Compromiso por
la edificación de una nueva Europa
83. Como ya se
indicaba en la 1 Asamblea especial para Europa del Sínodo de los obispos, «el
proceso de unificación en Europa y, de forma particular, las instituciones
europeas y la Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa
implican una gran responsabilidad para las Iglesias. La casa común europea se
puede construir sobre cimientos seguros, si nace no solamente por motivos
económicos. Más aún, la nueva Europa presupone siempre en su edificación el
consenso y el reconocimiento de los valores fundamentales y requiere una
auténtica inspiración ideal. Bajo esta perspectiva, la contribución de la
Iglesia para la nueva Europa no representa, ciertamente, un elemento
secundario, y debe acompañar el compromiso de los fieles laicos que actúan en
el campo social y político» (93).
Se trata de una convicción que el Sínodo quiere volver a
presentar hoy también, en un momento en que el desarrollo europeo suscita
nuevos interrogantes y hace posible un replanteamiento de la presencia eclesial
en el continente. La unificación europea sigue por el momento un cauce
preferentemente económico, en el que el elemento político queda sometido a las
férreas reglas monetarias; aún permanece incierto el camino desde el punto de
vista social y cultural. Aún no resulta claro qué papel podrán tener las
Iglesias, y se corre gran peligro de que queden reducidas a subgrupos del sistema
social. La situación se agravaría aún más si, además de quedar limitada la
Iglesia a una posición marginal, se privilegiara una interpretación sociológica
del papel de los creyentes en la nueva situación europea.
De ello se deriva una responsabilidad histórica que las
Iglesias y los cristianos no pueden dejar de vivir con mayor vigilancia y
entrega.
En este sentido, resulta determinante la presencia y la
acción de cristianos, tanto hombres como mujeres, que sepan insertar en la vida
del continente y en los esfuerzos por su unificación el respeto a toda persona
y a las diferentes comunidades humanas, reconociendo su dimensión espiritual,
cultural y social, con vistas a devolver la esperanza a quienes la han perdido
y a fomentar la integración social de quienes viven en el continente o en él se
asientan (94).
84. Entre las aportaciones que la Iglesia está llamada a dar
a la construcción de Europa debe ciertamente incluirse la que se deriva de la
doctrina social de la Iglesia. La enseñanza en campo social que se ha desarrollado
en este último siglo ha alcanzado su cumbre en el magisterio de Juan Pablo II,
que en la Centesimus annus ha optado
por vincular una enseñanza universal a la concreción de 'os acontecimientos
europeos de 1989. Se trata de uno de los caminos principales por los que se
debe deducir la tarea que incumbe a las Iglesias en la construcción de una
unidad europea.
Se trata, en efecto, de servir a la dignidad del hombre
europeo de hoy y de mañana defendiéndola y promoviéndola dejándose orientar y
guiar por la doctrina social de la Iglesia, interrogada y actualizada
partiendo de la consideración de los problemas que más parecen caracterizar en
la actualidad a nuestro continente. Entre ellos pueden recordarse, sin ánimo
exhaustivo, los siguientes: la cuestión y el sentido del trabajo en un
contexto de mundialización; el fenómeno de la inmigración como problema con el
que confrontarse, considerando no sólo sus riesgos, sino también las
potencialidades que encierra; las relaciones entre estados y naciones y la
forma de «hacer política» en un marco de replanteamiento gradual de la soberanía
nacional absoluta; la responsabilidad para con los países más pobres del
mundo, con el gravísimo problema de la deuda internacional; la acción en favor
de la paz, que debe construirse en la verdad, en la justicia y en la solidaridad,
con la convicción de que, ante las tragedias y las guerras que siguen afectando
a pueblos y naciones, Europa no puede permanecer ausente, inerme, dividida o
perpetuamente retrasada, sino que debe mostrar su capacidad efectiva de
asegurar a todos los pueblos del continente, e incluso a los de fuera de éste,
las condiciones para un desarrollo libre y una democracia auténtica.
85. A los
cristianos, alumbrados por la doctrina social de la iglesia, se pide en
concreto que afronten los problemas relacionados con las formas renacientes de
nacionalismo que afectan a Europa. Nacen éstas, en ocasiones, de una indebida e
inaceptable sobrevaloración y absolutización de la pertenencia nacional y del
valor de la nación. Reiterando y desarrollando lo que ya se dijo en el Sínodo
anterior, y rechazando toda superposición entre «identidad nacional» e «identidad
religiosa», es menester emplearse para poderse abrir a una convivencia más
acogedora y solidaria, convivencia que una comprensión adecuada de la
«catolicidad» de la Iglesia no puede dejar de fundar y fomentar.
A este respecto, también podría surgir del Sínodo un fuerte
estímulo a replantear la idea misma de nación, con la convicción, por un lado,
de que las diferencias nacionales deben mantenerse y cultivarse como fundamento
de la solidaridad europea, y, por otro, que la misma identidad nacional no se
realiza sino en la apertura a los demás pueblos y mediante la solidaridad con
ellos. De aquí la necesidad y la urgencia de dejarse inspirar y guiar por el
concepto de «familia de las naciones» que debe regir, antes aún que el mero
derecho, las relaciones entre los pueblos (95). En todo ello las religiones, y
entre éstas la Iglesia católica en primer lugar, lejos de secundar incorrectas
tendencias nacionalistas en las que a veces se han visto implicadas, pueden
desempeñar un papel determinante precisamente partiendo del reconocimiento
fundamental de la primacía divina y de la hermandad universal relacionada con
ella.
