Comentario al nº 72 del «Instrumentum laboris»

Intervención de monseñor Elías Yanes Álvarez, arzobispo de Zaragoza (4‑110‑99)

 

1. Para realizar la «nueva evangeli­zación» en Europa la Iglesia ha de hacer presente el misterio del amor de Dios que se nos ha manifestado en Jesucristo (1 Jn 4, 8‑16). Ha de hacerlo con plena fidelidad a la revelación divina, anun­ciando a Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, como el «Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6). De este modo Cristo aparece ante el hombre, en la Iglesia, como fuente de esperanza.

2. Pero los evangelizadores para ser creíbles, deberán anunciar la verdad evangélica con amor y humildad hacia aquellos a quienes pretenden evangeli­zar (cf. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 1975, n. 79). No es posible mostrar que «Dios es Amor» sino evangelizando con amor.

Nuestro Santo Padre decía en la en­cíclica Veritatis splendor, citando a Pa­blo VI: «No disminuir en nada la doctrina salvadora de Cristo es una forma emi­nente de caridad hacia las almas. Para ello ha de ir acompañada siempre con la paciencia y la bondad de que el Señor mismo ha dado ejemplo en su trato con los hombres. Al venir no para juzgar sino para salvar (cf. Jn 3, 17), El fue cierta­mente intransigente con el mal, pero mi­sericordioso con las personas» (Juan Pa­blo II, Veritatis splendor, 1993, n. 95; Pa­blo VI, Humanae vitae 1968, n. 29).

En otro contexto, en la homilía de la canonización de Edith Stein, el Santo Padre decía: «En nuestro tiempo la ver­dad se confunde a menudo con la opi­nión de la mayoría. Además está difun­dida la opinión de que hay que servir la verdad incluso contra el amor o vicever­sa. Pero la verdad y el amor se necesi­tan mutuamente... Santa Teresa Bene­dicta de la Cruz nos dice a todos: No aceptéis como verdad nada que carezca de amor. Y no aceptéis como amor nada que carezca de verdad. El uno sin la otra se convierte en una mentira destructo­ra» (11‑X‑1998).

Dice San Agustín: «La victoria de la verdad es el amor» («Victoria veritatis est caritas», Sermo 358, l). El mismo santo define la felicidad como «gaudium de veritate», «el gozo de la verdad» (Confesiones, X, 23).

3. Amor y verdad deben estar pre­sentes en el modo de proclamar el mensaje cristiano que es anuncio del Amor y de la Verdad de Dios. Esto tiene especial aplicación cuando se trata de proponer la moral cristiana: «La ley mo­ral es obra de la Sabiduría divina. Se la puede definir, en sentido bíblico, como una instrucción paternal, una pedago­gía de Dios. Prescribe al hombre los ca­minos, las reglas de conducta que lle­van a la bienaventuranza prometida; prohíbe los caminos del mal que apar­tan de Dios y de su amor. Es a la vez firme en sus preceptos y amable en sus promesas» (Catecismo de la Iglesia ca­tólica, n. 1950).

4. La presentación del mensaje moral cristiano encuentra hoy grandes dificultades en un clima cultura¡ que entiende la libertad separada de toda referencia a la verdad y al bien. Más aún, en un campo de tanta importan­cia como el de los derechos humanos fundamentales, incluso el derecho a la vida del que no ha nacido, se relativi­za el carácter incondicional de estos derechos subordinándolos a la opinión de la mayoría, al consenso, y en último término, al poder del más fuerte.

Uno de los grandes retos de la peda­gogía cristiana hoy en Europa es cómo ayudar a los hombres a percibir el men­saje moral cristiano no como una ame­naza contra su libertad, sino como el ca­mino de su realización plena y auténti­ca. Es necesario ayudarles a descubrir que los diez mandamientos, revelados por Dios y, por otra parte, impresos en el corazón del hombre, muestran la verda­dera humanidad del ser humano, ponen de relieve los deberes esenciales, y por tanto, indirectamente, los derechos fun­damentales inherentes a la naturaleza de la persona humana.

El Santo Padre nos ha ofrecido sobre estas cuestiones reflexiones profundas y orientadoras especialmente en las encí­clicas Redemptor hominis, 1979; Fami­liaris consortio, 1981; Centesimus annus, 1991; Veritatis splendor, 1993; Evange­lium vitae, 1995; Fides et ratio, 1998; Catecismo de la Iglesia católica, n. 2.070.

