Por una
comprobación de la comunión en la Iglesia
46. Por regla
general, ha de reconocerse que, si bien se han realizado avances
significativos en la elaboración de una teología de la koinonía, sigue en pie en la Iglesia una praxis no suficientemente
comunicativa. De aquí la exigencia de profundizar, mediante un sincero
diálogo, las consecuencias de la teología de la comunión para la relación entre
la Iglesia que preside la comunión universal y las Iglesias particulares, en
las mismas Iglesias particulares, en la vivencia diaria de las Iglesias locales
y, de manera especial, en las tomas de decisión eclesiales.
De entre las señales más concretas y evidentes en las que se
manifiesta la comunión en las Iglesias de Europa, se recuerdan generalmente:
la vida de asociación en grupos y movimientos; la difusión del fenómeno del
voluntariado; las innumerables iniciativas de solidaridad para con los más
necesitados tanto del propio país como de los países más pobres, especialmente
los del hemisferio Sur y de Oriente.
Tampoco falta quien subraya, entre los factores de comunión y
de unidad en el seno de la comunidad cristiana: el carácter imprescindible de
la comunidad parroquial como lugar básico de comunión; la comunión en el presbiterio
y entre las distintas comunidades, incluso mediante nuevas formas de
articulación de las mismas (como las denominadas «unidades pastorales»); la
cooperación entre las Iglesias en la misión ad gentes, tanto con vistas al anuncio evangélico como mediante
formas de solidaridad concreta con las Iglesias más pobres, realizadas con
distintos instrumentos, entre los que hay que destacar los «hermanamientos» entre
comunidades.
74. Se subraya en especial, para una visión y experiencia
correctas de Iglesia como realidad de comunión, la centralidad del papel de la
parroquia como realidad en la que ‑con todas sus fragilidades‑
puede vivirse de forma tangible y sin exclusiones el valor de la comunión y de
la corresponsabilidad. Se trata, eso si, de una parroquia que hay que
interpretar y vivir como lugar privilegiado de la pastoral ordinaria (en el
que la fe puede hacerse accesible a todos en las condiciones de la vida
diaria), de la corresponsabilidad pastoral y de la dinámica misionera.
Efectivamente, la parroquia sigue siendo el lugar en el que «los fieles de
sensibilidades diferentes comulgan en la misma liturgia, en donde los
movimientos especializados se encuentran, en donde las actividades de
catequesis, de formación, de preparación para los sacramentos, de apostolado o
de ayuda mutua se coordinan sin divisiones» (68). Tampoco falta quien subraye,
a este respecto, la importancia de poner en pie una relación correcta de
coordinación y buena integración entre la comunidad parroquial y los distintos
movimientos eclesiales: si así se hace, estos últimos pueden aportar un gran
estímulo a la misión, ayudar a alimentar la vida espiritual, a formar a los
jóvenes, a compartir la preocupación apostólica en los diferentes ámbitos de la
vida, a hacer eficaces y constantes la acogida y el servicio a los más necesitados
(69).
También hay quien ‑notando como las relaciones
existentes entre comunidades cristianas concretas siguen estando marcadas en
mayor o menor medida por actitudes y conductas que van desde la aceptación
sincera y la mera tolerancia hasta el distanciamiento recíproco, la contraposición
polémica o incluso el rechazo pone de relieve el valor de comunión de todas
aquellas iniciativas que, en ámbito parroquial o interparroquial, tienen como
fin proponer itinerarios que tienen en la debida cuenta las condiciones de vida
y las situaciones reales de los distintos interlocutores.
48. Tampoco faltan estímulos con vistas a afrontar la
cuestión de la mujer en la sociedad y en la Iglesia, y ello tanto subrayando
que en las distintas comunidades eclesiales se han registrado avances ‑más
relevantes y valientes en unas, menos adelantados y más timoratos en otras‑
con vistas a eliminar visiones unilaterales que no reconocían plenamente la
igualdad de dignidad, derechos y deberes de hombres y mujeres en los distintos
sectores de la vida familiar y social, y de la aportación específica de las
cristianas a la vida y a la acción evangelizadora de la Iglesia, como
reconociendo con franqueza que ‑especialmente en algunas Iglesias- aún
queda mucho camino por recorrer.
También se advierte que otro ámbito en el que el crédito de
la Iglesia como promotora de comunión está sometido a duras pruebas es su
actitud y conducta para con las personas que se hallan en situación matrimonial
irregular. En este campo, el reto consiste fundamentalmente en proclamar los
valores morales de manera fiel al Evangelio sin dejar por ello de ser casa
capaz de acoger y apoyar.
Por último, hay quien subraya la urgencia y la importancia
de la comunión entre las Iglesia europeas y extraeuropeas, comunión que
debería realizarse mediante contactos que han de transformarse en auténtico «intercambio
de dones».
