Promover una catequesis sólida
Intervención de
monseñor Juan María Uriarte Goiricelaya, obispo de Zamora (7‑110‑99)
El trasfondo del panorama espiritual europeo, tan rico en
muchos aspectos humanos, ha sido calificado acertadamente por la «Relatio»
como «humanismo inmanentista». Tal humanismo envuelve e impregna casi todos
los aspectos importantes de la vida de nuestros conciudadanos, dificultando gravemente
el despliegue y la misma emergencia de la fe. Detengámonos por un momento en
una de sus consecuencias más preocupantes para la fe de nuestros hermanos.
Creyentes y no creyentes vivimos en una sociedad que, para
bien y para mal, cuenta con resortes
muy poderosos para modelar y configurar nuestra mentalidad y
sensibilidad. El impacto sostenido de una sociedad tan poderosa está debilitando
algunos de los órganos vitales de la misma Iglesia encargados de suscitar la
fe, provocar la conversión y consolidar la vida cristiana personal y comunitaria.
la correlación de fuerzas formativas que desde la sociedad y desde su comunidad
creyente inciden sobre la fe de los cristianos es muy desigualmente favorable
a la sociedad. Los procesos habituales y generalizados de iniciación a la fe
no tienen ni la densidad, ni la calidad, ni la duración requerida para contrabalancear
este influjo tan desigual. Constituyen un alimento espiritual «light», bajo en
calorías, para creyentes que han de vivir su fe, no en la bahía protegida, sino
a la intemperie, donde rompe el viento. No es extraño por tanto que la fe de
muchos cristianos se resienta hoy en su identidad, en su integridad, en su
entusiasmo vital, en su coraje moral, en su capacidad transmisora. Ni resulta
sorprendente que la pregunta crucial de los pastores sea ésta: «¿Cómo se hace
hoy un cristiano?».
Promover unos procesos catequizadores sólidos, que
constituyan una verdadera iniciación y sean capaces de construir cristianos
que se tengan de pie, es, a mi juicio, condición indispensable para el futuro
de nuestras comunidades eclesiales europeas. Sólo a partir de este presupuesto
puede concebirse y abordarse sin voluntarismos la nueva evangelización.
Esta gran tarea, que fortalece los cimientos mismos de la
vida cristiana, corresponde de manera eminente a las parroquias, cuya misión
consiste en ofrecer a los bautizados aquella formación básica requerida para
que puedan recibir del Espíritu los carismas que enriquecen a la Iglesia y
sirven a la sociedad. La diócesis no puede declinarla ni total ni principalmente
en otras instituciones educativas ni en grupos o movimientos, aunque debe
recabar su colaboración y aprovechar su rica experiencia gestante y alumbradora
de cristianos para elaborar itinerarios catequéticos básicos de cuño diocesano.
Tampoco debe la diócesis confiarla simplemente a la inquietud y sensibilidad
catequizadora de los presbíteros y laicos de las parroquias, sino preparar e
iniciar a éstos para que asimilen las claves axiológicas y pedagógicas del proceso
y se atrevan a convocar y a acompañar a grupos con esta finalidad. Son necesarias
unas iniciativas de más largo aliento y una opción pastoral más firmemente sostenida.
La tradición eclesial de los primeros siglos, la aportación
de la escuela católica y los antiguos y nuevos movimientos nos han enseñado
mucho en este punto capital. A los obispos y sus inmediatos colaboradores nos
toca condensar, discernir, completar, purificar y plasmar en un proyecto
catequético diocesano o interdiocesano esta enseñanza vital. La centralidad de
la Palabra Dios, la cohesión comunitaria, la introducción a una experiencia
orante, la exigente conversión moral que sabe deponer todos y cada uno de los
ídolos, la práctica del acompañamiento espiritual individualizado, la asunción
progresiva de compromisos eclesiales y la inquietud por la transmisión capilar
de la fe serán elementos básicos que habremos de recoger cuidadosamente.
Al mismo tiempo tendremos que enriquecer este itinerario
iniciando diligentemente a los cristianos a una lectura, a la vez empática y
crítica de esta sociedad que les vaya haciendo moradores de la ciudad celeste,
sin dejar de ser miembros de la ciudad terrestre. Tendremos que cultivar la
actitud y la capacidad dialoga¡ de estos catequizandos para que vivan su fe
simultáneamente en comunión y en contraste con su mundo. Tendremos que avivar
en estos creyentes la inquietud por contribuir a la transformación de aquellas
condiciones ambientales, culturales y sociales que envilecen la dignidad
humana y reprimen la orientación del hombre hacia la trascendencia. Nos tocará
insuflar, a lo largo del itinerario catequético, juntamente la pasión por Dios
y la debilidad por los pobres, que son su imagen próxima doliente.
¡No serán muy numerosos los bautizados que se avendrán a una
gimnasia como ésta! Pero tendremos, al menos en nuestras parroquias, un núcleo
vivo, dotado de neta identidad, que sirva de signo en estos tiempos en los que
la niebla desdibuja los contornos de la vida cristiana. Estos grupos de
iniciados, de corte comunitario y de aliento misionero, no serán un residuo,
sino un resto.
La necesidad antedicha es común a adultos y a jóvenes, aunque
los servicios pastorales que respondan a unos y a otros puedan y deban con
frecuencia ser diferenciados. En este mundo europeo en el que la transmisión generacional
de la fe y de otros valores se ha tornado tan difícil, son los jóvenes quienes
tienen mayores dificultades para cuajar como creyentes, precisamente porque no
tienen una historia religiosa previa.
El grupo cristiano al que pertenezcan deberá poseer una
identidad creyente mucho más acusada que la que es habitual en la inmensa
mayoría de los grupos juveniles eclesiales existentes, reunidos muchas veces en
torno a una emoción religiosa, a un sentirse bien juntos y a un atractivo
genérico por servir. Además de esta vertebración interior, será necesaria una
coordinación con otros grupos juveniles y adultos, que les ofrezcan un sólido
sentimiento de ancha pertenencia eclesial. Un grupo que pretenda pertenecer
sólo a Jesús y a sí mismo, tiene los días contados. La experiencia de la
iglesia próxima a su mundo vital como espacio familiar que acoge y abre cauce
a sus inquietudes espirituales y sociales es necesaria para neutralizar la
imagen rigorista y desfasada que reciben generalmente del ambiente y de los
medios de comunicación social. Una auténtica iniciación a la oración personal
y comunitaria, que sin ser intimista esté dotada de verdadera interioridad, es
capital para que puedan interiorizar la fe y sentirla, no como una
superposición extraña, sino como algo propio. Un paciente acompañamiento espiritual
que esté persuadido de que el proceso de la fe juvenil es hoy largo, difícil y
proclive a pasos regresivos, les ayudará extraordinariamente a consolidar una
fe que constituye para nosotros, pastores adultos, una maravilla casi milagrosa,
que nos hace saltar de alegría y respirar con esperanza.