Para un discernimiento crítico de algunas cuestiones particulares

16. En este contexto general, al­gunos aspectos particulares merecen una atención más concreta y específica.

En primer lugar no puede dejar de notarse una creciente divergencia entre el progreso y los valores del espíritu, que se manifiesta en parte con modali­dades semejantes en todos los países de Europa y en parte con formas dife­rentes entre la Europa occidental y la oriental

Trátase de un fenómeno vinculado con frecuencia a factores de orden em­pírico, más que a motivaciones de ca­rácter filosófico o ideal. En muchísimas personas, de hecho, unas condiciones de vida harto difíciles y complicadas hacen que las preocupaciones diarias se im­pongan y no dejen espacio a la acogida de otros valores. El desempleo, las mu­chas situaciones familiares críticas cuando no desastrosas, así como condi­ciones sociales caracterizadas por innu­merables formas de marginación e injus­ticia, implican hasta tal punto a muchí­simas personas, que generan en las mismas desinterés y apatía hacia los va­lores del espíritu.

Por otra parte, sin embargo, no todo es así de claro y lineal. En las sociedades europeas surgen, de forma no homogé­nea, manifestaciones ambivalentes. Por un lado se acusa la tendencia a ence­rrarse en el propio y pequeño mundo, a defender la propia intimidad y el propio status social y cultural; por otro lado, se manifiesta el deseo de abrirse al otro, especialmente a los pobres y margina­dos. Por un lado, la mayor disposición de tiempo libre permite cultivar valores proporcionados, por ejemplo, por los acontecimientos deportivos, por el turis­mo, por la inmersión en la naturaleza; por otro lado, estas posibilidades positi­vas se transforman, para gran número de personas, en otros tantos pequeños o grandes ídolos y en una especie de obse­sión colectiva en que la individualidad particular se siente engullida.

En Occidente, el distanciamiento en­tre progreso y valores del espíritu se ma­nifiesta sobre todo en una determinada mentalidad caracterizada por la búsque­da de soluciones más cómodas y prácti­cas y de la satisfacción inmediata, con la consecuencia de que se pierde el sen­tido del sacrificio y de la disciplina espi­ritual, se trivializa la historia y se atribu­ye importancia a lo bello, bueno y ver­dadero sólo en la medida en que pueda ser objeto de disfrute inmediato.

Además, el progreso social y cultural ha puesto en evidencia algunos valores que afectan a varios aspectos de la vida humana: las mujeres son más conscientes de su vocación y están más decididas a defender la igualdad de dignidad y de oportunidades con los hombres en los distintos ámbitos de la existencia; en muchas familias existe buena comunicación entre padres e hi­jos; en las generaciones jóvenes parece ir creciendo la comprensión de los va­lores familiares.

Puede sacarse tal vez la conclusión de que, si a primera vista el abandono de los valores espirituales parece proceder paralelo al avance del progreso, el pro­greso material por sí solo no satisface las aspiraciones más profundas del hom­bre, por lo que va a ir creciendo ‑aun­que no de forma masiva, y con modali­dades distintas entre Occidente y Orien­te‑ la demanda de valores espirituales, a veces indefinidos y no mejor identifi­cados.

17. Frecuentemente el valor de la solidaridad parece estar en crisis en la Europa de hoy. En efecto, están a la vista de todos y prácticamen­te por todo el continente actitudes y conductas individuales y colectivas ins­pirados y alimentados a menudo por sis­temas de corte capitalista y consumista, que significan cerrazón y egoísmo.

Sin embargo de ello, y aunque en la sociedad la solidaridad parezca débil, no faltan tendencias e iniciativas de signo opuesto, promovidas por hombres y mu­jeres conscientes de los estragos de se­mejantes visiones ideológicas, y finaliza­das a crear una nueva conciencia acerca de la exigencia de elaborar y ejecutar proyectos de vida en el ámbito personal, familiar y nacional, caracterizados por una dignidad sobria, con vistas a desti­nar los cuantiosos ahorros que se prevén a pueblos que viven por debajo de los niveles de subsistencia o que por uno u otro motivo están necesitados de ayuda. De esta forma, en muchas Iglesias ‑es­pecialmente en la Europa occidental‑ la solidaridad tanto con los más pobres del territorio como con los pueblos del Este y del hemisferio Sur asume un relieve mayor del que pueda imaginarse: cam­pañas de solidaridad realizadas periódi­camente por sujetos eclesiales y finalizadas a objetivos concretos obtienen cierto éxito; las iniciativas de hermana­miento entre comunidades cristianas europeas y países del denominado «ter­cer mundo» van extendiéndose. Tampoco hay que olvidar la labor de las personas consagradas, tanto mediante iniciativas de solidaridad en las Iglesias y entre los pueblos en los que desempeñan su servi­cio evangélico específico como a través de la labor de formación de las nuevas generaciones con vistas a los valores humanos y cristianos de una solidaridad concreta y real.

