Sínodo para una Europa donde los cristianos son minoría

Un diagnostico lúcido para recuperar la esperanza

Miguel Castellví

Ciudad del Vaticano. El panorama que se presenta a los participantes en el segundo Sínodo de Obispos para Europa tiene aspectos contrastantes. El neopaganismo de países donde más de la mitad de la población se declara "sin religión" coexiste con la fe profunda de los católicos de Polonia o Eslovaquia. Ante sus ojos están las vidas heroicas de los perseguidos por la fe en Chequia o Bielorrusia y las de quienes consideran como fin último de la existencia el disfrute inmediato de la sociedad de la opulencia. Y mientras la caída de los sistemas marxistas despertó grandes esperanzas, en el Este se han visto defraudados las expectativas de un crecimiento económico rápido, y Europa ha vuelto a ser escenario de guerras.

A grandes rasgos, este es el panorama que se presenta a los 179 padres sinodales que del 1 al 23 de octu­bre están reunidos en el Vaticano en el segundo Sínodo para Europa (el primero tuvo lugar en 1991), la última asamblea por continentes querida por el Papa como pre­paración para el Jubileo del 2000.

En la Misa de apertura no podía ser más fuerte el contraste entre la imagen de un Juan Pablo II cansado y casi doblado sobre sí mismo, y el vigor de su mensaje. Con este Sínodo, dijo el Pontífice, el Señor dirige al pue­blo cristiano "una invitación a la esperanza". Invitación que "no se basa en una ideología utópica como la que en los dos últimos siglos ha aplastado los derechos de los hombres y sobre todo de los más débiles".

"Europa del tercer milenio, la Iglesia a ti y a todos tus hijos vuelve a proponer a Cristo, único mediador de la salvación ayer, hoy y siempre. ( ... ) Te lo propone no sólo con las palabras, sino especialmente con el testimo­nio elocuente de la santidad". Porque los santos y las santas "constituyen la vanguardia más eficaz y creíble de la misión de la Iglesia".

Testimonios desde el Este

Desencanto frente a la oleada de entusiasmo que re­corrió Europa tras el fin del comunismo es, según los medios de comunicación, la tónica en los países del Este a diez años de la caída del Muro de Berlín. Al mismo tiempo, en el aula del Sínodo se han oído testimonios co­mo el del obispo de Jelgava (Letonia), que recordó que Europa occidental ha necesitado cincuenta años para al­canzar el actual nivel de democracia y de unificación,‑ y que los países del Este necesitan tiempo para consolidar­se y crecer.

0 como el del cardenal Swiatek, arzobispo de Minsk (Bielorrusia), que bajo el comunismo pasó tres meses en la celda de la muerte y diez años en campos de concen­tración, y que hoy es partícipe del actual régimen de li­bertad religiosa. También se escuchó al cardenal Korec, obispo perseguido por el régimen checoslovaco, para quien no existe vida cristiana sin sacrificio: "Si alguien quisiera destruir el sentido del sacrificio y difundir el permisivismo, inventaría otro evangelio, no el de Jesu­cristo". El cardenal Korec afirmó también que en sus años de clandestinidad ordenó casi 120 sacerdotes: "to­dos respetaban, vivían y viven el celibato".

Junto a estos ejemplos de heroicidad, el "informe" de apertura del Sínodo, realizado por el cardenal Rouco, puso de relieve que "si nos preguntamos por las raíces de la situación actual de desesperanza, hemos de profundi­zar hasta aquella concepción moderna del hombre que ha llegado a considerarlo como el centro absoluto de la rea­lidad haciéndolo ocupar así falsamente el lugar de Dios". En gran parte de Europa, a la pregunta de sobre qué construir la vida y la ciudad terrena, "la respuesta parece ser: sobre ninguna verdad (pues no se confía ya ni si­quiera en la verdad del hombre); sobre ningún valor per­manente (pues se piensa que no existen); sobre ningún ideal que no sea el disfrute inmediato de lo que la vida pueda ofrecer de placentero (pues no se confía ya ni en el progreso como meta de la humanidad)". Para Rouco, el desencanto de una Europa saciada y desesperanzada es consecuencia del abandono de Dios, pues "el olvido de Dios conduce al abandono del hombre".

La medicina que la Iglesia puede ofrecer es, dijo Rouco, "la predicación íntegra, clara y renovada de Jesu­cristo resucitado, de la Resurrección y de la Vida eter­na". Y se preguntó si quizá el error ha sido dejar de lado la predicación del más allá, del cielo y del infierno: "¿No hemos hablado demasiado poco y fragmentariamente de la gloria que la Iglesia espera para sus hijos y para la creación entera? ¿No hemos silenciado a menudo la posibilidad real de la perdición eterna frente a la que nos previene Jesucristo mismo?".

Porque, como subrayó después Mons. Javier Eche­varría, Prelado del Opus Del, "sólo desde una fe y una moral aceptada sin reservas se puede emprender la nueva evangelización que está, esperando nuestro continente". De su intervención destacó su llamamiento a la unidad en torno a Roma: "La unidad de la Iglesia requiere que sean manifiestos los vínculos de comunión, es decir, la profesión de una misma fe, la celebración común de los sacramentos, y la sucesión apostólica por medio del sa­cramento del Orden. La evidencia de unidad sin sombras en cada Iglesia local, de las Iglesias locales entre sí, y de todas ellas con la Iglesia de Roma, atrae a las personas de buena voluntad y promueve una unidad aún más in­tensa. Es también cierto, por desgracia, lo contrario, y eso debe estimular nuestro sentido de responsabilidad".

Para salir del desencanto

Uno de los instrumentos para sacar a los europeos del desencanto es, según Rouco, el sacramento de la re­conciliación. "El sacramento de la penitencia ha de tener un papel fundamental en la recuperación de la esperanza. Sólo quien recibe la gracia de un nuevo comienzo puede continuar adelante en el camino de la vida sin encerrarse en la propia miseria".

En esta línea, el arzobispo de Riga, Mons. Pujats, propuso un ejemplo concreto para ayudar a los fieles a vivir en gracia: "En muchas iglesias tienen una buena costumbre: cada día, antes de la Misa, los sacerdotes, sentados en el confesonario, esperan a los penitentes, re­citando la Liturgia de las Horas o haciendo su propia me­ditación espiritual. Y las personas, sobre todo el domingo, van, ya que el sacerdote está siempre presente, el lu­gar de la confesión es conocido, y es fácil y posible espe­rar y confesarse".

Mons. Pujats se ganó un piropo del Papa, entre otras razones porque fue uno de los pocos que habló en latín. "Paupera lingua latina ultimum refugium habet in Riga", dijo Juan Pablo II, en elogio de la intervención del prela­do.

 

Aceprensa, Servicio  139/99

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