49. Especial relieve se atribuye al tema de la relación y
colaboración entre presbíteros y laicos. A este respecto, nos hallamos ante
situaciones diferentes y a veces de signo opuesto, si bien parece bastante unánime
el deseo de que se realice una buena cooperación. Esta ‑se advierte‑
no sólo debe enfrentarse a la situación de emergencia debida a la falta de
sacerdotes, sino que debe basarse cada vez más en la convicción de que el
ministerio ordenado y el sacerdocio común, si bien difieren esencialmente y no
sólo en el grado, están sin embargo ordenados el uno al otro, completándose mutuamente
(70).
Entre quienes viven una participación consciente y concreta
en la vida de la comunidad eclesial ‑gracias también a la existencia de
los diferentes consejos y organismos de participación de nivel parroquial y
supraparroquial‑ se asiste a un desarrollo positivo de la colaboración, y
a menudo de la corresponsabilidad, en un plano de igualdad reconocida, si bien
respetando los papeles y competencias de cada uno. Esto sucede no sólo en la
vida parroquial, sino también en el ámbito de los nuevos movimientos y en las
comunidades de vida consagrada.
Persisten sin embargo muchas situaciones en las que los
curas mantienen una mentalidad bastante dominante y autoritaria, que no da
lugar a un adecuado respeto a la madurez de los fieles laicos y a su condición
de personas adultas y responsables en tantos sectores de la vida familiar y
social, así como a valorar la valiosa contribución que éstos pueden aportar a
la comunidad eclesial. Aunque esta situación va cambiando de forma progresiva,
lo cierto es que con frecuencia una colaboración efectiva en la misión común
queda aún alejada de la realidad.
Tampoco faltan Iglesias en las que la colaboración sacerdotes‑laicos
no se siente como prioridad que hay que procurar.
Por lo que se refiere a la Europa central y oriental, se nota
que la subsistencia de algunas dificultades para una colaboración precisa y
formalizada entre sacerdotes y laicos se debe también, en algunos casos, a que
bajo los regímenes comunistas la asunción de responsabilidad iniciativa, además
de no verse ni educada ni favorecida, a menudo quedaba prohibida y reprimida.
Por otra parte, sin embargo, no puede silenciarse que, precisamente en los
años de la dictadura, no fueron pocos los laicos que protagonizaron una real
corresponsabilidad eclesial ‑si bien escondida y mortificada exteriormente‑,
corresponsabilidad que alcanzó a menudo formas de testimonio heroico de fe y
amor a la Iglesia, presupuestos esenciales para la realización de modalidades
más precisas y estructurales de colaboración con los presbíteros. En
cualquier caso y en las más diversas situaciones laicales, es menester un
profundo cambio de mentalidad, que debe realizarse y que requiere tiempo,
paciencia y formación por parte de todos los interesados.
50. Otro ámbito especial de comunión que interroga a las
Iglesias es el relacionado con la atención y el desvelo para con quienes viven
al margen de la comunidad cristiana, y especialmente para los «alejados», sin
querer dar a este último término ninguna valoración moral.
Generalmente se subraya que entre las formas en las que se
expresa también a este respecto el rostro de comunión de la Iglesia hay que
recordar en primer lugar las formas de relación que se logra realizar en algunas
ocasiones especiales y a menudo de carácter episódico, como: la preparación o
celebración de los sacramentos para los hijos, el momento de la celebración de
un matrimonio o de un funeral: momentos de crisis existencial; ciertas fiestas
litúrgicas o populares; ocasiones de turismo religioso o de peregrinación; la
bendición anual a las familias; las misiones populares.
Tampoco faltan iniciativas específicas fomentadas por algunas
Iglesias, como son: cátedras de encuentro de partidarios de distintos
humanismos con testigos cualificados en ámbito católico; confrontaciones
culturales mediante reportajes radiofónicos y televisivos; inserción del
pensamiento católico en la prensa de inspiración «laica» y acogida del
pensamiento de autores laicos en la prensa católica; espacios de escucha y
confrontación en distintos niveles.
También resultan muy apreciadas las posibilidades abiertas
por acciones pastorales sectoriales, como la atención pastoral a los
militares. También se pone de relieve el papel que pueden desempeñar las
escuelas católicas, buscadas a menudo también por personas no especialmente
próximas a la Iglesia, así como la enseñanza de la religión en las escuelas
públicas. Otro espacio harto valioso lo ofrece el patrimonio artístico y cultural,
que puede transformarse en punto de encuentro para quienes se han «alejado de
la Iglesia».
Tampoco hay que infravalorar, por muy difícil que
resulte su comprobación, la tupida red de relaciones pormenorizadas que se
crean en la familia, en el ambiente de trabajo, en las relaciones sociales, en
el tiempo de ocio, entre cristianos y cristianas que se consideran practicantes
o activos o de alguna manera sensibles a la religión y creyentes que se
incluyen en ese área de cristianismo caracterizado por una adscripción parcial
y discontinua a la Iglesia: espacios vitales todos ellos en los que se
comunica de forma espontánea e incisiva más un Evangelio «vivido» que un
Evangelio «proclamado».