La memoria de los mártires
88. Encarnación suprema del «Evangelio de la esperanza» es el
martirio. En efecto, los mártires anuncian este Evangelio y lo atestiguan con
su vida hasta la efusión de la sangre, pues están seguros de que no pueden
vivir sin Cristo, y están dispuestos a morir por él, convencidos de que Jesús
es el Señor y el Salvador del hombre, y que, por consiguiente, sólo en él
halla el hombre la plenitud auténtica de la vida. De esta forma, según advierte
el apóstol Pedro, se muestran prontos para dar razón de su esperanza (cf. 1
Pd 3, 15). Además, los mártires celebran el «Evangelio de la esperanza» porque
la ofrenda de su vida constituye la mayor y más radical manifestación del
sacrificio vivo, santo y agradable a Dios, que constituye el auténtico culto
razonable (cf. Rm 12, l), origen, alma y cumbre de toda celebración cristiana.
Finalmente, sirven al «Evangelio de la esperanza» porque con su martirio
expresan de forma suprema el amor y el servicio al hombre, pues demuestran que
la obediencia a la ley evangélica engendra una vida moral y una convivencia
social que honran y fomentan la dignidad y la libertad de toda persona.
Alentado por estas certezas, el Sínodo sabe que puede ofrecer
a la Europa actual una gran señal de esperanza, al conmemorar la «gran
experiencia de martirio que ortodoxos y católicos han vivido juntos durante
este siglo en los países del Este europeo» (101).
Esta mies particular de mártires del siglo XX ‑tal
vez la mayor después de los primeros siglos del cristianismo (102)resplandece
como signo de esperanza, pues revela, para hoy y para mañana, la vitalidad de
la Iglesia, que nace de la cosecha de esta mies evangélica, ya que ‑como
decía Tertuliano‑ «la sangre de los mártires, semilla es de cristianos»
(103). Estos auténticos mártires del siglo xx «son luz para la Iglesia y la
Humanidad: "los cristianos de Europa y del mundo, arrodillados en oración
junto a los confines de los campos de concentración y de las cárceles, deben
agradecerles su luz: era la luz de Cristo, que ellos hacían resplandecer en las
tiniebla? (Carta apostólica con ocasión del IV centenario de la Unión de Brest, 1211‑95, n. 4)» (104). Precisamente porque
pertenecían a diferentes confesiones cristianas, estos nuevos mártires
resplandecen también como signo de esperanza en el camino ecuménico, con la
certeza de que su sangre es también linfa de unidad para la Iglesia. Si, en
efecto, al final del segundo milenio, «ésta "ha vuelto de nuevo a ser
Iglesia de mártires" (Tertio millennio adveniente, n. 37), podemos
esperar que su testimonio, recogido con cuidado en los nuevos martirologios, y
sobre todo su intercesión, aceleren el tiempo de la plena comunión entre los
cristianos de todas las confesiones» (105).