuestos, inducen a pensar y a vivir como si Dios no existiera» (19).

A este respecto, en los países occi­dentales, con la caída de las ideologías y de la utopías, se registra una indiferen­cia creciente, y parece dominar una es­pecie de materialismo pragmático. Con­temporáneamente, el consumismo, con su correspondiente secularización, pare­ce haber alcanzado ya los confines orientales del continente. Incluso se oyen voces que ponen de relieve cómo, en algunos países del Este, la difusión salvaje del capitalismo en sus formas más rígidas se apoya en mecanismos mafiosos, que constituyen en su conjun­to un peligro para la vida pública. Ade­más, frecuentemente, ante las opiniones y mentalidades procedentes de Occiden­te, en muchos países del Este se detec­tan tanto posiciones de aceptación a menudo acrítica como rechazos igual­mente acríticos, con el peligro de graves contraposiciones y polarizaciones inter­nas en dichas sociedades.

Tampoco está ausente la tendencia a ponerlo todo en discusión, incluso den­tro de la Iglesia, como si en ella y en las mismas cuestiones éticas y doctrinales debiera valer el principio democrático de la mayoría.

En este marco general, se advierte cada vez más el riesgo de que la misma civilización europea quede expuesta al peligro por la absolutización y la afirma­ción unilateral de algunos valores y principios válidos en detrimento de otros. Por ejemplo, cuando se absolutiza la libertad y se la desvincula de la re­ferencia a otros valores como el de la solidaridad, se corre el peligro de aca­bar atomizando nuestro sistema de vida: una libertad reivindicada como valor absoluto corre el peligro de destruir esa misma sociedad que había contribuido a construir.

14. En ámbito más específicamente religioso y eclesial, si­gue siendo válida la situación que que­dó descrita en el anterior Sínodo para Europa. Efectivamente, hoy como en­tonces «persiste la búsqueda de la expe­riencia religiosa, si bien en una multipli­cidad de formas no siempre coherentes entre sí y que con frecuencia conducen lejos de la auténtica fe cristiana. Sobre todos los jóvenes buscan la propia feli­cidad en muchos símbolos, imágenes y también en cosas vanas, y de esta forma se sienten fácilmente inclinados hacia nuevos modos de religiosidad y sectas de diverso origen» (20). Hay quien a este propósito sitúa entre los elementos de mayor ambigüedad el mismo despertar de la demanda religiosa, ya que se acompaña de fenómenos de fuga hacia el espiritualismo y más concretamente de un síncretismo religioso y esotérico que desemboca en una multiplicación de sectas y grupos cuyo único denomi­nador común es una referencia indiscri­minado a lo sagrado. Estas nuevas pro­puestas sacan energía no tanto de una novedad de vida sustancial, sino de la homologación respecto a un sistema de vida autorreferenciado, que disimula el individualismo exacerbado mediante la búsqueda de grupos protectores y grati­ficantes.

Además, es grande el peligro de una progresiva y radical descristianización y paganización del continente: en algunos países resulta ya harto elevado el núme­ro de los no bautizados; a menudo ya no se conocen ni siquiera los elementos bá­sicos del cristianismo; se dan situaciones en las que se asiste a un verdadero de­rrumbe de la catequesis y de la forma­ción cristiana. Todo ello acarrea, por otra parte, una profunda crisis de la identi­dad cultural europea, cuyas dimensiones sufragan la hipótesis, formulada por al­gunos, de una especie de «apostasía de Europa».

Además, el gran descenso numérico de las vocaciones sacerdotales y religio­sas que se da en algunos países trae consigo la debilitación o desaparición de una visión adecuado de Iglesia: la pre­sencia en ésta del ministerio ordenado sería irrelevante y no indispensable, y podría reemplazarse por la de personas cuya única competencia necesaria y determinante ‑con arreglo a una con­cepción puramente funcionalista de la comunidad eclesial‑ sería la adquirida mediante cursos de formación específi­cos.

