Realismo y sentido común

 

La casa se hunde, literalmente. ¿Sería razonable que, en lugar de fortalecer los cimientos, los moradores dedicasen toda su energía a poner derecho el espejo del cuarto de baño, o a cambiar de sitio el jarrón de la sala de estar? Este elemental razonamiento debería bastar para salir al paso de tanta discusión inútil en que diría santa Teresa, tan llena de fe como de sentido común, que en definitiva son inseparables. Aquellos tiempos suyos del siglo XVI no eran muy distintos de éstos nuestros de finales del XX; y hoy tampoco puede ser muy distinta la reciedumbre de la respuesta razonable que la Iglesia y la Humanidad entera necesitan.

El Sínodo europeo que acaba de clausurar el Papa Juan Pablo II ha sido un tiempo de gracia, sin duda, y precisamente por eso lo ha sido de esa racionalidad fundamental que, también para no quedarse sin el jarrón ni tener torcido el espejo, se preocupa de la casa en cuanto tal. ¿De qué te sirve el espejo y el jarrón -¡ni siquiera el mundo entero, como dice la pregunta evangélica!- si te quedas sin casa? ¿Quién tiene verdadera esperanza? ¿El cristiano optimista acomodaticio -en definitiva, resignado a que la Iglesia quede reducida a unos templos que se vacían y se promocionan como salas de concierto-, que acusa de pesimismo a quien desea, sin complejos, vivir el regalo infinito que es la Iglesia de Cristo; o más bien este último, que sólo espera la salvación allí donde únicamente está? También la esperanza, como la fe, es inseparable del sentido común.

Un signo elocuente de este segundo Sínodo de Europa ha sido el rejuvenecimiento del promedio de edad de los padres sinodales. Es un hecho que cada vez hay más obispos jóvenes, expresión también de una nueva generación cristiana, que no está dispuesta, no ya a perder el tiempo en estériles discusiones ideológicas, sino a perderse el gozo de una Iglesia viva. Han hablado los obispos de realismo optimista, que no cierra los ojos a la realidad de un mundo tan sofisticado en técnicas virtuales como destruido en su humanidad real. En este mundo está el Señor resucitado, vivo y presente en su Iglesia, y por eso no hay lugar para el pesimismo, sino para la esperanza.

Este Sínodo, cuya última palabra, la decisiva, la dirá el Santo Padre, y que no ha de ser otra que la Palabra, con mayúscula, el Verbo de Dios hecho carne -la respuesta que la Humanidad necesita no la inventan los obispos, viene del Evangelio-, ha constatado que la esperanza para Europa, y para el mundo, está en ese pequeño grano de mostaza con que Cristo compara al Reino de Dios, y ha hablado de una minoría de cristianos, jóvenes -de edad y de espíritu, como testimonia la impresionante juventud de nuestro anciano Papa-, pero minoría que cuenta -no olvidemos que la Iglesia empezó con doce-, porque tiene fe, esperanza y un sistema de valores morales enraizados en el realismo de la verdad.

Reaviva tus raíces, gritó Juan Pablo II, en Compostela, a una Europa necesitada de esperanza. El realismo exige, ciertamente, no caer en precipitadas ilusiones, ni en lentitudes o infidelidades. Exige sobre todo sentido común, el de los primeros doce, enviados sin bolsa ni sandalias, con la recomendación además de no saludar a nadie por el camino porque no hay tiempo que perder colocando espejos o cambiando jarrones de sitio, ya que es tan espléndida la noticia de Jesucristo que, prestando a ella toda la atención, lo tenemos todo. ¿Qué se ha hecho en este Sínodo? Devolver la esperanza a una Europa que a menudo parece haberla perdido, y los obispos creen tener no poco que ofrecer a Europa, y lo ofrecen, sin altanería, pero sin complejo alguno.

Alfa y Omega, nº 184

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