Artífices de
comunión y solidaridad
73. No hay duda
de que la primera manera de vivir el testimonio de la caridad consiste en ser
artífices de comunión en la comunidad cristiana: como ya se ha visto, ésta es
por otra parte una de las condiciones previas para que las Iglesias puedan aportar
esperanza a la Europa actual (87).
Pero el testimonio de la caridad se extiende también allende
los límites de la comunidad eclesial. Ahí, en la sociedad civil en su
conjunto, el amor mutuo, que edifica la Iglesia como comunidad fraterna y
misionera, se vuelve factor de solidaridad. Por lo tanto, ser artífices de
comunión significa también fomentar la construcción de una sociedad solidaria,
ordenada con arreglo al principio de subsidiariedad. En este sentido, la Iglesia
está llamada a ser factor primario de estabilidad y comunión también bajo el
punto de vista social. Y ello partiendo de ese «misterio de comunión» profunda
y teológica que la constituye: la comunión en la Iglesia tiene su centro en la
Eucaristía, lugar primario del encuentro con Cristo y los hermanos, y
precisamente del encuentro alrededor de la mesa del Señor dimana esa hermandad
típica de la comunidad cristiana que extiende su influencia benéfica a la
sociedad civil. En esta perspectiva y con arreglo a esta lógica, los valores de
la solidaridad, de la reconciliación, del perdón, de la entrega a favor de los
últimos, del desinterés evangélico en el servicio al hombre que también se
expresa mediante la presencia y acción del voluntariado ‑valores todos
ellos que pertenecen a la esencia de la experiencia cristiana‑ no son ya
patrimonio exclusivo de los creyentes, sino recurso a disposición de toda la
sociedad. Se trata, sin lugar a dudas, de replantear estas convicciones y de
comprobar su realización.
74. En especial, en un contexto que ha acentuado los valores
de la libertad y la igualdad olvidando en el de la fraternidad, es menester
complementar la cultura de la libertad y de la igualdad con la de la solidaridad:
una solidaridad no concebida como mera asistencia, sino como valorización de
las distintas partes sociales.
En este sentido, y debido al incremento de las corrientes
migratorias, la solidaridad debe hallar expresión en formas de convivencia que
den el adecuado espacio a las diferentes presencias existentes en la sociedad.
Con el aumento de la mundialización, las reivindicaciones por parte de grupos
y minorías del derecho de ciudadanía y al pleno reconocimiento de su identidad
y diversidad, piden quedar reconocidas y tuteladas en un marco de valores y
normas comunes. Tampoco hay que olvidar, en este mismo contexto marcado por la
mundialización, la responsabilidad propia de Europa y sus Iglesias para con
los pueblos necesitados de todo, con la consiguiente necesidad de un examen de conciencia
acerca de las relaciones entre las Iglesias más ricas y las más pobres, tanto
en Europa como en el mundo entero. Ante las graves faltas del mercado liberalista
y la ineficacia y los costes del estado burocrático y asistencial, hay que
reconocer cada vez más el papel de la economía civil y ‑en términos más
generales‑ de la sociedad civil, capaz de conjugar solidaridad con responsabilidad.
Se trata en todo caso de ejemplos que demuestran la urgencia
y la necesidad de superar toda forma de ética privatizada ‑como la que a
menudo se extiende por el continente‑, que no puede constituir fundamento
adecuado para la convivencia, ya que la pérdida y el desmantelamiento de los
valores dificultan la construcción de una sociedad solidaria. Al contrario, precisamente
en la solidaridad concebida como valorización de los sujetos sociales, puede
buscarse la clave de un planteamiento más diferenciado y fecundo de la solución
de las tensiones sociales que caracterizan a la sociedad europea, si bien están
presentes en todas las sociedades del mundo. En ello Europa puede enviar un
mensaje de convivencia pacífica harto importante. Este planteamiento de matriz
cristiana debe extenderse en ámbito europeo. En Europa se necesitan unidades
que valoren el pluralismo, no sólo el de los Estados, sino también el de las
comunidades culturales y religiosas, de las partes sociales y de las familias.
La política ha de asegurar a todas estas realidades el derecho de ciudadanía;
en un marco unitario de valores compartidos y normas comunes, la variedad debe
transformarse en riqueza humana e incluso económica.
Grande puede ser la aportación a todo ello de las
Iglesias/y de los cristianos. Efectivamente, el cristianismo, con la fe en Dios
Padre de todos, ha introducido en la historia la conciencia de la dignidad de
la persona y de la fraternidad. Viviendo y atestiguando el amor mutuo incluso
en la sociedad civil, como artífices y promotores de solidaridad, los cristianos
manifiestan la presencia de Cristo Salvador de todos los hombres y de todo el
hombre, único del que nos puede llegar una esperanza que no defrauda.