Tampoco falta, por último, quien su­braye el peligro de que las iniciativas de las Iglesias de la Europa occidental en favor de las orientales tiendan, incons­ciente pero concretamente, a «occidentalizarlas» en vez de ponerse evangélica­mente a servicio de ellas, tratando de valorar sus riquezas culturales y religio­sas.

15. Todos estos factores contri­buyen a despertar algunas preocupaciones, registradas por las dife­rentes Iglesias.

Una primera y seria preocupación se relaciona con el hecho de que ‑debido a los cambios profundos y radicales acontecidos en el seno de su por otra parte rica tradición cultural y religiosa, sin minusvalorar por ello lo que la pre­sencia de las distintas Iglesias y comu­nidades cristianas han hecho y siguen haciendo en sus territorios correspon­dientes‑ Europa va volviéndose cada vez más un lugar necesitado de una nue­va evangelización y de un nuevo esfuer­zo misionero. En algunos casos se trata de anunciar el Evangelio de Cristo a quien aún no lo conoce; en otros, de re­componer el tejido cristiano de las mis­mas comunidades cristianas. En los paí­ses del Este, al tener que hacer frente a las consecuencias negativas legadas por el ateísmo comunista, se impone una especie de «primera evangelización», pues muchos, aún viviendo en territo­rios atravesados por el anuncio y el tes­timonio incluso heroico del Evangelio, viven sin conocer de hecho al Señor Je­sús. En los del Oeste, caracterizados por rápidos avances y por los retos de la se­cularización, mundialización y urbani­zación, urge la exigencia de dar vida a una «evangelización nueva», capaz de producir una nueva inculturación del Evangelio. En uno y otro caso, tanto en cada Iglesia como entre las distintas Iglesias y comunidades cristianas me­diante una colaboración ecuménica tan intensa como respetuosa, crece la exi­gencia de unir las fuerzas de que se dis­pone y concentrar los esfuerzos en al­gunas prioridades, aprovechando las es­tructuras operativas y educativas ya existentes, renovadas o nuevas, y em­pleando los medios de comunicación social para crear una opinión pública correcta. En ello se vislumbra cada vez más la importancia de una relación de diálogo y colaboración cada vez mayo­res entre los obispos y los institutos de vida consagrada, relación que por otra parte ya va mejorando.

En la situación religiosa y moral de la Europa de hoy, surge otra preocupación fundamental, sobre la cual sería oportu­no que el Sínodo reflexionara con aten­ción. Se da especialmente en Occidente y está ligada a la desaparición de la po­sibilidad de una pastoral basada en un «estado difuso de cristiandad comparti­da», con la consiguiente necesidad de fomentar el paso a una fe más personal y adulta mediante una pastoral que tenga en cuenta tanto el evidente grado de inestabilidad, incertidumbre y diferen­ciación de la adscripción eclesial de mu­chos bautizados, como la disminución de los sacerdotes. En esta situación hay quien señala el riesgo de seguir plan­teando una pastoral que, pese a no po­der tener ya las características de una situación de cristiandad dominante, no es psicológicamente capaz de aceptar una disminución del aprecio o del reco­nocimiento social, y trata de salvar las estructuras y la influencia de la Iglesia a cualquier precio, hasta llegar a formas de transacción que permitan a varias personas vivir una cierta forma genérica de pertenencia eclesial, y ello con el descontado detrimento de opciones más determinadas y radicales. La situación en las Iglesias de la Europa orienta¡ pa­rece en cambio distinta, ya que, debido a la difícil historia que han conocido en los últimos decenios, están más acos­tumbradas a no gozar de la estima de la sociedad, y por tanto a fomentar una se­ria concentración en los valores más im­portantes de la fe.

Tampoco falta quien subraye además, entre los factores de preocupación, la relación con los medios de comunica­ción, bien porque se comprueba que a menudo la Iglesia aún no sabe utilizar correctamente dichos medios, bien por­que éstos transmiten una imagen fre­cuentemente peyorativa de la religión y en especial de la Iglesia, llegándose en algunos casos a formas declaradas de hostilidad.

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