Del Sínodo al Jubileo

90. Acompañadas y protegidas por esta legión de mártires. y cier­tas de la presencia materna de María, las Iglesias europeas se orientarán hacia el gran Jubileo del año 2000. El Sínodo ‑úl­timo de la serie de Sínodos de ámbito con­tinental celebrados en estos años de vís­pera‑ se presenta como una puerta abier­ta al Jubileo.

Precisamente porque llega después de las demás Asambleas especiales del Sínodo de los Obispos ‑que se han interrogado acerca de la misión de la Iglesia hoy en África, en América, en Asia y en Oceanía, poniendo de relieve particularidades histó­ricas, culturales y religiosas propias de cada una de estas regiones de la tierra ­podrá constituir una ocasión propicia para rememorar el vínculo que une Europa a los demás continentes en virtud del Evangelio y de su anuncio, pero también para redes­cubrir la originalidad de la experiencia eu­ropea y de su cultura, unitaria aun en la diversidad de elementos que han contri­buido a constituirla, y para reapropiarse de las responsabilidades que Europa y sus Iglesias tienen para con el mundo.

Podrá ser también un momento apto para acoger, en la lógica de un intercam­bio de dones, lo que las demás Iglesias tie­nen que decir a las Iglesias europeas, y para crecer juntos, bajo el signo de la co­munión universal, hacia el reconocimiento, el encuentro y el anuncio de Cristo, al ser­vicio de la Humanidad.

91. Precisamente porque se celebra en las mismas vísperas del Jubileo, el Sínodo puede y debe conside­rarse en estrecha relación circular con este extraordinario acontecimiento de la Iglesia universal. En este sentido, el Jubileo, con sus contenidos y sus matices, arroja una luz que permite interpretar el Sínodo y sus cometidos, y el Sínodo, por su parte, pre­senta estímulos e indicaciones concretas a las Iglesias europeas para que puedan vivir con plenitud el don del Año Santo.

Jubileo y Sínodo hacen referencia por tanto el uno al otro, y lo que el Jubileo re­cuerda constituye un estímulo para los trabajos del Sínodo, y, de forma aún más radical, un «icono» de la Europa de hoy y de su necesidad de renovación.

Desde sus mismos orígenes (cf. Lv 25), el Jubileo era un tiempo dedicado de ma­nera especial a Dios, ocasión para redes­cubrir y reconocer el verdadero rostro de Dios y para regresar a él (109). De esta forma, quedaba abierta la posibilidad de una vida nueva en la justicia para todo el pueblo. Esta es también la tarea que in­cumbe a la Europa de hoy: tiene que re­gresar a Dios y fundar en él los sólidos ci­mientos de su casa; sólo de esta manera podrá recobrar la esperanza y verá florecer una nueva era de libertad, unidad y paz. La Iglesia reunida en Sínodo, al profesar y proponer de nuevo la fe en el Señor Jesús, revelación perfecta del rostro de Dios, aporta su contribución irreemplazable al nacimiento de una nueva era para el con­tinente europeo.

El reconocimiento del rostro auténtico de Dios traía consigo el compromiso de restablecer la justicia (110): en efecto, quien reconoce que el Dios bíblico, que Je­sús nos reveló, es un Dios que se pone del lado de quienes buscan la justicia y se ha­llan en situación de necesidad, que es el Dios que permite salir de Egipto y es due­ño de la tierra, no puede dejar de compro­meterse en realizar la justicia. Se trata de un reto que aguarda a la Europa de hoy, llamada tanto a realizar dentro de sus fronteras una convivencia capaz de supe­rar barreras, conflictos, divisiones y de que crezcan la unidad, la acogida, la solidari­dad, la paz, como a responder con opcio­nes concretas y responsables al grito de dolor que le llega de quienes en el mundo viven en la injusticia, en la guerra y en la miseria. La Iglesia en estado de Sínodo se hace promotora de esta Europa, señalando los caminos para servir al «Evangelio de la esperanza» en el testimonio de la caridad y en la promoción de la solidaridad.

La proximidad del fin del segundo mile­nio a todos estimula a un examen de conciencia, y la Iglesia, al entrar en el Ju­bileo y al vivir en él, no puede dejar de traspasar el umbral del nuevo milenio sin impulsar a sus hijos a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias, lentitudes (111). Así como los avatares históricos de este siglo y de los pasados exigen a Europa la valentía y la magnanimidad de un serio examen de conciencia, reconociendo culpas y errores cometidos históricamente, en campo eco­nómico y político (112), el clima espiritual, cultural y social que caracteriza a los eu­ropeos de hoy exige interrogarse acerca de sus causas profundas y de reconocer que a menudo se ha abandonado esa inspiración y aquellas raíces que había sostenido y dado significado al camino del continente. La Iglesia reunida en Sínodo pretende fo­mentar y apremiar este examen de conciencia, individuando en la cuestión antropológico‑ética y en la de la fe las motivaciones radicales de una situación y de un sistema de vida necesitados de hallar una inspiración capaz de orientar y dar sentido.

El Jubileo «quiere ser una gran plegaria de alabanza y de acción de gracias sobre todo por el don de la Encarnación del Hi­jo de Dios y de la Redención realizada por él» (113), así como por la presencia viva y salvífica de Cristo en la Iglesia y en el mundo. Al reconocer y celebrar la presen­cia del Resucitado, se tratará pues de un año intensamente eucarístico (114).

También Europa está llamada a dar gra­cias por su historia de dos mil años marca­da y animada por el encuentro con el Evangelio y por el tiempo que hoy le es dado vivir, tiempo preñado de responsabi­lidad y de gracia. la Iglesia en estado de Sínodo se sitúa en esta perspectiva y, al fomentar y urgir un nuevo encuentro con Cristo, ayuda a sus miembros y a todos los europeos a recobrar y renovar ‑como aca­eció a los discípulos de Emaús, tras reco­nocerlo al partir el pan (cf. Lc 24, 30‑31)­esa alegría abierta al compromiso, propia de quien recorre de forma responsable los caminos del mundo contagiando a otros e implicándolos en su misma alegría.

Gracias a todo ello y a lo que el Sínodo sabrá sembrar en la vida de las Iglesias y de Europa entera, volverá a florecer la es­peranza, y las mujeres y los hombres euro­peos, apasionados por la construcción de una Europa nueva, vivirán dichosos.

Se trata de tener una mirada penetran­te que permita vislumbrar las señales de esta esperanza que ya están presentes, sa­ber reconocerlas y apreciarlas. Así el Jubi­leo será también para Europa una invita­ción a la fiesta y fuente de alegría.

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