Por la promoción de algunas atenciones y prioridades pastorales

75. En la Europa actual, atormentada por problemas antiguos y nuevos y marcada por esperanzas y opor­tunidades inéditas, vivir el testimonio de la caridad para servir al «Evangelio de la es­peranza» significa dar lugar a una acción pastoral animada y vivificada por un hon­do dinamismo misionero, concebido no sólo como anuncio valiente del Evangelio, sino también como disposición a salir de los angostos ámbitos eclesiales. El estilo misionero cristiano se caracteriza por la «simpatía» hacia los hombres, por la escu­cha de sus demandas, por el acompaña­miento de sus sufrimientos y por la pro­puesta serena y liberadora del mensaje de Cristo.

Este estilo requiere ‑hoy más que nun­ca‑ inventar nuevas formas de búsqueda del hombre mediante una presencia misio­nera de la Iglesia y de los cristianos en medio de los jóvenes, de los hombres de cultura, de los trabajadores, de los que su­fren, de quienes están en proceso de bús­queda. La acción misionera debe traducir­se pues en una presencia en el mundo con una lógica alternativa a la de éste, sino por otra parte hacerse incomprensible para los hombres de nuestro tiempo. De esta forma puede resonar en los trabajos del Sínodo el interrogante decisivo para nuestras Iglesias: ¿cómo seguir siendo se­ñal, en Europa, de un Dios que sigue bus­cando al hombre, dispuestos incluso a per­der posiciones rentables que pueden dar­nos la engañosa ilusión de que nuestros países sigan siendo cristianos, pero fir­memente dispuestos a dar cuenta de la gran esperanza que vive en nosotros?

En esta perspectiva, se trata de propo­ner como ecuación fundamental de nues­tra fe, para la que los derechos de Dios son los derechos del hombre y los derechos del hombre son los derechos de Dios. Ello im­plica reconocer la centralidad, en la acción pastoral, de la defensa del hombre, espe­cialmente de los más débiles y pobres, bajo una óptica que no sea meramente asistencial sino de promoción y de creci­miento de la persona. Se trata con toda seguridad de otra señal de esperanza que los cristianos pueden llevar a Europa, como fermento de una sociedad que vuel­ve a poner en su centro al hombre con sus problemas y aspiraciones.

Bien se comprende por tanto la amplia convergencia de nuestras Iglesias a la hora de identificar las siguientes atenciones y prioridades para hacer eficaz el testimonio de la caridad: la propuesta de una vida in­dividual, familiar y social vivida en sinto­nía con la fe que se profesa; la defensa de la persona y de la vida, realizada con to­mas de posición públicas y con numerosas iniciativas de solidaridad, prestando espe­cial atención a las franjas crecientes de personas necesitadas, más expuestas a la miseria material y moral y a los abusos; la promoción de una atención pastoral y so­cial adecuada al complejo mundo de la sa­nidad, con todos los problemas por los que hoy atraviesa; la atención y la ayuda a los más necesitados; la defensa de los débiles; la creación de un clima de respeto y de acogida a los inmigrantes, con vistas a emprender procesos positivos de integra­ción cultural y de provechoso diálogo inte­rreligioso; la oferta de esperanza en los ambientes gravemente afectados por el desánimo.

En ello también tiene lugar una acen­tuación especial de algunos ámbitos de presencia y acción pastoral que parecen demandar una atención más concreta en las Iglesias de hoy para que el «Evangelio de la esperanza» esté servido de forma más adecuada y realista.

76. Varias son las voces que su­brayan la fundamental impor­tancia de una pastoral familiar adecuada y orgánica, que debe desarrollarse con las familias y para éstas. Se trata de una exi­gencia que se presenta con toda urgencia a la responsabilidad de nuestras Iglesias, en un contexto en el que no son pocos los factores de orden cultural, social y político que contribuyen ‑de distintas formas pero prácticamente en todos los países‑ a pro­vocar la crisis, cada vez más evidente, de la familia.

