Jesús está presente en la Iglesia

31. Incluso en las situaciones más difíciles, cuando se apa­ga la esperanza y cae en crisis la fe, Je­sús está presente: lejos de abandonar a su Iglesia, se hace su compañero de via­je; es como el caminante que en el pere­grinar histórico de la Iglesia jamás abandona a su amada esposa, previnién­dola y acompañándola con una deli­cadeza que da fe de la gratuidad absolu­ta de su amor.

Es lo que nos enseña, una vez más, el episodio de los dos caminantes de Emaús: «Se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo» (Lc 24, 15‑16). Si bien no reconocido, Jesús está presente, se cruza en sus caminos, se transforma en su atento compañero de viaje, en su guía. Como escribe San Agustín: «Caminaba por la senda como compañero de viaje; es más, él era el que los conducía. Por ello lo veían, mas no lo reconocían. Sus ojos ‑a nuestro entender‑ no podían reconocerlo. Podí­an verlo, pero no reconocerlo» (43).

Es lo que la fe de la Iglesia siempre ha profesado y sigue profesando. En efecto, Jesús, elevado al ciclo y glorificado, per­manece en la tierra, en su Iglesia: «Cuan­do fueron privados los discípulos de su presencia visible, Jesús no los dejó huér­fanos (cf. Jn 14, 18). Les prometió que­darse con ellos hasta el fin de los tiem­pos (cf. Mt 28, 20), les envió su Espíritu (cf. Jn 20, 22; Hch 2, 33). Por eso, la co­munión con Jesús se hizo en cierto modo más intensa: por la comunicación de su Espíritu a sus hermanos, reunidos de to­dos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo" (Lumen gen­tium, n. 7)» (44). Jesús sigue actuando mediante la poderosa intervención de¡ Espíritu Paráclito, que constituye la «me­moria» continua y fíe¡ de lo que Jesús dijo e hizo (cf. Jn 14, 26), y que, día tras día, va plasmando al mismo Jesús en la Iglesia y en los discípulos, haciendo de ellos el cuerpo vivo de Cristo.

32. Como enseña el Concilio, la presencia del Señor Jesús adquiere distintas formas: «Cristo está siempre presente en su Iglesia, principal­mente en los actos litúrgicos. Está pre­sente en el sacrificio de la misa, no sólo en la persona de] ministro sino tam­bién, sobre todo, bajo las especies euca­rísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos. [ ... ] Está presente en su palabra, pues es él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura. Está presente, finalmente, cuando la Iglesia suplica y canta sal­mos, el mismo que prometió: "Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ello" (Mt 18, 20)» (45). Además, «presente está él en su Iglesia, que ejerce las obras de misericordia, no sólo porque cuando ha­cemos algún bien a uno de sus hermanos pequeños se lo hacemos al mismo Cristo (cf. Mt 25, 40), sino también porque es Cristo mismo quien realiza estas obras por medio de la Iglesia y socorre así con­tinuamente a todos los hombres con su divina caridad. Presente está en su Igle­sia peregrina y que anhela llegar al puer­to de la vida eterna, ya que él habita en nuestros corazones por la fe [cf. Ef 3, 17) y difunde en ellos la caridad por obra de¡ Espíritu Santo que nos da (cf. Rm 5, 5)» (46); está presente «en los pobres, los enfermos, los presos (cf. Mt 25, 31­46), en los sacramentos de los que él es autor» (47). Otra presencia especial del Señor puede vislumbrarse incluso en per­sonas particularmente próximas a él: «Dios manifiesta de forma vigorosa a los hombres su presencia y su rostro en la vida de aquellos que, compartiendo nues­tra misma humanidad, sin embargo se transforman más perfectamente a ima­gen de Cristo (cf. 2 Co 3, 18). En ellos, él mismo nos habla y nos da un signo de su Reino» (48). En esta misma línea, la presencia de Jesús se realiza en las familias, en los grupos, movimientos, comunida­des parroquiales, allí donde haya una persona que, amando, viva y encarne el nuevo mandamiento del amor (cf. Jn 15, 1‑17). Presencia la suya que se manifies­ta en la concreción de una comunidad cristiana que vive en el amor, con un solo corazón y una sola alma, haciendo suyas las actitudes de la Iglesia de los Apóstoles (cf. Hch 2, 42‑48; 4, 32‑35).

Hasta tal punto llega la presencia de Jesús en la Iglesia, su Cuerpo, que la misma actividad de ésta es participación en la misión de Jesús. Todo lo que la Iglesia «tiene» y «es» es fruto del amor oblativo de Cristo; ella no sólo «nace» del amor y del don de Cristo, que la amó y por ella se entregó (cf. Ef 5, 25), sino que «es» ese mismo amor de donación hecho visible y activo en la historia. Por ello, tal y como Cristo es el «sacramen­to» del amor del Padre, así la Iglesia es el «sacramento» del amor de Cristo. Para ello existe, para ello la envía Cristo al mundo. De aquí se deriva que ‑si bien con distintas modalidades y pese a fra­gilidades e imperfecciones‑ la Iglesia representa al Señor, toma parte en su misión de salvación, y se halla animada y sostenida por la fuerza de su Espíritu. Como escribe San Ambrosio, «la Iglesia no brilla con luz propia, sino con el es­plendor de Cristo» (49): es su sacramen­to vivo.

«Ciertamente, grande es el conoci­miento de nuestras limitaciones, pero igualmente fuerte es la certeza de su presencia y de su constante intervención salvífica» (50). Esta es la profesión de fe que el Sínodo desea proclamar sin reti­cencia alguna. Pero es también motivo fundamental de ese examen de concien­cia que el Sínodo quiere propiciar en nuestras Iglesias.

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