La reflexión del Sínodo

 

Pocas expresiones han sido tan certeras para definir nuestro tiempo, y principalmente en el viejo continente europeo, como la de Henri de Lubac: El drama del humanismo ateo. La Relatio pronunciada por el cardenal Rouco para dar paso a los debates de los padres sinodales, en la II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos que comenzó el pasado viernes en Roma, parece hacerse eco de ese certero diagnóstico. Sin duda Europa, y el mundo, al final del segundo milenio cristiano vive un momento crítico, y no debemos tener inconveniente alguno para calificarlo de dramático: el drama, que ha llevado a derramar tanta sangre en este siglo XX, se llama humanismo inmanentista, es decir, cerrado a la trascendencia, que prescinde de Dios.

Ante esta hora que vive Europa, los obispos, mucho más que denunciar con realismo a instancias externas a la Iglesia, deben hacer, y hacen, su propio examen de conciencia, y un punto clave para este examen lo encuentran en la Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II, que dice: En esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión.

La esperanza para Europa, como para el mundo entero, está en la presencia viva de Cristo resucitado en su Iglesia. No faltan signos abundantes de esta vitalidad cristiana: vida contemplativa en plena fidelidad a su carisma fundacional; vocaciones al ministerio sacerdotal fieles a la auténtica identidad del sacerdote; numerosos cristianos sencillos que viven la fe con plena fidelidad a Cristo y a su Iglesia, y dan testimonio de caridad al hacer vida el Evangelio de la esperanza; movimientos y nuevas comunidades eclesiales, fruto de la acción poderosa del Espíritu Santo... El camino a seguir no puede ser otro que ponerse de un modo más pleno en manos de la acción de Espíritu, con sencillez, pero sin complejo alguno.

Alfa y Omega, nº 181

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