18. Multiformes y complejas se revelan las reflexiones acer­ca de la libertad religiosa y la tolerancia. Si por un lado hay que reconocer que en muchas regiones del continente puede hablarse de libertad religiosa auténtica prácticamente libre de obstáculos, por otro lado no puede dejar de subrayarse la persistencia o el nacimiento de algu­nas formas de intolerancia.

Aún en un contexto de respeto formal a la libertad religiosa, en algunos am­bientes persiste una especie de intole­rancia cuando individuos o grupos cató­licos tratan de expresar públicamente sus convicciones y posiciones: signo éste de que a veces se «tolera» a la Iglesia sólo si ésta permanece relegada en la esfera de lo privado. En algunas nacio­nes, una cierta intolerancia funda­mentalista ha acompañado decenios de conflictos, cuando no ha amenazado con alimentarlos; pero lo cierto es que, de un tiempo a esta parte y de forma paulati­na, semejante intolerancia va perdiendo terreno y dejando lugar a un espíritu de aceptación mutua de las distintas tradi­ciones y convicciones.

Tras largos años de ateísmo impuesto, en algunas Iglesias del Este surgen a ve­ces un clima y unas actitudes de rigidez hacia otras confesiones o formas de pensamiento: consecuencia de ello es que algunos grupos de católicos quieran imponer a toda la sociedad su forma de pensar y vivir, revelando evidentes difi­cultades de recepción de los valores pre­sentes en el movimiento ecuménico, en el diálogo interreligioso y en un sistema democrático correcto.

Aunque parecen hoy más raros, aún no han desaparecido del todo los actos de hostilidad e intolerancia hacia los ca­tólicos. Tampoco faltan indicios de anti­semitismo en algunas regiones de Euro­pa. Por lo que respecta a la relación con los musulmanes, se observa que mien­tras éstos piden ser objeto de tolerancia religiosa, esa misma tolerancia no queda asegurada en algunos países islámicos a quienes se profesan católicos o de otras religiones.

Tampoco hay que olvidar que en casi todas las sociedades occidentales el cli­ma generalizado de tolerancia plantea un gran reto a la Iglesia. En efecto, en una sociedad en la que la tolerancia se considera valor esencial, dominante e irrenunciable, no falta quien piense que cualquier forma de monoteísmo ‑y por consiguiente también el monoteísmo cristiano‑ sea la causa más profunda de toda intolerancia, por lo que, si se quie­re salvaguardar la necesaria tolerancia, habría que regresar a una especie de convivencia indistinta de creencias reli­giosas e incluso de posibles divinidades. Existe por tanto quien se pregunta cómo puede la Iglesia seguir realizando su mi­sión evangelizadora sin ser portadora de intolerancia y, más precisamente, cómo puede y debe anunciarse el Evangelio reconociendo y aceptando a quienes profesan una fe distinta y evitando, al mismo tiempo, que la «tolerancia» se transforme en «indiferencia» o en «rela­tivismo».

19. Si se considera, por último, la realidad del Estado en re­lación con los instituciones intermedias y con la Iglesia mismo, hay que considerar que en los últimos decenios en muchas naciones el poder del Estado ha crecido a veces de forma desproporcionada, con la consiguiente disminución o supresión de instituciones intermedias. Ello ha he­cho a individuos y a muchas pequeñas instituciones muy vulnerables ante las opciones del Estado. Esta situación pa­rece especialmente actual en los países de la Europa oriental, donde decenios de comunismo han destruido dichas insti­tuciones y ha ido minando la vida civil y social; mas forzoso es reconocer que de­cenios de capitalismo han producido re­sultados análogos en muchos países oc­cidentales. Ante semejantes situaciones, la Iglesia está llamada a apoyar a las instituciones intermedias y a favorecer su creación.

En algunas naciones de la Europa oc­cidental en las que la Iglesia ha gozado y goza de plena libertad religiosa y po­see numerosas instituciones culturales, educativas y asistenciales que con fre­cuencia colman incumplimientos del Es­tado, diríase que la misma Iglesia debe reconocer y respetar con mayor medida la «laicidad» del Estado y, por tanto, su autonomía. Empero, al mismo tiempo también se impone, por parte de la Igle­sia, la exigencia de reivindicar sus dere­chos, por ejemplo en lo que se refiere a la igualdad escolar y a la financiación estatal de las escuelas no estatales, a la defensa de la vida, a la opción preferen­cial por los «últimos», a la libertad reli­giosa efectiva.

En algunos países, el vínculo entre re­ligión y Estado es muy estrecho; fenó­meno éste que en algunos casos genera actitudes administrativas desfavorables a la Iglesia católica o incluso una discri­minación legal de la misma respecto a otras confesiones religiosas.

Tampoco faltan ‑especialmente en algunos países del Este de Europa‑ for­mas de instrumentalización de la reli­gión y de la Iglesia con objetivos políti­cos y nacionalistas.

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