La fe en el Resucitado, revelador de la gloria de Dios

26. También la Iglesia está llamada a anunciar a Cristo resucitado en la historia. Ayer, hoy y siempre, en cualquier rincón de la tierra así como en Europa, no es en­viada para «decirse» a sí mis­ma, sino para «decir» a Cristo crucificado y resucitado.

Por otra parte, es lo que ha hecho desde el principio, como consta en la primera homilía de Pedro el día de Pentecostés: «Escuchadme, israelitas: Os hablo de Jesús Nazareno, el hombre que Dios acreditó ante vosotros realizando por su me­dio los milagros, signos y pro­digios que conocéis. Conforme al designio previsto y sancionado por Dios, os lo entregaron, y voso­tros, por mano de paganos, lo matasteis en una cruz. Pero Dios lo resucitó, rom­piendo las ataduras de la muerte; no era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio. [ ... ] Por lo tanto, todo Israel esté cierto de que el mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías» (Hch 2, 22-­24.36). Con estas palabras de Pedro, la Iglesia de los orígenes, al igual que la de cualquier época de la historia, proclama con certeza que Jesucristo está vivo, ac­túa en el presente y cambia la vida.

Y ello lo realiza en todo tiempo, pues «la Resurrección de Jesús es la ver­dad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, transmi­tida como fundamental por la Tradición, establecida por los documentos del Nue­vo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz: "Cristo resucitó de entre los muertos. Con su muerte venció a la muerte. A los muertos ha dado la vida" (Liturgia bizantina, Tropario de Pascua)» (27).

Esta fue también la intención más honda del Concilio Vaticano II, intención que el Sínodo desea recuperar y hacer suya: proclamar a la misma Iglesia y anunciar al mundo «Cristo [...] nuestro principio, nuestro guía, nuestro camino; Cristo [ ... ] nuestra esperanza y nuestro fin» (28).

Tampoco debe olvidarse que en Cristo muerto y resucitado se revela en plenitud la gloria de Dios. Jesús es la esperanza del hombre, de Europa y del mundo por­que es el camino único y universal que lleva al Padre (cf. Jn 14, 6‑7), funda­mento y término último de la vida de toda persona y realidad, pues entre él y el Padre se da una inmanencia sublime, inefable y recíproca (cf. Jn 14, 10), por­que él y el Padre son uno (cf. Jn 10, 30), porque él mismo es Dios.

27. Como acaeció a los discípulos de Emaús, precisamente en virtud de esta fe y del encuentro con el Resucitado la Iglesia, las mujeres y los hombres de hoy pueden remontarse ha­cia atrás en la historia, leer las Escritu­ras y descubrir en las mismos páginas de la antigua alianza los signos, las figuras, las huellas de la presencia de Cristo: realidades anticipadoras y prefigurativas de la necesidad de Jesucristo lo que se realizaría en plenitud en el Crucificado Resucitado.

Es lo que hizo Pedro el día de Pente­costés, cuando, al releer los hechos de la vida de Cristo que llevaban a profesar­lo como Mesías y Señor, traía a testimo­nio las Escrituras, viendo en ellas una intencionalidad precisa orientada a Je­sús (cf. Hch 2, 17‑21. 25‑28. 34‑35). Es lo que hizo Pablo cuando ‑al releer la historia de Israel y, en especial, el acon­tecimiento del agua que brotó de la roca en Massá y Meribá (cf. Ex 17, 1‑7; Nm 20, 1‑11)‑ afirma: «Todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo» (1 Co 10, 4).

Análogamente, también nosotros po­demos y debemos releer las páginas de la Escritura y hallar en ellas signos, he­chos y palabras que son «figura» de Cris­to y de su presencia. De esta forma, po­dremos encarar incluso los momentos de dificultad, cansancio y prueba sin perder la esperanza, seguros de que ‑de la misma forma que al salir de Egipto el Señor no abandonó a los israelitas en el desierto, sino que «el Señor iba delante, de día en columna de nube para marcar­les el camino, y en columna de fuego de noche para alumbrarles; así podían ca­minar tanto de día como de noche» (Ex 13, 21)‑ hoy también el mismo Señor está presente y guía a su pueblo en to­do acontecer histórico. De la misma for­ma, podremos repetir con el profeta So­fonías: «Regocíjate, hija de Sión; grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén. [...] El Señor será el rey de Israel, en medio de ti, y ya no te­merás. [ ... ] No temas, Sión, no desfallez­can tus manos. El Señor, tu Dios, en me­dio de ti, es un guerrero que salva. El se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta» (3, 14‑18), porque sabemos que estas afirmaciones hallan en Cristo resucitado su cumplimiento definitivo.

E igualmente en virtud de la mismo fe en el Señor resucitado y del encuentro con él, vivo y presente, podemos y debe­mos mirar con nuevos ojos la historia de los hombres y del mundo ‑y por ende los avatares pasados y presentes de Euro­pa‑ descubriendo en hechos y personas una referencia a Cristo y a su ser el «Dios con nosotros».