Y es precisamente esta crisis del matri­monio y de la familia la que induce a las Iglesias europeas «a proclamar, con firme­za pastoral, como un auténtico servicio a la familia y a la sociedad, la verdad sobre el matrimonio y la familia tal como Dios los ha establecido. Dejar de hacerlo sería una grave omisión pastoral que induciría a los creyentes al error, así como también a quienes tienen la importante responsabili­dad de tomar las decisiones sobre el bien común de la nación. Esta verdad es válida, no sólo para los católicos, sino para todos los hombres y mujeres sin distinción, pues el matrimonio y la familia constituyen un bien insustituible de la sociedad, la cual no puede permanecer indiferente ante su degradación o pérdida» (88).

Con la convicción de que servir a la fa­milia puede traducirse, en última instan­cia, en auténtico servicio al hombre y to­da la sociedad, se trata de hacer lugar a una acción educativa, de preparación, de acompañamiento y de apoyo adecuada, así como emplearse para que se promuevan políticas familiares auténticas y conve­nientes y para que las mismas familias sean protagonistas de tales políticas y asuman la responsabilidad de transformar la sociedad.

77. Por lo que respecta a la vida humana, desde distintas par­tes se subraya que a menudo se topa con una cultura profundamente incoherente, ya que por un lado afirma la dignidad de la vida humana y por otro acepta o inclu­so favorece actitudes de amenaza o de re­chazo a la vida misma. En lo que atañe es­pecíficamente al problema del aborto, se nota una diferencia clara entre los países en que los abortos son muy numerosos y aquellos en los que su número es más re­ducido.

En este contexto, se vuelve cada vez más urgente y necesaria una acción cultu­ral, pastoral y social global y general al servicio de la vida humana y para la pro­moción de una auténtica cultura de la vida. Resulta significativa a este respecto la convergencia que se encuentra acerca de las propuestas e iniciativas que ya han sido formuladas y parcialmente realizadas. Se hace referencia a la presencia de es­tructuras (centros de acogida para madres solas; casas para enfermos y ancianos; centros de ayuda y asesoramiento); a la promoción de asociaciones y movimientos que actúen en favor de la vida; a la impor­tancia del voluntariado; a la necesidad de un compromiso mayor en el ámbito edu­cativo y en la predicación de la doctrina de la Iglesia, incluso combatiendo la pro­paganda de los medios de comunicación social; a la importancia de hallar medios ‑incluso a través del compromiso directo y responsable de los cristianos en esos ám­bitos‑ para influir en campo cultural, eco­nómico y político.

78. «Los jóvenes constituyen la esperanza de la Iglesia que entra en el tercer milenio. No pueden abandonarse sin ayuda y sin guía en las encrucijadas de la vida y ante opciones di­fíciles. Es necesario un gran esfuerzo para que la Iglesia esté presente entre los jóve­nes» (89). Estas palabras de Juan Pablo II indican con precisión y sin lugar a dudas otra prioridad pastoral para las Iglesias europeas de hoy. Se trata de renovar y re­activar la pastoral juvenil, dándole organi­cidad y coherencia, en un proyecto global capaz de exaltar la genialidad de los jóve­nes, de purificar y secundar sus expectati­vas, de hacerlos protagonistas de la evan­gelización y de la edificación de la socie­dad.

Los encuentros que cuentan con la par­ticipación de muchos jóvenes ‑desde las Jornadas mundiales de la Juventud hasta los que promueve la Comunidad de Taizé, pasando por las reuniones y peregrinacio­nes locales y nacionales‑ dan prueba patente de su sed de lo absoluto, de su fe secreta, que no pide sino purificarse y ex­pandirse, así como de su deseo de vivir una etapa comunitaria que los saque del aislamiento; también constituyen un pri­mer paso en la voluntad de seguir a Cris­to (90). Todo ello exige ser reconocido, acogido, acompañado, apoyado, encauza­do. Hay que sentirse por tanto comprome­tidos en ofrecer a las nuevas generaciones la posibilidad de un encuentro personal con Cristo, en el ámbito de una comunidad fraterna, en la que cada uno reciba ayuda para desarrollar su propia identidad, para descubrir y seguir su propia vocación. Para ello no sólo es preciso formar educadores inteligentes, apasionados y auténticamen­te capaces de salir al encuentro de los jó­venes y proponerles itinerarios personali­zados, exigentes y graduales, de creci­miento humano y cristiano, sino también hacer que las comunidades eclesiales sean auténticamente acogedoras para con ellos. En ellas los jóvenes tienen que hallar ‑es­pecialmente en los adultos‑ testigos y personas con las que dialogar, y han de valorarse como sujetos activos, protago­nistas de su misma formación y de la ac­ción misionera.

