El encuentro
con Jesús genera la misión
35. Con el
reconocimiento de Cristo resucitado y vivo, los dos discípulos podían pensar
que su viaje había concluido en Emaús y que Jesús permanecería con ellos. En
cambio, precisamente entonces, cuando «se les abrieron los ojos y lo
reconocieron», el Resucitado «desapareció» (Lc 24, 31). Ni la comprensión
consoladora de la Escritura, ni la experiencia gozosa de la Eucaristía eran el
término de su viaje. La meta de éste era Jerusalén: la ciudad de Dios, el lugar
de la convivencia humana auténtica, la ciudad ideal, símbolo de todo
acontecimiento histórico‑civil y de la ciudad definitiva, resplandeciente
de la gloria de Dios (cf. Ap 21, 10). Como si el reconocimiento de Jesús como
Resucitado y vivo, presente en su Iglesia, llevara necesariamente a la «misión»,
vivida en la concreción de la historia hasta la realización definitiva que se
cumplirá con el regreso del Señor.
Por ello, «levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén,
donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros» (Lc 24, 33). Alúdese
aquí a una dimensión esencial de la misión: ésta no puede vivirse más que en
la comunión, no sólo alrededor de la Palabra y de la Eucaristía, sino también
en torno a los Apóstoles y a sus sucesores. Es más, puede decirse que la misión
constituye una exigencia intrínseca de la comunión, de esa comunión con Jesús
de la que se deriva la comunión de los cristianos entre sí: «La comunión y la
misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican
mutuamente, hasta tal punto que la comunión representa a la vez la fuente y
el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión es para la
comunión» (54).
Una vez llegados a Jerusalén, los dos oyeron resonar el
anuncio: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón» (Le
24, 34) y, por su parte, «contaron lo que les había pasado por el camino y cómo
lo habían reconocido al partir el pan» (Le 24r 35). Se nos remite con ello al
contenido fundamental que debe anunciarse, celebrarse y servirse a través de
toda la misión de la Iglesia: el anuncio de que Cristo resucitado y vivo es el
único Salvador de todos los hombres debe seguir resonando hoy y siempre, en
cada Iglesia, entre las diferentes Iglesias y hasta los extremos confines DEL
mundo. Esto es lo que el Sínodo desea estimular y comprobar, con la convicción
de que lo que hemos recibido gratuitamente de Dios mediante la viva tradición
de nuestros padres, durante toda la historia de la evangelización de nuestro
continente, así como lo que hemos asimilado por medio de la escucha de la
Palabra y la celebración de los sacramentos, todo e'1o hemos de ofrecerlo a
nuestra vez de forma gratuita al europeo de hoy y a todos aquellos a los que el
Señor nos envía. La alegría que nos transmite el Resucitado al explicarnos
las Escrituras y partiendo el pan para nosotros, nos impulsa junto con todas
las Iglesias a «salir de Emaús» para devolver a muchos otros esa plenitud de
sentido de la vida que nos ha sido dada y de la que ellos mismos guardan honda
nostalgia, incluso cuando se consideran indiferentes o parecen rechazarla.
36. Este es el reto lanzado a las Iglesias de Europa. También
para ellas, como para todas las Iglesias diseminadas por el mundo, resuenan
las responsabilizadoras palabras de Juan Pablo II: «Inspirándose en la pedagogía
de la Encarnación, la comunidad cristiana está llamada a caminar con Cristo
junto al hombre de hoy, sosteniéndolo en la difícil búsqueda de la verdad y
ayudándole a percibir, de alguna manera, la presencia del Redentor donde vive
su existencia, marcada por la incertidumbre ante el futuro, por la injusticia,
por la desorientación y, algunas veces, por la desesperación. Confiando en la
presencia del Señor, a través de la escucha, el diálogo, la celebración de la
Palabra y de los sacramentos, los cristianos sabrán llevar así a sus
contemporáneos de la desconfianza y del extravío al testimonio gozoso de Cristo
resucitado» (55).
Ante tales perspectivas propias de la dimensión misionera
del misterio de la Iglesia, parece detectarse en nuestras Iglesias cierta debilidad:
a menudo la misión queda reducida al régimen ordinario de la vida y de la
praxis eclesial, conforme a una pastoral de «conservación»; se registra cierto
cansancio a la hora de «salir de sí» y dar vida a una pastoral más propositiva
e innovadora ‑cansancio que en ocasiones, por lo menos en algunas comunidades
eclesiales de los antiguos países comunistas, parece inducida también por el
complejo clima de miedo, sospecha, dependencia y falta de creatividad
impuesto durante decenios por el régimen dominante a la sazón‑; la misma
misión ad gentes, si bien sigue
apreciándose también por la presencia a menudo heroica de misioneros originarios
de las propias Iglesias, atraviesa sin embargo por algunas dificultades debidas
al descenso de las vocaciones, achacable entre otras causas a una especie de
encastillamiento de las Iglesias en sus necesidades.
Este estado de cosas, sin embargo, lejos de desanimar
o inmovilizar, se transforma en un estímulo más con vistas a capacitar para una
misión que devuelva esperanza a la Europa de hoy.