71. Para servir realmente al «Evangelio de la esperanza», el ca­mino real no puede ser más que el de siempre. Consiste en el amor, que se trans­forma en testimonio auténtico de caridad, construcción de comunión dentro y fuera de la Iglesia, renovación y reactivación de algunas atenciones y prioridades pastora­les, compromiso por la edificación de una nueva Europa. Se trata, en resumidas cuentas, de permanecer en la historia de Europa, con amor.

El testimonio de la caridad

72. Trátase en primer lugar de hacer que los hombres se en­cuentren con el amor de Dios y de Cristo, en el Espíritu Santo. De esta forma se pue­de devolver la esperanza a quien la ve amenazada o la ha perdido, pues sólo cuando nos sabemos y sentimos amados podemos vivir con sentido nuestra exis­tencia y seguir esperando, incluso entre dificultades y fatigas de todo tipo.

Para realizar esto, resulta indispensable el testimonio vivido de la caridad.

Ello implica que los cristianos y las Iglesias de Europa no se conformen tan sólo con realizar gestos ‑por muy impor­tantes y necesarios que sean‑ de caridad, sino que «sean caridad», obteniendo para ello el don y la fuerza de ese manantial inagotable que es el mismo Dios. En este sentido, el testimonio de la caridad no puede reducirse desde luego a un pragma­tismo sin raíces, sino que debe «decir» y anunciar la caridad de Dios, o mejor, al Dios que es caridad. Se trata de comunicar al hombre europeo actual, así como a todo hombre y mujer de todos los tiempos, la dichosa noticia de que Dios nos ha amado el primero, de que Jesús nos amó hasta el extremo subiendo a la cruz y revelándonos el rostro del Padre, que se hace plenamen­te solidario con los hombres y sale a su encuentro comunicando el Espíritu Santo.

El Sínodo quiere por tanto renovar en la conciencia de los cristianos y de la Iglesia la certeza de que la caridad del Padre, que se dirige a nosotros en Cristo, se nos co­munica mediante la efusión del Espíritu. Esta misma caridad del Padre que vino a la historia de una vez por todas en Jesucristo y que sigue viniendo continuamente mediante el don siempre nuevo del Espíritu, sólo puede ser acogida y conocida plena­mente en la vivencia de la caridad, espe­cialmente en el amor mutuo. Se trata pues, precisamente a través de un signo creíble ‑si bien permanentemente inadecuado‑ del amor vivido, de que hombres y mujeres se encuentren con el amor de Dios y de Cristo que acude en su busca. Tal es el reto que aguarda a nuestras Iglesias, si quieren seguir siendo portadoras de espe­ranza.

En esta perspectiva, se trata de hacer que en nuestras Iglesias, en lo íntimo de la urdimbre de la vida y de la historia de nuestros países, se hallen individuos, fami­lias, comunidades que sepan vivir intensa­mente el Evangelio de la caridad.

Se necesitan por tanto personas y co­munidades que vivan un diálogo con las Personas divinas, diálogo que empieza con la escucha de la Palabra, la oración y los sacramentos, y se prolonga en el diá­logo con los demás hombres en todas las relaciones y actividades y en cualquier ambiente; que se dejen forjar por la ener­gía y la sabiduría de la caridad y que aco­jan a toda persona y todo acontecimiento como don y posibilidad de bien; que ha­gan de sí mismos un don a los demás en la atención, en el servicio, en la compar­tición, en el compromiso ético y cívico, en el perdón de las ofensas recibidas. De esta forma, su testimonio de caridad sa­brá ser eficaz remedio contra las enfer­medades de nuestro tiempo, y sabrán abrir aún el corazón de muchos a la ale­gría y a la esperanza.

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