Diez años después, una Europa diferente

Del primer Sínodo de los Obispos de Europa (1991), al de ahora

Melchor Sánchez de Toca

 

Cuando el próximo 23 de octubre concluya la II Asamblea especial del Sínodo de los Obispos para Europa, se estarán cumpliendo casi exactamente diez años de aquel inolvidable 9 de noviembre de 1989, cuando el muro de Berlín, un rejón clavado durante casi 30 años en la espalda de Europa, por fin se derrumbó. Una fecha doblemente significativa para los madrileños, que precisamente ese día celebran el recuerdo del desplome de otro muro, la muralla árabe que ceñía la villa, y que regaló a Madrid la presencia de la Virgen de la Almudena.

Bajo el impacto aún de los acontecimientos de 1989, el Papa quiso convocar un Sínodo de Obispos para Europa, en octubre de 1991, bajo el lema Para ser testigos de que Cristo nos ha librado. La libertad recobrada, como sugería el tema escogido, fue el tema principal de un Sínodo en el que la presencia de los confesores de la fe, los obispos que habían sufrido cárcel y destierro, podían por primera vez expresarse libremente y contagiar el entusiasmo de la fe a sus hermanos de Occidente.

Diez años después, las cosas han cambiado mucho en Europa. Un astronauta que hubiera permanecido todo este tiempo en una estación espacial, difícilmente reconocería la Europa que dejó. Se encontraría con un mapa del continente diferente, en el que ha habido que incluir media docena de nuevos países; tendría dificultades para encontrar la orgullosa Unión Soviética que hace diez años disputaba a Estados Unidos la supremacía mundial, y hoy sólo vería un gigante postrado de rodillas, amenazado por el terrorismo, la corrupción y la mafia. Vería el suelo del continente del arte y de la cultura manchado de sangre inocente y sembrado de fosas comunes. En Occidente, en cambio, se asombraría de ver en las etiquetas de los supermercados el precio señalado en una moneda nueva; tan sólo le resultaría familiar la secularización galopante de Occidente, que ahora se extiende por todo el continente.

La gravedad de la hora presente exige una reflexión en profundidad que el Sínodo anterior no pudo llevar a cabo. Pero, sobre todo, el Papa está convencido de que Europa, a pesar de las circunstancias actuales, está llamada a seguir ejerciendo en el conjunto de los pueblos y continentes el liderazgo espiritual que ha tenido en otras épocas. Así lo recordaba desde Santiago el año 1982, en uno de los discursos más importantes que ha dirigido a Europa: Europa, vuelve a encontrarte. Sé tú misma [...] Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo. Los demás continentes te miran y esperan también de ti la misma respuesta que Santiago dio a Cristo: «lo puedo».

LA SÍNTESIS FE-CULTURA

Naturalmente, el Papa no pretende defender un eurocentrismo miope, ni avalar nuevas formas de colonialismo cultural. La razón de esta misión histórica que el Papa ve en Europa es que ha sido en nuestro continente donde se ha logrado la síntesis más acabada entre la fe y la cultura. La gravedad de la hora actual consiste en lo que Pablo VI definió la ruptura entre la fe y la cultura, una ruptura que él calificó como dramática. Es necesario reconocer que los católicos europeos han desertado del campo de la cultura. Y así se ha llegado a situaciones paradójicas como la española, donde grupos sociológicamente minoritarios han logrado imponer un modelo cultural laico a un pueblo mayoritariamente católico, y esto debido a la clamorosa ausencia de los católicos en este campo.

La vanguardia cultural hoy día está lejos del Evangelio y de la Iglesia, y son muy pocos los cristianos creadores de una cultura genuinamente inspirada en los valores del Evangelio, sea en literatura, cine, arquitectura o pintura, por no hablar de la filosofía. Además de la preocupante esterilidad creativa de los católicos, resulta que el mismo patrimonio artístico y cultural cristiano está amenazado: las fiestas populares, las costumbres, las procesiones y hasta las mismas iglesias, separadas de la corriente vivificadora del Evangelio, se convierten en simples residuos del pasado, que pasan a ser custodiados por las autoridades del Estado, como bienes de interés turístico. La consecuencia es que, por una parte, una cultura privada de sus raíces cristianas, un humanismo sin Dios, se acaba volviendo contra el hombre, como decía de Lubac. Al mismo tiempo, la inmensa mayoría de los cristianos en Europa viven en una paradójica situación de diáspora cultural. Se parecen cada vez más a las minorías cristianas que tienen que vivir en países musulmanes o de otras religiones. Quizá el desafío más importante que tiene la Iglesia hoy día en Europa sea éste, el de lograr que hombres nuevos, renovados por la gracia, se conviertan en creadores de una cultura nueva.

SIGNOS DE ESPERANZA

En un panorama desolador como el que se nos presenta, no faltan signos de esperanza. Así lo proclama el lema de este encuentro: Cristo, vivo en la Iglesia, fuente de esperanza para Europa. Quizá el Sínodo anterior se dejó llevar por el optimismo engendrado por la caída de un régimen político y económico. Se pensó que bastaba cambiar la economía para cambiar a los hombres, cuando en realidad es al revés: sólo hombres nuevos crean modelos económicos nuevos. Esta vez, como destaca con realismo el Documento de trabajo de los padres sinodales, se trata de una esperanza teologal, es decir, aquella que se funda únicamente en Dios, y que espera contra toda esperanza. Nuestra esperanza no se apoya en las estadísticas que anuncian un ligero ascenso de las vocaciones aquí o allí, o en las cifras de participación en la misa dominical. No: el Sínodo desea proclamar que la esperanza de Europa está en la Cruz de Cristo.

 

Alfa y Omega, nº 180

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