La presencia de María, Madre de la esperanza

89. Existe empero otro «signo de esperanza» que las Iglesias pueden ofrecer a Europa. Es la presencia de María, Madre de la esperanza; una presencia viva y real, en la que los pueblos de Europa siempre han creído, como atestiguan los innumerables santuarios que te están dedicados, diseminados por todo el continente, como elocuentes señales de la honda veneración que toda nación y todo país le han tributado.

La Virgen santísima, «mujer de esperan­za, que supo acoger como Abraham la vo­luntad de Dios «esperando contra toda es­peranza" (Rm 4, 18)» (106), se ha revelado en más de una ocasión madre capaz de devolver esperanza en los momentos difí­ciles de la historia del continente: con su constante protección ha evitado desventu­ras y destrucciones irreparables, ha favo­recido el progreso y las modernas conquis­tas sociales, ha apoyado el renacer de los pueblos largamente oprimidos y humillados (107). Hoy como ayer, camina con los hombres y las mujeres de toda edad y con­dición, con los pueblos orientados hacia una meta de solidaridad y de amor, con los jóvenes, protagonistas de futuros días de paz, con todos aquellos que, tanto en Oc­cidente como en Oriente, están buscando su identidad, con quienes se ven amenaza­dos por tantos y tan violentos conflictos.

Para devolver la esperanza a Europa, por tanto, las Iglesias no pueden dejar de contemplarla e invocarla, para que siga mostrándose madre de esperanza y lleve a Europa entera, por los caminos de la mise­ricordia, al encuentro renovador con «Je­sucristo nuestra esperanza» (1 Tm 1, l). María, en efecto, enseña a permanecer abiertos a los impulsos de Dios, a acoger la Palabra de Dios y ponerla por obra. Como en la mañana de Pentecostés presidió con su oración el principio de la evangeliza­ción bajo la acción del Espíritu Santo, hoy también, en vísperas del tercer milenio, María sigue siendo «estrella de la evange­lización» y protegiendo y apoyando a la Iglesia en su compromiso por anunciar, ce­lebrar y servir al «Evangelio de la esperan­za» (108).

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