79. Dada la importancia que en la actualidad van asumiendo los medios de comunicación social, las Iglesias que están en Europa, si quieren dar nueva esperanza evangelizando y promoviendo cultura, no pueden dejar de reservar espe­cial atención al mundo de los medios de comunicación, tan variado como complejo.

Se trata en primer lugar de insertarse en los procesos de la comunicación social para hacerla más auténtica, respetuosa con la verdad de la información y con la dignidad de la persona. Sin embargo, no basta con la mera gestión de esos medios, por muy avanzados que sean; resulta aún más indispensable asumir el reto cultural en el que el nuevo horizonte de la comu­nicación sitúa a sus protagonistas. La de­nominada «cultura de los medios» deman­da pues a la Iglesia que replantee y expre­se de forma nueva su fe, su mensaje y su vida.

Todo ello parece estimular a la comuni­dad de los creyentes a estructurarse con mayor atención también en ámbito euro­peo: de hecho, para responder de forma adecuada a los estímulos actuales, no re­sultan suficientes iniciativas extemporá­neas y vanguardistas; lo que urge es deli­near una acción orgánica y adecuada a la situación. Parece importante y necesario, por lo tanto, tender a una estrategia más precisa por parte de todas las Iglesias de Europa, con vistas a que, dialogando con la cultura de los medios de comunicación, se pueda trazar un itinerario de evangeli­zación y de servicio al hombre que tenga en cuenta los nuevos lenguajes y las nue­vas tecnologías.

80. En un contexto como el actual, necesitado de un profun­do cambio cultural antes incluso que eco­nómico, social y político, si se quiere devolver esperanza a Europa parece im­portante realizar una nueva pastoral de la cultura.

A través de la escuela y mediante la promoción y el desarrollo de la vida inte­lectual y académica, dicha pastoral debe estar finalizada a unificar los aspectos ac­tualmente diseminados de la cultura euro­pea en una síntesis virtuosa, focalizada a una educación auténticamente humana, al estar abierta a los valores del espíritu y ser respetuosa con la dignidad de la persona.

Y todo ello en la línea de aquella tradi­ción cultural europea que ahonda sus raí­ces en la obra evangelizadora de la Iglesia y en el encuentro con Cristo de tantos hombres y mujeres de toda clase y cultura. Los valores fundamentales que Europa ha elaborado y transmitido a la Humanidad son, efectivamente, señal tangible de un compromiso de inculturación de la fe que ha sabido elaborar una síntesis de presen­cia y testimonio que ha contribuido al de­sarrollo de todo el género humano. Del en­cuentro de griegos, latinos, bárbaros y es­lavos con Cristo, ha surgido «una forma de ser y de pensar europea y cristiana» que constituye uno de los modelos más signifi­cativos de inculturación de la fe y una de las síntesis más ricas entre fe y razón, en­tre la adhesión a Cristo y la pertenencia a un pueblo y a una tradición.

El reto que Europa tiene que afrontar, jugando con el significado de su identidad y de su originalidad en el conjunto de la Humanidad, también reside en la capaci­dad de los cristianos de retornar a las raí­ces de su fe en el Resucitado, para redes­cubrir una nueva época, caracterizada por una inculturación capaz de afrontar los problemas totalmente nuevos que Europa encuentra en su camino.

81. Ante un proyecto antropológico actualmente extendido, que hace referencia a una concepción de per­sona «sin vocación», y considerando el problema de la cantidad y calidad de las vocaciones ‑que surge de forma patente y preocupante en casi todas las Iglesias de Europa‑, a todos resulta clara la urgencia e importancia de una atención adecuada a las vocaciones. Se trata además de una condición irrenunciable para el desarrollo en el seno de la Iglesia de su acción pas­toral global. La atención a las vocaciones es un problema vital para el porvenir de la fe cristiana en el continente y, por ende, para el progreso espiritual de los mismos pueblos europeos; es pues un paso obliga­do para una Iglesia que quiera devolver la esperanza a la Europa actual.