5.. Uno de los aspectos importantes del amor y humildad con que hemos de anunciar el Evangelio de Jesucristo es la actitud de acogida, de apertura y de diá­logo, del cual nos han hablado elo­cuentemente Juan XXIII, Pacem in terris, 1963; Pablo VI, Ecclesiam suam, 1964 n. 64 ss; el Concilio Vaticano II; Juan Pablo II, Redemptor hominis, 1979, n. 11‑12; Reconciliatio et paenitentia, 1984, n. 25; Redemptoris missio, 1990, n. 55‑57; Ut unum sint, 1995, n. 28 ss; Fides et ratio, 1998, n. 41.

6. El diálogo eclesial en la evange­lización no es una táctica o un método al servicio de intereses de dominio, sino una exigencia del profundo respeto ha­cia todo lo que en el hombre ha reali­zado el Espíritu Santo que «sopla donde quiere» (Jn 3, 8). Con el diálogo la Igle­sia trata de descubrir las «semillas del Verbo», «semina Verbi», según la expre­sión acuñada por los Santos Padres, es decir, «el destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres» (Juan Pa­blo li, Redemptoris missio, 1990, n. 56; Redemptor hominis, 1979, n. 12).

7. Santo Tomás de Aquino piensa que en toda opinión hay algo de verdad («Omnes enim opiniones aliquid verum dicunt»). Estima que es preciso indagar para ver qué hay de verdad y qué hay de deficiente en cada opinión («Ut vi­deatur quid veritatis sit in singulis opi­niobibus et in qua deficiant», 1 Dist., 23, q. 1. a. 3). Considera, con San Agustín, que no hay doctrina falsa en la que no se mezclen cosas verdaderas: «Nulla est falsa doctrina in qua non aliqua vera falsis intermisceat» (S. Th. 114, q. 172, a. 6). Añade el Santo Doctor que «toda verdad ‑quienquiera que la diga‑ pro­cede del Espíritu Santo, que infunde la luz natural y mueve a entender y a ma­nifestar la verdad» («Omne verum, a quocumque dictatur, est a Spiritu Sanc­to sicut ab infundente naturale lumen, et movente ad intelligendum et loquen­dum veritatem», S.Th. 1‑11. q. 109, a. 1. a d l).

8. El diálogo cristiano nace, no del escepticismo o del relativismo, sino del amor a la verdad. «En un mundo sin verdad ‑dice Juan Pablo II‑ la libertad pierde su consistencia y el hombre queda ex­puesto a la violencia de las pasiones y de los condicionamientos patentes o encubiertos. El cristiano vive la libertad y la sirve (cf. Jn 8, 31‑32), proponiendo continuamente en con­formidad con la naturaleza misionera de su vocación, la verdad que ha cono­cido. En diálogo con los demás hom­bres y estando atento a la parte de verdad que encuentra en la experien­cia de la vida y en la cultura de las personas y de las naciones, el cristiano no renuncia a afirmar todo lo que le han dado a conocer su fe el correcto ejercicio de su razón» (Centesimus an­nus, 1991, n. 46, d; Redemptoris mis­sio, 1990, n. 11; Veritatis splendor, 1993, n. 84).

El diálogo evangelizador presupone siempre que quien evangeliza lo hace desde la plena adhesión a la verdad re­velada por Dios en Cristo Jesús. Dice Pa­blo «De todo evangelizador se espera que posea el culto a la verdad, puesto que la verdad que él profundiza y comu­nica no es otra que la verdad revelada, y por tanto más que ninguna otra, forma parte de la Verdad primera, que es el mismo Dios» (Evangelii Nuntiandi, 1975, n. 78).

La Iglesia ha de anunciar incesante­mente el misterio del amor de Dios al hombre en Cristo Jesús: «La muer­te de Cristo es el signo supremo del valor absoluto que Dios otorga a cada persona, incluso a los pecadores que crucifican al Hijo, a los que Dios no responde con el castigo sino proyec­tando sobre ellos, en perdón, el amor que el Primogénito les ha ofrecido» (Olegario González de Cardedal, La en­traña del cristianismo, Salamanca, 1997, p. 789).

El mártir Beato Pedro Poveda escri­bió que debemos hablar para confesar a Cristo seriamente, «sin provocación, pero sin cobardía; sin petulancias, pero sin pusilanimidad; con caridad, pero sin adulaciones; con respeto, pero sin timidez; sin ira, pero con dignidad; sin terquedad, pero con firmeza; con valor, pero sin ser temerarios» (Pedro Poveda, Jesús Maestro de oración, BAC, 1997, p. 211).

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