Una Iglesia que
reconoce y acoge la presencia y la acción de Cristo y de su Espíritu
40. La
esperanza se debilita o desaparece cuando se debilita o desaparece la certeza
de que en los avatares de la vida personal, familiar, social y eclesial sigue
estando presente el Señor con su Espíritu, y se abre camino la convicción de
que todo depende de la casualidad y está de alguna forma abocado al sin
sentido.
Si es ésta ‑como parece‑ una de las dimensiones
fundamentales de la crisis cruciales de nuestra época, es tarea irrenunciable
de la Iglesia creer y atestiguar que hoy también Jesucristo sigue estando
presente en la historia con el don de su Espíritu. Se trata pues de alimentar
la convicción de que el Espíritu de Cristo está presente y actúa, llega antes que
nosotros, trabaja más que nosotros y mejor que nosotros: él, en la
invisibilidad y a menudo en la pequeñez y en la debilidad, está jugando
realmente su partida victoriosa. El es quien prolonga en el tiempo y en el
espacio la misión de Cristo Señor y constituye a la Iglesia como corriente de
vida nueva, que discurre por entre la historia de los hombres como signo de
esperanza para todos.
En su vida y en su misión, la Iglesia está llamada pues a
moverse creyendo y atestiguando que el Espíritu es capaz de superar las
divisiones y fragmentaciones; sabe dar paz a los corazones y fortificarlos con
la alegría de la comunión con el Padre y con el Hijo en él; es el alma de la
unidad de la Iglesia y transforma a la misma comunidad cristiana en signo, instrumento
y profecía de la unidad del mundo. Se trata de creer ‑y, en
consecuencia, de reconocer que, en el Espíritu Santo, Jesús toma posesión hoy
de los corazones que a él se abren tanto en la escucha de la Palabra y en la
participación en los sacramentos, como más en general en la aceptación del
misterio de la vida y de la muerte y en la experiencia de la caridad, de la
solidaridad y de la justicia. Se trata de ser una Iglesia que crea y atestigüe
con su estilo que el Espíritu Santo es el Señor que da la vida porque hace
presente aquí y ahora al Viviente, más allá de toda barrera social, racial,
cultural y religiosa, y que este mismo Espíritu ya trabaja en el corazón de
todo hombre, en el corazón de las ciudades y de la historia de Europa y del
mundo, para suscitar en ellas, hoy como ayer, personas y grupos que sean como
Jesús, que como él piensen, actúen, sufran como auténticos hijos de Dios, y que
como él den la vida por los hermanos. Signo de esta forma de ser y vivir son,
entre otros elementos, la capacidad de un discernimiento realista sobre las
condiciones positivas y negativas de la fe en nuestra época, sin recrearse en
vacuos optimismos ni en estériles pesimismos, y de vislumbrar y fomentar esa
red de relaciones de amor que el mismo Espíritu va formando hoy también en
Europa y que son reflejo de esa red de relaciones de amor que es la Trinidad
santa.
Si ello no fuera así, también nuestras comunidades eclesiales
caerían en una de las tentaciones más sutiles y malignas: la que consiste
precisamente en olvidar la presencia del Espíritu. Y ello nos llevaría
irremediablemente al cansancio, a la desilusión, a la insignificancia y a la
pura repetitividad pastoral. Sería señal del desfallecimiento de la
confianza, típico de quien piensa que Dios nos ha abandonado en un mundo malo,
contra el que hemos de luchar con armas desproporcionadas, pues la
indiferencia, el egoísmo y el olvido de Dios acaban triunfando de forma, si
bien paulatina, inexorable. De esta forma, en vez de ser portadora de
esperanza, la Iglesia contribuiría a acrecentar ese sentimiento de tristeza
que ya parece atravesar Europa.
Entre las señales y los dones de la presencia y de la
acción del Espíritu en nuestro tiempo, que son al mismo tiempo importantes
indicaciones para nuestro camino, hay que incluir el Concilio Vaticano II, el
Catecismo de la Iglesia Católica, la celebración y las indicaciones del Sínodo
para Europa de 1991 (63). Hoy resulta necesario tener constantemente ante
nuestra mirada estos tres grandes dones‑señales de tráfico que el
Espíritu Santo ha puesto en el camino de la Iglesia, e interrogarnos acerca
del provecho que hemos sacado a dichos dones y si nos hemos dejado conducir
por estas señales en los años pasados, así como sobre las perspectivas que esos
mismos dones‑señales de tráfico pueden abrirnos en el futuro.