Indiferencia y nacionalismo exacerbado, desafíos
para Europa
Habla el cardenal Rouco
Varela, relator general del Sínodo
CIUDAD DEL VATICANO, 1 oct (ZENIT).- Las sesiones del Sínodo de los Obispos de Europa han comenzado esta tarde con la relación pronunciada por el cardenal Rouco Varela, arzobispo de Madrid. En una entrevista concedida a Miguel Ángel Velasco, director de «Alfa y Omega», recogida hoy por la prensa italiana, el purpurado confiesa cuáles son las esperanza que tiene la Iglesia en esta decisiva cumbre eclesial.
--El Sínodo de Europa va a ser algo así como un examen de conciencia para la Iglesia? ¿Cuáles son, a su juicio, los principales desafíos a los que se enfrenta el Viejo Continente en este momento?
--Cardenal Rouco: Es el segundo Sínodo especial para Europa que se celebra en la Historia de la Iglesia; sobre todo, en la historia de la Institución sinodal, tal como ha nacido y se ha desarrollado después del Concilio Vaticano II. El Sínodo de Europa es, ciertamente, una ocasión, primero, extraordinariamente actual y oportuna para hacer examen de conciencia de la vida y del ejercicio de la misión de la Iglesia en Europa por parte de obispos, presbíteros, consagrados y consagradas, y fieles laicos; y, segundo, una ocasión para la colaboración amplia de los pastores de la Iglesia en Europa, a la hora de hacer ese examen de conciencia, de responder a los retos o a la llamada del Señor que se va a reflejar en el Sínodo. Digo una ocasión muy actual y muy oportuna. Y, efectivamente, el momento europeo es crucial: no sólo por razones de carácter muy externo y muy patentes, las que tienen que ver con el nacimiento de la Unión Europea y su consolidación, razones por tanto de tipo político, en primer lugar, o, si se quiere, en primer lugar económico, y luego político, pero naturalmente de orden cultural espiritual y humano. Pero es que, además de estas razones, cuya crucialidad cualquiera puede ver (la hora de Europa al final del segundo milenio, al comienzo del tercer milenio de la era cristiana), hay como razones más íntimas y más hondas que, tanto vistas desde la Iglesia, como vistas desde su relación y misión en el mundo, no sólo avalan este diagnóstico, sino que ponen al desnudo sus raíces más hondas. Uno de esos aspectos de la vida europea, que obligan a hablar de momento crucial, es lo que se podía llamar la radicalización última del pensamiento filosófico-teológico, filosófico-político, y la visión del hombre que nace en el siglo XVIII como alternativa a la visión y a la herencia cristiana de Europa. En palabras más simples y más directas, la crisis de la fe en Dios, o la crisis de la fe que, en Europa, ha llegado a formas enormemente radicales: el no creer en Dios teóricamente, el vivir como si Dios no existiera se ha convertido en un fenómeno muy extendido en las vidas de los europeos; pero, sobre todo, en la marca más habitual y la de más prestigio, y casi a veces la única reconocida en la vida pública, en todas sus manifestaciones y omisiones. Ciertamente el vivir como si Dios no existiera es un rasgo de muchas biografías personales y familiares de europeos: por desgracia es cierto que es el distintivo neto y claro de toda la vida pública de Europa.
--Una crisis que, por tanto, no se resuelve sin una vuelta a Dios...
--Cardenal Rouco: Bueno, claro: crisis que, primero, manifiesta hasta dónde los fundamentos de la vida social política europea han quedado quebrantados de una manera suma, y que exigen, por lo tanto, por las razones mismas del momento histórico general humano de Europa, hacerse la pregunta sobre el problema de la fe. Hay que hacérsela con todo rigor, no sólo para resolver problemas individuales y particulares del hombre de Europa, sino para resolver los problemas de su futuro inmediato, de su futuro histórico.
El caso español
--Volvamos un poco la mirada a nuestra casa: ¿Usted cree que, en medio de la crisis generalizada de Europa de la que hablaba al principio, España está un poco mejor que los demás? ¿Peor? ¿Ve que haya signos positivos?
--Cardenal Rouco: Yo creo que en España la situación interna de la Iglesia ofrece aspectos más vivos, más fecundos y, por lo tanto, más ricos en posibilidades de actuación sobre la sociedad que en otros países de Europa. Los problemas, digamos, de naturaleza social, política y económica son, desde el punto de vista moral, muy parecidos con los de los demás países de Europa; podemos hablar de la crisis de la natalidad, del matrimonio, de la familia como notas muy comunes a España y a más países de Europa; pero, en cambio, la comparación de la vitalidad interna de la Iglesia en España, en estos momentos, con la de otros países europeos, quizá con la excepción de Italia, permite hablar de un panorama un poco más positivo en España --quizá también en Italia-- que en los países del centro y del norte de Europa.
Retorno de los fascismos
--Según usted, ¿a qué se debe ese retorno de los fascismos, neonazismos, en fin, nacionalismos exacerbados que nosotros también sufrimos, por ejemplo en el País Vasco, y no sólo allí?
--Yo no sé si se puede hablar del mismo modo del renacimiento de los nacionalismos, en paralelo con el de los neonazismos y neofascismos. Yo creo que es bueno distinguir; primero, porque la realidad lo pide: el neofascismo, el neonacional-socialismo como fenómeno político con mínima capacidad de expectativas de triunfo en la sociedad no existe. Son fenómenos minoritarios que uno puede detectar y valorar en el panorama europeo. Otra cosa son los nacionalismos vividos de forma desmesurada y sacada del contexto de lo que se puede llamar una doctrina cristiana sobre el Estado. La doctrina social de la Iglesia es un capítulo largo, que se ha comenzado a escribir desde que hay teología moral formulada científicamente, pero que se ha expresado de forma muy precisa y muy concreta desde el pontificado de León XIII hasta el mismo Concilio Vaticano II y el Magisterio pontificio ulterior, muy singularmente el de Juan Pablo II. Cuando los nacionalismos rompen esos esquemas doctrinales, efectivamente se convierten en algo muy perturbador para el bien de la persona humana, para una buena y recta conciencia del bien común y para una experiencia y vivencia de la solidaridad interna y externa entre los pueblos.