Inconmensurable servicio a Europa

Miguel Ángel Velasco

 

La Europa rica, la de la civilización del bienestar, necesita una sacudida, como el editorialista del The Guardian acaba de recordar al afirmar que a la Iglesia hay que reconocerle su derecho a juzgar a la sociedad en la que vive y a proponer soluciones. Es lo que ha hecho el Sínodo

Los que se quedan sólo en las primeras líneas de documentos y textos que tienen la obligación de leer enteros se apresuraron a dictaminar que la Relación inicial del cardenal Rouco-Varela, arzobispo de Madrid, era una dura requisitoria, un pesimista alegato. Era una foto, una radiografía exacta de la realidad, y pasaba revista a los males que aquejan a los europeos y a las esperanzas que el Espíritu de Dios suscita en esta hora de la Historia. La presencia del Señor entre nosotros -subrayaba reiteradamente- no nos permite ceder al pesimismo ni a la desesperación, por grandes que sean los desafíos. Así pues, duro realismo, pero esperanzado, es decir, cristiano. Mediado el Sínodo, volvió a recoger el sentir de la Asamblea y presentó una batería de propuestas concretas de solución. Con el mismo realismo, y desde la misma esperanza: tan cierto es que en Europa decrece el número de católicos practicantes como que crece la demanda de religiosidad. La rutina de la corrupción moral defrauda las legítimas expectativas de las más jóvenes generaciones, hartas de vivir antes de haber casi comenzado.

La tecnología último grito ha entrado en el aula sinodal, y el ordenador, sin corazón, señala fríamente el final de cada intervención a los ocho minutos exactos de haber comenzado. Pero ocho minutos dan mucho de sí, y en el aula sinodal se han dicho y escuchado cosas muy importantes para el presente y el futuro de Europa, aunque luego los altavoces de prensa hayan manipulado, sesgado, seleccionado, silenciado, boicoteado… ¿No interesa la interpelación exigente que el Sínodo hace a Europa? Fuera, muchos esperaban un Sínodo que hablase sobre todo de cosas como la ordenación sacerdotal de mujeres, la abolición del celibato, las cesiones a una mal entendida sexualidad irresponsable, o de la para ellos urgente democratización de las estructuras de la Iglesia… y, miren ustedes por dónde, el Sínodo ha hablado de Dios (palabra que tanto se echa de menos en tantos discursos, sociopolíticos a secas); ha hablado (Schönborn) de pedir a Jesucristo el necesario perdón para que pueda curar nuestras heridas; ha hablado (Tettamanzi) de que la cosa consiste no tanto en bautizar a los convertidos, como en convertir a los bautizados; el Sínodo, por boca de los obispos del Este, recién salidos de una Iglesia mártir, de catacumbas y clandestinidad, ha hablado de martirio, de fidelidad, de cruz para poder resucitar; ante tal testimonio, las minorías contestatarias de Nosotros somos Iglesia se avergonzaron de sí mismos en Ostia; el Sínodo ha hablado (Vlk) de que la fe católica será la única que pueda salvar a nuestro viejo continente y de que Europa será cristiana, o no será. Los obispos del Este han reconocido la ingenuidad de creer que la mera libertad resolvería todos los problemas, cuando saben de sobra que no es la maravillosa libertad, con su perfume contagioso, la que hace libres a los seres humanos, sino la Verdad.

Ha hablado el Sínodo de que la imprescindible necesidad de la transmisión de la fe a las nuevas generaciones de europeos no se hace con cesiones ni adaptaciones, ni con euros, sino con la defensa de la vida y con medios de comunicación social en los que trabajen, sirviendo a la comunidad, cristianos sin fisuras. Se ha tomado conciencia de que la difusión invasora del Islam es un grave problema de futuro, un verdadero reto frente al que urgen relaciones menos ingenuas. Ante el testimonio esperanzado de los mártires han enmudecido los profetas de desventuras y los frívolos abanderados de la contestación.

