Devolver esperanza a Europa

37. El Sínodo pretende proclamar que la esperanza de Europa reside en la cruz de Cristo, «símbolo del amor de Dios hacia nosotros los hombres, un amor que reconci­lia, que supera dolor y muerte y es promesa de fraternidad para todos los hombres y los pueblos, fuente divina de fuerza, para el comienzo de una renovación de toda la creación» (56), y que la esperanza posee sólidos cimien­tos cuando procuramos confor­marnos a la voluntad de Dios mediante una disposición per­sonal a la fe (57).

En esta labor nos sostiene y nos guía la certeza de que «Cristo Señor es el camino; él sana nues­tras heridas internas y externas, recons­truye en nosotros la imagen divina que habíamos ofuscado con el pecado» (58) y de que las raíces cristianas de Europa ‑re­descubiertas y revitalizadas‑ pueden in­fundir en todos una esperanza viva y un dinamismo nuevo que lleve a superar las dificultades del momento presente y ase­gure un porvenir de creciente progreso es­piritual y humano (59).

Alimentar estas convicciones para dar nueva esperanza a Europa resulta parti­cularmente urgente hoy, en los umbrales del tercer milenio. Y ello porque «la Puer­ta Santa del año 2000 se abrirá sobre una sociedad que necesita ser iluminada por la luz de Cristo. La "vieja Europa" ha reci­bido el don del Evangelio, pero invoca ahora un nuevo anuncio cristiano que ayude a personas y naciones a conjugar libertad con verdad y que asegure unos cimientos espirituales y éticos a la unifi­cación económica y política del continen­te» (60).

Por otra parte, no cabe duda de que incluso la renovación social de Europa sólo puede fundarse de manera sólida en Cristo resucitado, y las Iglesias con sus pastores podrán contribuir a esa renova­ción apiñándose en torno a Cristo, depo­sitando en él ‑presente y vivo entre no­sotros hasta el fin de los tiempos‑ su confianza y basando sólo en él sus pro­yectos y su acción pastoral (61). Tampoco puede desfallecer la confianza, a pesar de todos los problemas y las dificultades, pues, como ha repetido insistentemente el Papa y pese a las voces de los profetas del pesimismo, «en la proximidad del ter­cer milenio de la Redención, Dios está preparando una gran primavera cristiana, cuyo comienzo ya se vislumbra (Redemp­toris míssio, n. 86)» (62).

38. Si examinamos desde este punto de vista la realidad de nuestras Iglesias y escuchamos la lectura que éstas hacen de sí mismas, está exten­dida la convicción de que Jesucristo, vivo en su Iglesia, sigue siendo fuente de es­peranza para Europa. Empero, al mismo tiempo se pone de relieve que este hecho no acontece de forma automática, sino en la medida en que las Iglesias de hoy, con sus numerosas articulaciones, se es­fuerzan concretamente por revivir y ac­tualizar la praxis evangelizadora realizada por Jesús de Nazaret en su existencia his­tórica: su humanidad y humildad, su rela­ción filial con el Padre de la vida, su sen­tirse consagrado por el Espíritu y enviado al mundo; su compasión concreta por los pobres, sus muchos gestos con vistas a li­bertar de tantas formas de opresión, a devolver salud, vida y alegría; su amor a la verdad, su testimonio del reino de jus­ticia y de paz hasta el sacrificio total de sí mismo.

De aquí la amplia convergencia a la hora de subrayar la necesidad de devolver sentido a la vida del europeo actual y de crear algunas condiciones para que la Iglesia pueda dar vida a esta presentación de Jesús como esperanza para Europa: reconocer en la fideli­dad del Señor y en su Resurrec­ción la fuente y el sustento de la propia esperanza; la necesi­dad de mostrar de forma com­prensible y estimulante al mis­mo tiempo la persona de Cristo y los valores cristianos; abrir personas y culturas a lo sobre­natural; ofrecer la experiencia del poder sanador de la miseri­cordia divina; predicar la fe con la palabra y con la vida y con un lenguaje que las gentes de hoy, y especialmente los jóve­nes, puedan entender; ofrecer, especialmente el algunos am­bientes, el testimonio de una comunión en la diversidad, in­cluso a nivel social.

