Para una comprobación de la vida litúrgica

68. Al considerar la realidad concreta de nuestras Iglesias, se comprueba cómo el encuentro con el mis­terio grande y santo DEL Dios Trinidad re­velado por Jesús en la liturgia y en otras formas de culto presenta un amplio surti­do de situaciones y experiencias.

En las comunidades en las que una ca­tequesis y una formación litúrgica adecua­das permiten preparar convenientemente las celebraciones litúrgicas, éstas constitu­yen momentos fuertes de encuentro deter­minado y profundo con el misterio divino y de comunión sincera entre hermanos y hermanas que comparten la misma fe en la alabanza, en la invocación y en gestos de gozosa acogida recíproca. Además de en las comunidades parroquiales del Este y del Oeste, estas experiencias están muy extendidas en las comunidades religiosas renovadas, en las nuevas fundaciones de vida consagrada y en los nuevos movi­mientos eclesiales.

También existen comunidades que os­tentan una larga tradición de frecuenta­ción de la misa festiva y de la diaria, de adoración al Santísimo Sacramento y de devoción mariana. Tampoco puede olvidar­se que muchos se encuentran con el mis­terio del Dios vivo preferentemente a tra­vés de expresiones hondamente arraigadas en las propias tradiciones religiosas popu­lares: de aquí la validez de la denominada religiosidad y piedad popular, que es me­nester sin embargo interpretar y dirigir.

En términos generales, debe reconocer­se en cualquier caso que nos encontramos ante una real realización de la reforma li­túrgica, si bien ésta no siempre halla dado origen a una renovación litúrgica real y profunda, por lo que es mucho lo que aún queda por hacer para intensificar esa «par­ticipatio actuosa» de todos los fieles que el Concilio deseaba y requería. En todo caso, la liturgia sigue siendo elemento central con vistas al crecimiento de la fe.

69. También hay que recordar, sin embargo, algunas situaciones caracterizadas por fenómenos que cabe definir, como mínimo, problemáticos.

En muchos países de Occidente, las ce­lebraciones litúrgicas están frecuentadas casi exclusivamente por ancianos ‑espe­cialmente mujeres‑ y niños, mientras se ven abandonadas por personas jóvenes y de mediana edad: de ello se deriva la ima­gen de una iglesia vieja, femenina e infan­til.

Tanto en el Este como en el Oeste, exis­ten experiencias en las que la preocupa­ción por resultar atractivos ensombrece la dimensión del misterio, de la adoración y la alabanza, exaltando la ritualidad, la compartición y cierto protagonismo del celebrante y/o de miembros activos de la asamblea: de ello se desprende, entre otras cosas, una imagen indudablemente viva y lozana de Iglesia, pero más atenta a la exterioridad y a la emotividad que a la hondura del encuentro con el misterio santo de Dios.

Tampoco faltan experiencias de cele­braciones litúrgicas y prácticas devotas muy preocupadas del rubriquismo, lo que contribuye a hacerlas en la práctica áridas y desalentadoras para muchas personas. En la vertiente opuesta, se detectan expe­riencias en las que, con tal de llegar al mundo de una religiosidad difusa, se crean e improvisan celebraciones litúrgicas y en­cuentros de oración que incumplen la nor­mativa vigente y dan origen a una especie de inaceptable y salvaje creatividad litúr­gica.

Un fenómeno que no hay que olvidar es por último el de algunos grupos tradicio­nalistas que, acentuando algunas formas litúrgicas externas, las elevan a criterio de ortodoxia. Es menester reflexionar acerca de esta mentalidad y sobre las consiguien­tes dificultades para la comunidad.

No hay duda que tales diferentes for­mas ‑a veces incluso contrapuestas‑ de entender y vivir las celebraciones litúrgi­cas, llevan con frecuencia a la creación de polarizaciones en las que también se de­positan otros aspectos que juntos contri­buyen a trazar un panorama en el que las que se confrontan, y por desgracia se con­traponen, son en realidad distintas formas de concebir y vivir la Iglesia.

En varios lugares, parecen surgir con especial relieve dos problemas: el primero interno a la vida de la Iglesia, el segundo provocado por el contexto cultural Por una parte, en la praxis concreta de la ce­lebración se siente cansancio, repetitivi­dad, tedio, uno estilo reiterativo y rutina­rio que provoca resignación; por otro lado, la cultura de la modernidad conduce a se­parar el rito del fundamento de la fe.

70. Se siente por tanto la urgencia de una formación adecuada que tenga carácter de iniciación al arte de celebrar. De aquí la necesidad de proponer en el anuncio y en la catequesis una «mis­tagogía litúrgica» más intensa. Con este fin, parecen útiles las siguientes medidas: trazar itinerarios de fe en los que cateque­sis, liturgia y caridad estén cada vez más conectadas y vinculadas; velar por una educación litúrgica esmerada de los futu­ros presbíteros y de los distintos agentes pastorales, especialmente de los animado­res litúrgicos y de quienes desempeñan en la liturgia algún ministerio; considerar la celebración eucarística como «cumbre y fuente» de toda acción litúrgica, sin dejar por ello de valorar la celebración comuni­taria de la Liturgia de las Horas y de pro­mover una correcta integración entre vida litúrgica y religiosidad popular; adecuar los ritos a las nuevas y distintas situacio­nes en que los fieles viven actualmente. Todo ello con la convicción de que, cuan­do se celebra en espíritu y verdad, cuando la celebración es acción participada por una asamblea, cuando textos y gestos sa­ben implicar, la liturgia se vive como real experiencia de misterio como partici­pación que es en el acontecimiento pascual y, por ende, fuente y expresión de vida espiritual auténtica.

Hay que subrayar también la oportuni­dad de un intercambio virtuoso que es menester realizar entre la tradición orien­tal ‑que en la acción litúrgica acentúa y valora en mayor medida la dimensión del misterio‑ y la occidental, más propensa a valorar las dimensiones de la comunión y de la misión.

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