Una Iglesia transparencia de Cristo y modelada por su rostro

41. Si, como se ha recordado, toda la Iglesia hace referencia a Cristo, es fruto de su amor de plena dona­ción (cf. Ef 5, 25), o mejor dicho, es este mismo amor presente y activo en la histo­ria, es menester que su pastoral no se base y no deposite su confianza en las fuerzas humanas, sino en la gracia de Dios, en su amor providente y todopoderoso, en las fuerzas que otorgan Cristo y su Espíritu. La raíz viva y vivificante de la acción de la Iglesia debe pues consistir en su comunión con Cristo, en el creciente amor a él, en la intimidad de vida con él.

Para ser espejo diáfano de Cristo, la Iglesia ha de contemplar a Cristo, a su Es­poso, con incansable amor. La oración que a él se dirige, la escucha de su palabra, la meditación de sus gestos, la asimilación a su misterio, la participación en su gracia son los elementos esenciales y las condi­ciones irrenunciables para ser transparen­cia real de Cristo, fuente de confianza y de esperanza.

En pura coherencia, la primera tarea esencial consiste en comprobar el rostro de nuestras Iglesias para hacerlo cada vez más conforme al rostro de Cristo. Si es verdad, de hecho, que la Iglesia depende totalmente de la Palabra del Señor, que la genera, al hablar de ella hemos de ser conscientes de que hablamos de Jesús, y al describir su rostro debemos referirnos al de Jesús, para que la contemplación de su rostro pueda traducirse en acciones, es­tructuras y reglas en la dicha y en la paz del Espíritu Santo.

Si quieren ser capaces de atestiguar y difundir la esperanza, nuestras Iglesias han de querer ser el Cuerpo de Cristo cru­cificado en la historia, la re‑presentación de su rostro a lo largo del tiempo, con­fiando en la gracia del Espíritu y en la mi­sericordia de aquél que perdona las faltas con las que desfiguramos a diario ese ros­tro dulcísimo y santo. Especialmente hoy en día, se trata de comprender, al con­templar el rostro del varón de dolores, ante el que uno oculta la cara, que nues­tro rostro no podrá ser otro que el suyo; que nuestra debilidad será fuerza y victo­ria si es la re‑presentación del misterio de la debilidad, de la humildad y de la man­sedumbre de nuestro Dios. Esta mística eclesial de la «imitatio Christi» es la que inspiró al Concilio y que vuelve una y otra vez en el arranque y en otros pasajes de la Constitución sobre la Iglesia: «iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Igle­sia» (64); la Iglesia «se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras» (65).

Precisamente esto es lo que el Sínodo debe reiterar y fomentar, amén de deman­dar un valiente y saludable examen de conciencia al respecto.

42. En esta misma línea, hemos de preguntarnos si en la acción pastoral, más allá de una planificación y organización que no dejan de ser necesa­rias, no se corre el peligro de medir el éxi­to con arreglo al número de iniciativas emprendidas y de las personas que res­ponden a ellas, o por los medios y las fuer­zas de que se dispone. Contra toda tenta­ción de caer en el activismo, y para poder contribuir a renovar la esperanza, es me­nester salvar a cualquier precio, en la pas­toral, la primacía de lo espiritual, y ello en primer lugar mediante un recurso incesan­te a la oración, con la certeza de que ésta «siempre significa una especie de "confe­sión« de reconocimiento de la presencia de Dios en la historia y de su obra en favor de los hombres y de los pueblos» y que «al mismo tiempo la oración fomenta una más estrecha unión con él y un acercamiento mutuo entre los hombres» (66). Y ello, por otra parte, con la convicción de que no puede haber renovación auténtica ‑inclu­so social‑ que no arranque de la contem­plación: «El encuentro con Dios en la ora­ción introduce en los pliegues de la histo­ria una fuerza misteriosa que toca los corazones, los induce a la conversión y a la renovación, y justamente en esto se convierte también en una poderosa fuerza histórica de transformación de las estruc­turas sociales» (67).

Desde esta perspectiva, el Sínodo debe­rá examinar si las Iglesia que están en Eu­ropa, antes de ser Iglesias que «hacen« algo, son Iglesias que alaban a Dios, reco­nocen su primacía absoluta, permanecen ante él en silenciosa adoración.

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