28. Guiados y alumbrados por los nuevos ojos de la fe, que nos permiten reconocer en Cristo cruci­ficado y resucitado el centro de la histo­ria y el corazón del mundo, no nos resul­tará difícil notar que, en nuestra Europa, los procesos de secularización ‑o, con mayor propiedad, de descristianización‑, que a veces desembocan de forma trági­ca en un neopaganismo difuso, cierta­mente no han concluido, si bien hace su aparición consistente y difusa una nueva demanda de espiritualidad y de religiosi­dad. De hecho, esta última no puede ca­lificarse de forma inmediata como cris­tiana, no fuera más que por su eclecticismo o relativismo de fondo que le hace harto difícil reconocer en Jesucris­to al único Salvador. Trátase de una de­manda que en gran medida permanece en el seno de esos procesos sociales y culturales respecto a los cuales, por otro lado, constituye una reacción indudable.

Empero, contemporánea mente, no podemos dejar de reconocer que «persis­te la búsqueda de la experiencia religio­sa, si bien en una multiplicidad de for­mas no siempre coherentes entre sí y que con frecuencia conducen lejos de la auténtica fe cristiana», por lo que «toda Europa se encuentra hoy frente a los re­tos de una nueva opción de Dios» (29).

Nuestro tiempo no es pues el de la mera observación de lo existente. Es más bien el tiempo de proponer de nuevo y en primer lugar a Jesucristo vivo en su Iglesia, única fuente auténtica y sólida de esperanza.

En la misma dirección apuntaban las conclusiones de la 1 Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos. De ellas surgía, en efecto, la conciencia clara de que la Iglesia no puede reducir­se a un mero agente genérico de civili­zación, incluso de una civilización más genuinamente humana. Debe en cambio anunciar el Evangelio en su integridad y conforme a sus contenidos precisos, y ha de ayudar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo para que vivan conforme al estilo de las bienaventuranzas en una relación de adhesión personal al Señor Jesús. En este sentido, se afirmaba que «Europa no debe hoy invocar sencilla­mente su precedente herencia cristiana. Es necesario, en efecto, que se sitúe en condiciones de decidir nuevamente su futuro en el encuentro con la persona y con el mensaje de Jesucristo» (30). Se trataba y se trata, por tanto, de favore­cer el encuentro del hombre europeo con la persona viva del Señor Jesús, en­cuentro que se abre a la experiencia del discipulato, provocándola y sosteniéndo­la al mismo tiempo. De aquí la necesi­dad de «redecir» el centro del Evangelio y, por ello, de anunciar a un Dios vivo y cercano, que se nos comunica en una vi­vencia de comunión que ya se ha inicia­do y que nos abre a la esperanza cierta de la vida eterna, con la convicción de que «si la Iglesia predica a este Dios, no habla de un Dios desconocido, sino del Dios que nos ha amado hasta tal punto que su Hijo se ha encarnado por noso­tros, es el Dios que se aproxima a noso­tros, que se comunica a nosotros, que se hace uno con nosotros, verdadero "Em­manuel" (cf. Mt 1, 23)» (31). Al mismo tiempo, de aquí se derivaba la necesidad de «redecir» todas las consecuencias del Evangelio, empezando por las relaciona­das con el hombre, su existencia, su ver­dad, conscientes de que «la causa de Dios de ninguna forma está en oposición con la causa del hombre. Son más bien las promesas puramente terrenas las que ‑como demuestra la historia reciente­ en definitiva reconducen a la esclavitud, de forma totalitaria, a las personas hu­manas» (32).

Ocho años después, se trata de com­probar el camino recorrido y de prose­guirlo con decisión y determinación cada vez mayores. Nos guía en el inten­to la indicación de Juan Pablo II: «Si, en Europa, es necesario llegar a un nuevo encuentro con el Evangelio de Jesucris­to, son sobre todo necesarias una aper­tura espiritual, una nueva determinación y una alegría renovada de la fe entre cristianos. Solamente así se puede dar un "testimonio de nuestra esperanza"; solamente de esta forma la fe se conver­tirá también en una fuerza creativa a ni­vel espiritual y cultural» (33).

Con este fin, el Sínodo pretende, en primer lugar, proponer de nuevo la ver­dadera fe en el Señor Jesús resucitado y vivo, único Salvador, presente en su Igle­sia. En la inminencia del tercer milenio, y siguiendo la estela del Concilio Vatica­no II, que el Santo Padre ha señalado como «acontecimiento providencial, gracias al cual la Iglesia ha iniciado la pre­paración próxima del Jubileo del segun­do milenio» (34), el Sínodo se propone ayudar a las Iglesias que están en Euro­pa a sentir de manera tan nueva como plena «este vínculo, uno y múltiple, fijo y estimulante, misterioso y evidente, exi­gente y suave, que nos une a Jesucristo, que une a la Iglesia llena de vida y san­tidad, es decir, a nosotros con Cristo. El es nuestro principio, nuestra vida y nuestro fin» (35). El Sínodo pues ‑como ya hiciera el Concilio‑ pretende confe­sar y celebrar al Señor Jesucristo como «la Palabra encarnada, Hijo de Dios e Hijo del hombre, Redentor del mundo, es decir, esperanza del género humano y su único y supremo Maestro y Pastor. El es el Pan de vida, nuestro Sacerdote, nues­tro Sacrificio, el único Mediador entre Dios y los hombres, el Salvador del mun­do, el Rey venidero de la eternidad» (36).

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