En esta línea, trátase de distinguir acertadamente entre
nacionalismo y patriotismo; discernir entre sentimientos nacionales positivos
y negativos; reconocer y defender los derechos de las minorías contra la
tendencia a la uniformidad; respetar y fomentar el derecho de toda nación a conservar
su soberanía nacional; buscar fórmulas que, superando la identificación inmediata
entre «Estado» y «nación», permitan a pueblos diferentes vivir en una única
entidad estatal gozando al mismo tiempo de amplia salvaguardia de sus derechos
e identidad.
El enfoque bajo el cual realizar este replanteamiento tan
necesario como urgente sería el de la «cultura de la nación», considerada
lugar en el que se manifiesta la soberanía fundamental de la sociedad,
manteniendo e interpretando la noción y la realidad de la nación dentro de la
tensión vital entre universalidad y particularidad que caracteriza a la
condición humana; tensión inevitable, es cierto, pero harto fecunda si se
vive con sereno equilibrio. Todo ello, como es lógico, requiere la inteligencia
y la amplitud de miras de fórmulas jurídicas adecuadas, pero no deja de ser un
resultado al que los cristianos pueden aportar una contribución de gran significación.
Declinar particularidad y universalidad en una perspectiva
positiva, que reconozca las riquezas de la singularidad y la necesidad de la
síntesis unitaria, es en efecto una señal de esperanza que la Iglesia,
precisamente por su naturaleza, puede sembrar en Europa, acompañando e incrementando
el desarrollo de las sociedades nacionales, particulares, étnicas, inculturando
en los nuevos contextos la fe en Cristo, mediante el compromiso de los creyentes
en los diferentes ámbitos de la vida, pero favoreciendo al mismo tiempo el
nacimiento de una sociedad transnacional, marcada por la catolicidad de la fe
cristiana.
Al mismo
tiempo, para ser promotores auténticos de esperanza, en un panorama
caracterizado por contraposiciones nacionalistas ‑y, de forma aún más
generalizada, por la experiencia histórica del fascismo, del nazismo y del
comunismo, con los males que éstos produjeron y con los gravosos legados que
han dejado en el ánimo de las personas, en la cultura y en la convivencia‑
es menester hacer sitio al perdón y a la reconciliación. Del Sínodo podría
surgir una palabra autorizada y una invitación apremiante a este respecto, con
la convicción de que «perdonar y reconciliarse quiere decir purificar el
recuerdo del odio, de los rencores, del deseo de venganza; quiere decir
reconocer también como hermano a quien nos ha hecho algún mal; quiere decir no
dejarse vencer por el mal, sino vencer al mal con el bien (cf. Rm 12, 21)»
(96).
86. Tampoco
puede olvidarse que 86 la aportación que las Iglesias pueden hacer a la
edificación de la unidad en una Europa del espíritu también se realiza
mediante la vivencia diaria de las mismas Iglesias. En esta perspectiva, se
trata, por ejemplo, de: proseguir un real e fecundo «intercambio de dones»
entre todas las Iglesias y comunidades eclesiales del continente, premisa y
contribución para la superación de distancias entre Europa oriental y
occidental; valorar la presencia y la acción de la vida consagrada, atesorando
el testimonio de comunión que surge de ésta; favorecer momentos de encuentro e
intercambio también entre los laicos, tal vez incluso mediante algún gesto extraordinario
y especial que pueda implicarlos ampliamente; dar lugar a esas formas de
«ecumenismo de pueblo» que ya han registrado significativas experiencias en las
asambleas de Basilea y de Graz.
A este respecto, un papel especial pueden y deben desempeñarlo
las estructuras y organismos continentales de comunión eclesial, empezando por
el Consejo de las Conferencias Episcopales de Europa, llamado a «ocuparse de
la promoción de una comunión cada vez más intensa entre las diócesis y entre
las Conferencias Episcopales Nacionales, del aumento de la colaboración
ecuménica entre los cristianos y de la superación de los obstáculos que ponen
en peligro el futuro de la paz y del progreso de los pueblos, del
reforzamiento de la colegialidad afectiva y efectiva y de la communio
Jerárquica» (97). Inspirándose para su acción en la comunión y en la solidaridad,
el mismo Consejo podrá fomentar el estudio y la realización de estrategias
pastorales más unitarias y compartidas entre todas las Iglesias del continente,
de forma que, gracias también a su acción, «la Iglesia buscará infundir a la
comunidad continental un "suplemento de espíritu", reavivando en ella
lo que podría denominarse "el espíritu de Europa"» (98). Tampoco
debe olvidarse la importancia de reforzar y aunar de forma más estrecha las actividades
de este Consejo y las de las Comisiones de los Episcopados de la Comunidad
Europea, dada la necesidad de la presencia de la Iglesia en las instituciones
civiles europeas (99).
87. Si además ‑como ha de ser la nueva Europa
por edificar es una Europa abierta a la solidaridad universal, las iglesias
europeas pueden y deben aportar su contribución forjando una «cultura de la
solidaridad« auténtica y unlversalista, dando nuevo vigor e impulso a la
misión ad gentes, ampliando sus horizontes y realizando contactos y acuerdos
también con las Iglesias de los demás continentes. Con ello también se ilumina
«la estrecha solidaridad que existe entre Europa y los países de África, de
Asia y de las Américas, respecto a los cuales el continente europeo, y las
iglesias operantes en el mismo, tienen méritos y deudas que satisfacer. Crecer
bajo esta conciencia y conseguir que madure en el solidario conocimiento de
ser los unos responsables de los otros, sobre todo de los más pobres y menos
afortunados» (100), amén de ser inquietud constante de los cristianos y de las
Iglesias con vistas a vivir el testimonio de la caridad, será una forma más de
servir al «Evangelio de la esperanza».