HECHOS, NO PALABRAS

El Sínodo ha dado un importante espaldarazo a los Movimientos eclesiales, que, en vez de hablar y hablar, hacen. La Iglesia conmocionó a la antigua sociedad pagana, dijo el Presidente de la CONFER española, padre Jesús María de Lecea, mostrando que se podía vivir de otra manera: . Pues eso. No hace falta tanto derroche de palabrería, tanto debate, reunión y documento, tanta comisión, tertulia y estructura; hacen falta testigos del Evangelio. Cuando de nuevo en la sociedad europea descristianizada -no postcristiana, no caigamos en las trampas del lenguaje- puedan decir Mirad cómo se aman, se habrán acabado los problemas y los desafíos, y volverá naturalmente la perseverancia en la esperanza que Pablo recomendaba a la comunidad de Tesalónica.

Juan Pablo II ha reiterado otra vez más: Europa, tres veces milenaria, sé tú misma; vuelve a tus raíces. No te descorazones; no te resignes a modos de pensar y de vivir que no tienen sentido. La diversidad puede convertirse en riqueza. La solidaridad es posible. La vida vence a la muerte. La familia es la clave.

Con bofetadas a la familia, como la que Francia acaba de darle con lo de las parejas de hecho, se agrava el problema. Así, pensando así, viviendo así, no se acaba con la lenta apostasía que asfixia y agosta tantos esfuerzos. El cristianismo no ha impedido la felicidad de los europeos, sino todo lo contrario. Los sueños no construyen la realidad, aunque soñar cuesta poco y a veces puede ser muy bonito. Sobriedad, mesura, equilibrio, serenidad, sensatez, responsabilidad son palabras que definen bastante bien esta II Asamblea del Sínodo de los Obispos de Europa. Fuera del aula, algunos quieren que los problemas de Europa que la Iglesia aborde sean los que ellos dicen, pero claro, no; porque los problemas son los que son. La síntesis final que de este trascendental acontecimiento eclesial haga el Papa, ya en pleno Año Santo del 2000, será la carta de navegación de la Iglesia en el siglo XXI para una Europa del Atlántico a los Urales que respire con sus dos pulmones, el de Oriente y el de Occidente, y que sirva al Evangelio de la esperanza.

Catalina de Siena, Brígida de Suecia, Edith Stein, hoy co-Patronas de Europa junto con Benito, Cirilo y Metodio han marcado perfectamente las huellas a seguir para no errar el camino. Es significativo que el Papa haya querido reconocer, tan cualificada como cualitativamente, el genio de la mujer en el cristianismo.

La esperanza cristiana, ha dicho, no es una ideología utopística, como tantas que han terminado por pisotear los derechos del hombre. En este siglo que concluye, el Dios-con-nosotros ha sido crucificado en los lager y en los gulag, y ha sufrido en las trincheras, y padece cada vez que un ser humano es humillado, oprimido, ofendido. Cristo conoce las tentaciones de las generaciones que se suceden. Los entusiasmos suscitados por la caída de las barreras ideológicas y por las pacíficas revoluciones de 1989 se han descafeinado ante el impacto letal de los egoísmos políticos y económicos. Pero vuelve a sonar, con fuerza, en la Plaza de San Pedro, aquel grito confortador y oxigenante de Juan Pablo II hace ahora 21 años: ¡No tengáis miedo -Europa, no tengas miedo-; abre tus puertas a Cristo. Sólo en Él está la salvación!

La espiritualidad como antídoto al consumismo y al egoísmo hedonista: he ahí la terapia para esta Europa confusa, atolondrada, adormilada y políticamente correcta. La indiferencia, el nacionalismo, y el pensamiento débil son virus a extirpar. Afortunadamente, este Sínodo ha cumplido su deber y ha dicho -y, antes, pensado, y lo primero de todo, rezado- lo que tenía que decir, en vez de hablar de mujeres, de sexualidad y de casuística matrimonial, como pretendían algunos que quieren confundir un Sínodo de obispos con una tertulia de café. La Iglesia, ha recordado el cardenal Ratzinger, no es un ente cerrado. Aunque no coincide con todos, es para todos. Las heridas y laceraciones habrá que cicatrizarlas con el bálsamo del amor. Los obispos han sido bien conscientes de que el Sínodo no es una operación de cosmética eclesial; no se trata de un lifting. Se trata de un examen de conciencia a fondo, sin reticencias, en la presencia de Dios. Y aquí, menos que en ninguna otra parte, no vale todo; por ejemplo, no vale ese pluralismo que algunos confunden con el todo da igual.

