En diálogo con
el judaísmo y con las demás religiones
62. Ya en la l
Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, al considerar lo
relacionado con la nueva evangelización y postulado por ésta, se cargaba el
acento en la importancia de instaurar y vivir una relación especial con
nuestros «hermanos mayores» judíos, con la convicción de que «la colaboración
común a múltiples niveles entre cristianos y hebreos, respetando la diversidad
y los contenidos específicos de las respectivas religiones, puede adquirir un
enorme significado para el futuro religioso y cívico de Europa y para la misión
que ésta tiene en relación con el resto del mundo» (77). Y ello no sólo porque
la fe y la cultura judías representan un elemento constitutivo del desarrollo
de la civilización europea, sino también y sobre todo por las raíces comunes
existentes entre el cristianismo y el pueblo hebreo. De hecho, la Iglesia,
debido a sus orígenes, mantiene una relación intrínseca, permanente y peculiar
con el pueblo hebreo. Por consiguiente, el diálogo con el judaísmo resulta
fundamentalmente importante para la autoconciencia cristiana y, por lo tanto,
para el mismo camino ecuménico.
Trátase por tanto de comprobar lo que se ha hecho en estos
años y de proseguir por el camino emprendido. De forma especial, no se trata
tan sólo de condenar y rechazar en cualquier nivel toda forma de antisemitismo.
De manera más positiva y radical, hay que «trabajar para que florezca una
nueva primavera en las relaciones recíprocas entre las dos religiones» (78).
Ello puede implicar, entre otras consecuencias, educarse para reconocer el singular
papel de Israel en la historia de la salvación; leer el Nuevo Testamento sin
sobreponerlo o contraponerlo al Antiguo, sino en continuidad con éste; venerar
el misterio del pueblo hebreo, conociendo su historia y tradiciones religiosas,
su cultura y sus tesoros espirituales, así como instaurar relaciones de
amistad y colaboración auténticas y fraternas con los miembros de las comunidades
judías, hasta llegar a desarrollar una responsabilidad conjunta ante los
problemas de la sociedad tanto en Europa como en cada país.
63. El aumento de las corrientes migratorias, al intensificar
el contacto con personas pertenecientes a otras tradiciones religiosas, fomenta
la exigencia de comprender más a fondo qué implica para la Iglesia y para los
cristianos la responsabilidad del anuncio del Evangelio es este contexto
multicultural y plurirreligioso. Se trata de una tarea a la que ni el Sínodo
ni las Iglesias que están en Europa deben sustraerse.
Como ya se afirmaba hace ocho años, al término de la 1
Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos, es menester que «las
demás religiones sean mejor conocidas, para poder establecer un fraternal coloquio
con las personas que pertenecen a las mismas y viven en medio de nosotros»
(79). No basta sin embargo con resolver la atención pastoral a las distintas
tradiciones en acciones caritativas y asistenciales; ni tampoco resulta
suficiente un compromiso común entre cristianos y miembros de las demás
religiones acerca de la justicia, la paz, la libertad, la salvaguardia de la
creación. Resulta en cambio urgente y necesaria una confrontación que estimule
providencial mente la recuperación y la profundización de valores fundamentales
de la tradición cristiana. Y ello porque «el respeto de la libertad y la justa
conciencia de los valores que se encuentran en las demás tradiciones
religiosas no deben inducir al relativismo, ni debilitar la conciencia de la
necesidad y de la urgencia de anunciar a Cristo» (80) y porque un diálogo
prudente y sincero, lejos de debilitar su fe, debe hacerla más sólida y profunda
(81).
64. De manera especial, habida cuenta de la relevancia
que la presencia del islam va asumiendo cada vez más en Europa, el diálogo con
los musulmanes se revela más necesario que nunca; empero, «debe ser conducido
con prudencia, con claridad de ideas en torno a sus posibilidades y a sus
límites, y con confianza en el proyecto de salvación de Dios respecto a todos
sus hijos. Para que la solidaridad mutua sea sincera, es necesaria la reciprocidad
en las relaciones, sobre todo en el ámbito de la libertad religiosa, que
constituye un derecho fundado en la misma dignidad de la persona humana y que
por tanto debe ser válido en todos los lugares de la tierra» (82). Hay que
afrontar pues con seriedad y amplitud de miras los retos que esta situación plantea.
Por ello, tanto promoviendo un preciso análisis y un discernimiento adecuado de
las distintas corrientes presentes en el islam como prosiguiendo con plena
claridad el diálogo con los musulmanes, «se trata de conocer mejor sus valores
espirituales y morales y, al mismo tiempo, permitirles tener una comprensión
justa de la fe y de la vida de la Iglesia a la que se acercan. A este respecto,
es útil que los sacerdotes y los laicos estén bien preparados para mantener
estos diálogos o para aconsejar a las comunidades más comprometidas» (83).