A este propósito, con la certeza de que el Espíritu hoy también sigue actuando y llamando, y que no faltan señales de esta presencia, se trata en primer lugar de sembrar el anuncio vocacional en los sur­cos de la pastoral ordinaria, y de dar a la pastoral vocacional las características de la coralidad, la popularidad y la continui­dad. Como ha subrayado Juan Pablo II, es menester «reavivar ‑sobre todo en los jó­venes‑ una profunda nostalgia de Dios, creando así el contexto adecuado para que surjan generosas respuestas vocacionales»; urge que «un gran movimiento de oración atraviese las comunidades eclesiales del continente europeo, contrastando el vien­to secularizante que impulsa a privilegiar los medios humanos, el eficientismo y el planteamiento pragmático de la vida»; hay que «promover un salto de calidad en la pastoral vocacional de las Iglesias europe­as», pues «el cambio de las condiciones históricas y culturales exige que la pasto­ral de las vocaciones se perciba como uno de los objetivos primarios de la comunidad cristiana en su conjunto»; se trata de pro­mover «una nueva cultura vocacional en los jóvenes y en las familias» (91).

Tampoco puede dejarse en este ámbito de apoyar y animar a quienes ya están in­sertados en el ministerio ordenado o en la vida consagrada. Ante el descenso numéri­co que se registra en distintas partes de Europa, con su consiguiente aumento de la carga pastoral y el cansancio que de éste puede derivarse, se trata de fomentar una labor fraterna y atenta de consola­ción, que los ayude a reconocer el inmen­so valor de su servicio, a replantear modos y espacios de su compromiso, a recobrar y manifestar la alegría de una existencia to­talmente entregada al Señor, como testi­monio concreto de sentido, que se trans­forma en propuesta estimulante y conta­giosa para otros de seguimiento radical del Señor.

82. De importancia capital resulta ser también la formación de un laicado cristiano comprometido en los diversos ámbitos de responsabilidad. El contexto social y la atmósfera moral, cul­tural y espiritual de la Europa de hoy ha­cen que sea especialmente urgente la exi­gencia de dicha formación. Exígenla no sólo los ritmos apremiantes y los impulsos a la dispersión propios de la vida diaria, y no sólo la presión que ejercen la carrera del éxito, el consumismo y, de forma espe­cial, un erotismo ostentado masivamente. También la exigen esa incertidumbre y ese escepticismo que invaden gran parte de la cultura y que penetran a hurtadillas inclu­so en la búsqueda de espiritualidad y reli­giosidad, que ha resurgido en estos últi­mos en formas necesitadas de discerni­miento atento.

Esta formación requiere una espirituali­dad común que constituya el punto de partida para una presencia de los cristia­nos en Europa que sepa replantear en nuevos términos ese personalismo cristia­no que constituye uno de los hermosos le­gados culturales de nuestra historia.

Hondamente unitaria y llegada a ma­durez mediante serias pruebas de vida eclesial, dicha educación debe tender a que los laicos vuelvan a descubrir la vida diaria como el lugar privilegiado para atestiguar y anunciar la fe en Cristo resu­citado, y a que, conscientes de que el campo propio de su labor evangelizadora es el mundo en su concreción y compleji­dad, sean cada vez más sujetos activos y responsables de una historia que es me­nester que se realice a la luz del Evangelio. Con la fuerza que da semejante formación, «los cristianos tendrán más la preocupa­ción de manifestar y defender los valores evangélicos auténticos en todos los ámbi­tos de su existencia, y especialmente en la vida política, económica y social, donde son los principales evangelizadores. Esto asume una importancia aún mayor en es­tos años de fin de siglo, en los que nos en­caminamos hacia una nueva organización de Europa, donde se tejen nuevos vínculos entre los Estados que la componen, pero también con los demás continentes, orga­nización que necesita la promoción de la dimensión moral de las relaciones huma­nas» (92).

En este panorama tan extenso como articulado, parece especialmente urgente y necesario suscitar y apoyar vocaciones concretas al servicio del bien común: per­sonas que, siguiendo el ejemplo y el estilo de quienes han sido llamados los «padres de Europa», sepan ser artífices de la socie­dad europea del día de mañana, basándo­la en los sólidos cimientos del espíritu.

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