Más específica mente, la aportación de la Iglesia al cre­cimiento de la esperanza en Europa puede delinearse de la siguiente manera: la espi­ritualidad puede constituir una respuesta a la vacuidad y frustración de la civili­zación consumista; el espíritu comunitario puede derribar las barreras de las preven­ciones, los nacionalismos, la atomización de la sociedad; el testimonio misionero es expresión de desvelo por el bien de cada individuo, para que éste descubra el senti­do de su vida.

A nivel de fundamentos, se trata de creer y anunciar, especialmente en tiem­pos de pluralismo como los nuestros, que la Trinidad es fuente y manantial de la vida de todo el hombre y para todos los hombres, y que en la revelación de la Tri­nidad ahonda su raíz la dignidad de cada hombre y cada mujer como hijos del Padre, llamados a compartir y a construir junto con el Espíritu una comunidad de amor.

Se trata también de ser una Iglesia que, fiel a las notas teológicas del Credo ‑uni­dad, santidad, catolicidad, apostolicidad‑, sea capaz de ofrecer y atestiguar: fe au­téntica; caridad fraterna; una vida vivida conforme a las Bienaventuranzas, cuyo modelo es Jesús; una vida tejida de huma­nidad y humildad; el perdón en una comu­nidad de hermanos; la prontitud para co­laborar y trabajar con los hombres de bue­na voluntad por el bien de todos y especialmente de los necesitados. En una Iglesia así, los creyentes ‑unidos al Padre y consagrados en el Espíritu en la verdad ­sabrán comunicar esperanza, reviviendo la vida de Jesús, caminando con él como pe­regrinos hacia la casa del Padre, siendo transparencia de su humanidad y humil­dad, comunicando compasión y perdón además de liberación y alegría, constru­yendo la justicia y la paz, viviendo a nivel personal y litúrgico una vida de oración concebida como encuentro personal con el Señor.

39. No faltan sin embargo quienes destacan que la relación entre Jesucristo, la Iglesia y la esperanza no resulta siempre tan evidente en el tejido concreto de muchas comunidades. Tam­bién se reconoce la existencia en las dis­tintas Iglesias de actitudes y comporta­mientos, detectables de diferentes mane­ras, que ofuscan la esperanza. Entre estos se señalan: la tentación del poder tempo­ral y de apoyarse en la fuerza de las finan­zas y de una organización muy eficaz; una forma ‑si bien latente‑ de ciericalismo de nuevo cuño; la fascinación engañosa por las maneras fuertes en las propuestas, con el peligro de manipular las conciencias y de evitar un trabajo preliminar de evange­lización; el peligro de ceder ante formas refinadas de paternalismo en la realización de muchos servicios caritativos y asisten­ciales.

De ello se derivan: la necesidad de un examen de conciencia; la exigencia de dar lugar a un nuevo compromiso de «conver­sión» con vistas a eliminar o por lo menos a reducir la divergencia más o menos am­plia que existe entre Evangelio proclamado con las palabras y Evangelio vivido en los hechos; la urgencia de dar lugar a relacio­nes de solidaridad auténtica entre las dis­tintas Iglesias, entre ricos y pobres, pero también con las Iglesias extracuropeas, con una apertura real al mundo. Con vis­tas a comunicar esperanza, algunos subra­yan también la necesidad de: fomentar la formación cristiana de profesionales, polí­ticos y funcionarios públicos; crear, a a través de los medios de comunicación, una opinión pública animada por los valores cristianos; educar para el sentido de Euro­pa y de la «mundialidad» como exigencia de fe.

Por encima de todo, sin embargo, se dan algunas condiciones previas para que nuestras Iglesias puedan ser portadoras de esperanza para la Europa actual. Se trata de condiciones relacionadas con el aspec­to mismo de la Iglesia y con su forma de ser y estilo de vida. El Sínodo quiere llamar la atención sobre ellas y estimular un exa­men de conciencia al respecto.

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