Jesús resucitado, único Salvador

29. Se trata de reafirmar con energía y convicción que Cristo nos es necesario: necesario para nuestra salvación y al mismo tiempo para la realización plena de los valores huma­nos. Con Pablo VI, también las Iglesias de Europa están llamadas hoy a repetir con fe genuina y apasionada que «Cristo es necesario, sin él no se puede hacer nada, sin él no se puede vivir» (37); «Cristo es nuestro Salvador. Cristo es nuestro supre­mo bienhechor. Cristo es nuestro liberta­dor. Cristo nos es necesario para ser hombres dignos y auténticos en el orden temporal, y hombres salvados y elevados en el orden sobrenatural» (38).

Como ha subrayado Juan Pablo II en varias ocasiones dirigiéndose a las muje­res y a los hombres del continente euro­peo, el Sínodo quiere proclamar que Je­sucristo es el Señor de la historia; el compendio y el centro vital del mensaje de salvación; el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6) que se confirma como única esperanza válida para toda gene­ración; el punto de partida de la nueva evangelización. El es nuestra Pascua; en él, mediante su cruz y su resurrección, Dios se ha unido al hombre por todos los tiempos con alianza nueva y eterna; él es el secreto de la fuerza de Europa. Je­sús es, hoy como siempre, fuente de esperanza porque en él se han realizado plenamente las promesas divinas: él nos revela, sin temor a desmentidos, que nuestro Dios es un Dios fiel, que cumple sus promesas y las realiza.

Jesús es de manera especial aquél que libera al hombre de toda esclavitud; el único que puede saciar plenamente su indestructible aspiración a la libertad; es la única solución definitiva a los interro­gantes acerca del sentido de la vida y a las preguntas básicas que hoy también preocupan a tantos hombres y mujeres del continente europeo, que están en estado de búsqueda, pues sólo en él ha­llan una respuesta plenamente adecua­da las aspiraciones más profundas del hombre. Como ha afirmado reciente­mente Juan Pablo II, el Sínodo quiere proclamar a Cristo como aquél que «re­vela el hombre al propio hombre en su plenitud de hijo de Dios, en su dignidad inalienable de persona, en la grandeza de su inteligencia, capaz de alcanzar la verdad, y de su voluntad, capaz de ac­tuar bien» (39). Trátase, por otra parte, de un dato plenamente coherente con el humanismo europeo, tanto occidental como oriental, si bien «con el paso del tiempo, especialmente en los que se denominan tiempos modernos, Cristo como artífice del espíritu europeo, como artífice de la libertad que en él ahonda su raíz salvífica, ha sido puesto entre paréntesis y [ ... ] se ha ido formando otra mentalidad europea, mentalidad que po­demos expresar de forma sintética en la siguiente frase: "pensemos y vivamos como si Dios no existiera"» (40).

30. Existe además otro aspecto que el Sínodo desea confesar en el contexto del actual pluralismo re­ligioso que va caracterizando cada vez más a Europa: la unicidad y universalidad de Cristo Salvador y la consiguiente irreductibilidad del cristianismo a las demás religiones. Siguiendo los pasos de la enseñanza conciliar y del magisterio más reciente (41), se pretende renovar la propia fe y proclamar que Jesús es el mediador único y constitutivo de salva­ción para toda la Humanidad. Sólo en él la Humanidad, la historia y el cosmos hallan su significado definitivamente positivo y se realizan plenamente; lleva en sí, en su acontecer y persona, las ra­zones de la «definitividad» absoluta de la salvación; no es tan sólo mediador de salvación, sino la fuente misma de la salvación. «Ningún otro puede salvar; bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos» (Hch 4, 12). Iluminados por tan cristalina afirmación de Pedro, y en vísperas del gran Jubileo del año 2000, sentimos con Juan Pablo II la necesidad urgente de ilustrar y ahon­dar «la verdad sobre Cristo como único mediador entre Dios y los hombres, y como único Redentor del mundo, distin­guiéndolo bien de los fundadores de otras grandes religiones, en las cuales también se encuentran elementos de verdad, que la Iglesia considera con sin­cero respeto» (42).

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