Sólo un hombre nuevo construye la nueva Europa

 

Ofrecemos a continuación un amplio resumen de la intervención que el profesor Stanislaw Grygiel, uno de los seglares que participará en el Sínodo, tuvo en el Simposio pre-sinodal europeo, y ya publicada en Il Nuovo Areopago. La traducción, del francés, realizada por David Chiner, nos ha sido cedida por cortesía de Ediciones Encuentro

 

Al hablar de la construcción europea no hablamos de nuevas ideologías, sino de la construcción de una morada particular. Quien construye una casa crea una espacio para poder habitarlo. El mundo es demasiado pequeño para que el hombre pueda sentirse en su casa. Por ello intenta ampliarlo dándole una nueva forma.

El hombre no construye una morada sólo para sí mismo. La construye cuando y donde se da a sí mismo a quien le acoge. La morada nace del trabajo del hombre. La negación pura no aporta nada al mundo. Si Europa aún existe es porque, fruto de un afanoso amor por el bien y un conocimiento igualmente afanoso de la verdad, es un acontecimiento espiritual. En ese acontecimiento el hombre se libra de la salvaje libertad de multiplicar las necesidades y los objetos que las satisfacen desordenadamente y que dividen a los hombres y los condenan a la soledad.

Europa como acontecimiento espiritual no puede ser definido geográficamente ni identificado con el exceso de bienes materiales. En este acontecimiento no se siente bárbaro (extraño) nadie que aprecie más el bien y la verdad del ser personal del hombre que cualquier posesión material.

Europa se halla ante nosotros, ante el infinito de su ideal, mientras la construimos en nosotros mismos. Es un don y al mismo tiempo nuestra obra. Es el ideal que nos permite no sólo vivir, sino sobre todo navegar sensatamente en la existencia. La morada europea del hombre se funda sobre la preocupación por lo bello, y me atrevo a decir sobre la preocupación por los remordimientos que defienden de la libertad salvaje a esa belleza y la libertad que conlleva.

Triste es hoy el llamado hombre europeo. Encerrado en las preguntas y respuestas construidas por su propio pensar, ya no puede librarse de las reglas formales con las que crea sistemas de comportamiento basados en los sentimientos. Tales sistemas nunca abren el hombre a la inmortalidad (Aristóteles), porque no sirven a su ser, sino a su hacer y a su poseer tantos objetos como sea posible. La llamada sociedad europea es triste porque, según André Malraux, no sabe construir un santuario ni cavar una tumba para el hombre. Como diría Platón, los hombres que sólo saben hacer alguna cosa caminan por su mundo abstracto cual vacas; se atropellan mutuamente y los más débiles deben ceder el sitio a los más fuertes. Al separarse de la verdad y del bien, la libertad enloquece, impide que el hombre se fíe de sus consecuencias, le obliga a huir ante el pánico del sufrimiento y la muerte, y le priva de la fuerza indispensable para engendrar y crear. En vez de ayudarle a temer a quienes destruyen la vida espiritual y le bloquean en el camino de la búsqueda de las cosas divinas, la libertad enloquecida le obliga a temer a quienes son capaces no digo ya de matar el cuerpo, sino de arrebatarle cualquier posesión. La libertad enloquecida inspira aversión.

¿Recordará de nuevo esta sociedad que la razón sirve para conocer la verdad y la voluntad para amar el bien, y que el don de la verdad y del bien es más grande que la vida misma? El olvido conduce al exilio mientras la memoria acelera la salvación, dice un escrito en Yad Vashem, en Jerusalén. ¿Regresarán los europeos del exilio? Si no regresasen, ese acontecimiento espiritual que es la misma Europa se malgastaría en un país lejano, donde el hombre, el hijo del Padre, se reduce a una pieza de recambio al servicio de la máquina social.

Cristo no impone la libertad a nadie, pues la libertad impuesta ya no es libertad. Conmueve incesantemente al hombre con su mero ser, que es Amor. Ésta es toda su pedagogía. El amor despierta al hombre a una nueva vida, a la vida del amor. Cristo ofrece al hombre la libertad tal como la ofrece al Gran Inquisidor en Los hermanos Karamazov de Dostoievski: besa sus labios. Aunque el Gran Inquisidor e Iván persistan en sus ideas, que niegan la presencia de personas vivas a su lado (y entonces todo está permitido), el beso, que arde en su corazón, y la inquietud que envuelve su ser, son el signo de que ya han empezado a morir en ellos mismos y a volver a ser amor en Cristo.

Sólo los hombres despertados por el beso de Cristo pueden impedir que Europa se limite a situaciones en las que, debido a la ausencia de memoria, una multitud de nómadas desmoralizados gire en redondo, al ritmo de la matemática económicopolítica. Esos hombres son los que, al morir a ellos mismos y renacer en los demás, amplían las fronteras de ese acontecimiento espiritual que es Europa, fronteras que corren a lo largo de los corazones y pensamientos, que regresan a la libertad de la persona colmada de amor. La verdad del hombre, buscada por los griegos y anunciada por los profetas de Israel, se reveló en su plenitud sobre el Gólgota. Debemos subir a esa montaña para salir de la caverna de Platón, donde esa multitud de individuos esclavizados por el anticristo, de los que hablaba Soloviev, pierde el recto camino en la selva oscura de la propia razón y de la propia voluntad aisladas de la belleza, de la verdad y del bien. Esa misma belleza conducirá a los europeos fuera del Infierno de Dante.

Stanislaw Grygiel

Alfa y Omega, nº 180

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