LA HORA DE LOS SEGLARES

Los seglares hemos sido especialmente convocados e interpelados. Una veintena de mujeres cristianas, siete de ellas seglares, han visto cómo el Papa asentía con la cabeza, y con el corazón, cuando ellas hablaban a los padres sinodales. Lo menos que se les puede pedir a los periodistas no eclesiales -no digamos ya a algunos eclesiales-, cuando informan sobre esto, es que se enteren, en vez de recurrir a tópicos. Los habituales de los clichés y los periódicos para los que el Sínodo sólo existió el día de la apertura y la clausura, sentenciaron enseguida que del pesimismo inicial se había pasado a un optimismo desmedido. Ni lo uno ni lo otro es verdad. Como siempre que se reúnen quienes quieren servir lúcidamente al ser humano, hay -ha habido- un planteamiento sincero de la realidad, que es la que es, y luego, un debate plural enriquecedor, que el Papa ha agradecido expresamente, y unas propuestas concretas de actuación, de trabajo, de tarea evangelizadora. ¡Apañados estaríamos en la Iglesia si, en lugar de trabajar en cada diócesis, hubiera que convocar un concilio cada poco, sin digerir como es debido el anterior! A los evangelizadores, misioneros y mártires les queda poco tiempo para ensoñaciones. En muchas ciudades europeas, el nombre más recurrente hoy en el registro civil de nacimientos es Mohamed.

En Roma oye uno de todo, y cada día es más imprescindible la brújula para saber discernir, sin politizar lo impolitizable, sin ceder a titulares demagógicos en los periódicos, y sin darles más importancia a los fundamentalistas ilustrados que la mínima que tienen. Emociona oir al Papa dar las gracias por los Sínodos que le ayudan a gobernar la Iglesia, sin dejarse impresionar demasiado por voces que hablan de sinoditis, y sin hacer más caso del que se merecen a quienes escriben, por ejemplo, que ya que en este Sínodo ciertos anhelos no han tenido el eco que esperaban, lo tendrán en el próximo, que está , es decir, a la vuelta de la esquina.

Impresionaba sinceramente un Juan Pablo II que, después de seguir con admirable asiduidad los trabajos sinodales, hacía suyo el mensaje final de los obispos, que publicamos íntegro. Sobrecogía verle, al concluir la Eucaristía de clausura en la Basílica de San Pedro, acercarse, superando las dificultades físicas, a un lado y a otro del pasillo central, para hacer la señal de la cruz en la frente de los niños, ante los ojos emocionados de sus padres. El Papa -todos los Papas y muy especialmente éste- se merece, por parte de toda la Iglesia, algo más que ensoñaciones, ironías, y que maledicencias y murmuraciones de burócratas de pasillos. Concluido el Sínodo, se reunió en almuerzo con cuantos han participado en la Asamblea: 38 cardenales, 127 entre arzobispos y obispos, 69 sacerdotes, y un buen puñado de seglares invitados. A los obispos les regaló una preciosa cruz pectoral y la edición de sus 669 mensajes y discursos a Europa. El Padre sinodal más anciano, el cardenal Swiatek, de Estonia, 85 años, le dió las gracias en nombre de todos. La más joven, apenas 25 años, Sanja Horvat, estudiante de Teología, que había conmovido al Sínodo informando que quienes se fueron de Bosnia no quieren volver, le regaló un ramo de flores para la Virgen. Y el Papa -¿Está cansado, Santo Padre? -Pues… no sé- bromeó: En medio, entre los 85 años y los 25, estáis todos los demás. ¡Gracias a todos!

Ahora, para descansar, se va a la India, a confirmar en la fe y en la esperanza a los asiáticos, como acaba de hacerlo con los europeos; y luego, si Dios quiere, estará en Irak, mal que les pese a los Estados Unidos y a la Gran Bretaña. El sabe bien lo que hace y lo que tiene que hacer. Y otra vez la palabra clave es servicio; no poder, no dominio, no intereses. Servicio. Lo que ha hecho en Roma durante casi un mes el Sínodo de los Obispos, con el Papa a la cabeza, ha sido prestar de nuevo un inmenso, inconmensurable servicio a los hombres y mujeres de Europa. Un trascendental servicio al mundo que se dispone a entrar en el tercer milenio del cristianismo.

 

Alfa y Omega, nº 184

Salir