I. EUROPA Y LA IGLESIA A LASPUERTAS DEL TERCER MILENIO: DESAFIOS Y DIFICULTADES

1. Algunos pensaron que a los felices y sorprendentes acon­tecimientos de 1989 en la Europa central y orienta¡ seguiría con cierta facilidad una época en la que los europeos iban a ver por fin realizados sus ideales de libertad y justicia en el respeto a la dignidad de la persona humana. En cambio, el ponderado diagnóstico emitido por el Sínodo de 1991 se basaba en una apreciación que no permitía albergar es­peranzas desmedidas: «El colapso del co­munismo ‑dice la Declaratio, 1, 1‑ pone en crisis todo el itinerario cultural, social y político del humanismo europeo, mar­cado por el ateísmo no sólo en su forma marxista, y demuestra con hechos no sólo con principios, que no se puede se­parar la causa de Dios de la causa del hombre» (cf. Instrumentum laboris, 11).

1.1. En efecto, pasados diez años de la desaparición de los regímenes comu­nistas y recuperada la libertad de los pue­blos y la unidad del Continente en unas formas similares de gobierno democráti­co, son diversos los signos que nos hablan de una evolución de las cosas no siempre favorable para la causa del ser humano, sino también en cierto sentido alarmante y necesitada de una honda reflexión. Son signos que delatan la persistencia, ba­jo nuevas condiciones, de algunos pro­blemas de fondo propios de aquel hu­manismo inmanentista que desembocó en los totalitarismos sufridos por Europa casi hasta los últimos días del siglo que termina.

No cabe duda de que este último de­cenio ha sido testigo de nuevas y positivas posibilidades económicas, sociales, culturales y políticas para los pueblos de Europa central y orienta¡, liberados de re­gímenes verdaderamente opresores de la libertad e inhábiles para permitir el desa­rrollo de las capacidades productivas de sociedades dotadas, con frecuencia, de un rico bagaje cultural e incluso científico­técnico lo constatamos con verdadera alegría. En particular, porque estos nue­vos horizontes han comportado también el reconocimiento de la libertad religiosa y han abierto nuevas posibilidades a la acción evangelizadora de la Iglesia. Las comunicaciones y los intercambios se han hecho mucho más fluidos y la construc­ción de la casa común europea, entre múltiples y persistentes dificultades, no ha dejado de avanzar.

Sin embargo, constatamos también que no pocas esperanzas de estos años, más o menos valiosas, han conducido a la desilusión y al desánimo tanto en el Este como en el Oeste, En el Este se han visto defraudadas las expectativas de un creci­miento económico tal que igualara en poco tiempo sus niveles de bienestar con los de los países más desarrollados del Oeste. El tránsito a la economía de mer­cado, en circunstancias tan extraordina­rias, ha conducido en ocasiones a la ges­tación de modos de comportamiento de tipo mafioso que dificultan la vida econó­mica y política, ya de por sí nada fácil tras decenios de tutela estatal desmesu­rada. En Occidente, aparte de las incomo­didades producidas por la desviación de recursos para la reconstrucción económi­ca de antiguos países de detrás del «telón de acero» y para e¡ sostenimiento de la estabilidad y la paz en la zona, asumidas sin excesivo entusiasmo por la población, hay que reseñar la nivelación y «agrisa­miento» cultural y político de las doctri­nas e ideologías vigentes. No sólo se ha caído el referente utópico que el marxis­mo había supuesto para ciertos exponen­tes del humanismo inmanentista, apoya­do tan ilusoriamente en los supuestos lo­gros del «marxismo real», sino que parece imponerse una cierta suerte de resigna­ción ante la aparente imposibilidad de presentar a la sociedad un proyecto y programa de verdadera renovación para el futuro de Europa. La patente incapaci­dad de los Estados en general y de la pro­pia Comunidad Europea para acabar con el problema del paro constituye uno de los signos más evidentes de esa apatía ambiental que con tanta frecuencia se percibe en los países de la Europa Occi­dental.

Además, después de 1989 «en los paí­ses del antiguo bloque oriental, tras la caída del comunismo, ha aparecido el grave riesgo de los nacionalismos, como desgraciadamente muestran los percan­ces de los Balcanes y de otras áreas pró­ximas [así como la reciente y trágica guerra]. Esto obliga a las naciones europeas a un serio examen de conciencia, recono­ciendo culpas y errores cometidos históri­camente en los campos económico y po­lítico en relación a las naciones cuyos de­rechos han sido sistemática mente viola­dos por los imperialismos del siglo pasado y del presente» (Tertio Millennio adve­niente, 27). Y obliga también ‑como re­cordaba Vuestra Santidad en el Mensaje de 1995, con ocasión del 50,1 aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial no olvidar la advertencia de Pío XI en 1930: «Más difícil, por no decir imposible, es que dure la paz entre los pueblos y en­tre los Estados, si en lugar del verdadero y auténtico amor a la patria reina y arrecia un duro nacionalismo, que es equivalente a odio y envidia en lugar de mutuo deseo de bien». Aquel clarividente y audaz pon­tífice denunciaba poco después el na­cionalismo, en su Encíclica Mit brennen­der Sorge, como una de las fatales idola­trías de los tiempos modernos.

1.2. En efecto, si nos preguntamos por las raíces de la ‑situación actual de desesperanza, hemos de profundizar has­ta aquella concepción moderna del hom­bre que ha llegado a considerarlo como el centro absoluto de la realidad haciéndolo ocupar así falsamente el lugar de Dios y olvidando que no es el hombre el que hace a Dios, sino que es Dios quien hace al hombre. El olvido de Dios condujo al abandono del hombre. La pervivencia de este humanismo inmanentista, que se en­cuentra en la base tanto del liberalismo filosófico radical como del marxismo, co­loca a los europeos de hoy ante una si­tuación tan problemática como decisiva. Por un lado, los acontecimientos de 1989 dieron lugar a una justa expectativa res­pecto a la superación de las secuelas ne­gativas de la forma más extremada del inmanentismo todavía en vigor, es decir, del totalitarismo comunista. Era un buen momento también para revisar las claras y a veces dramáticas exageraciones del individualismo predominante en Occiden­te. Pero, por otro lado, muchas de las vías de salida que se han escogido para avan­zar juntos hacia una nueva Europa son tributarías de la mencionada concepción del hombre, la misma que estaba en las bases de los problemas que se deseaban ‑y desean‑ superar. No se acaba de dar con una solución verdadera y satisfactoria. De modo que hoy nos encontramos con que, tanto en Oriente como en Occi­dente, parecen agotarse incluso aquellas energías que llevaron a la cultura domi­nante en la Europa de estos últimos siglos a poner todas sus esperanzas en el pro­greso de la humanidad hacia metas siem­pre más altas no sólo de bienestar mate­rial, sino también de justicia y libertad.

No es extraño que en este contexto se haya abierto un amplísimo campo para el libre desarrollo del nihilismo, en la filoso­fía, del relativismo, en la gnoseología y en la moral, y del pragmatismo y hasta del hedonismo cínico en la configuración de la existencia diaria. El proyecto de cons­truir un mundo verdaderamente humano sobre el único fundamento de las puras potencialidades del hombre no puede ya concitar la adhesión un tanto ingenua del siglo XIX, ni la de los años sesenta de este siglo XX. Todo parece haber sido ensayado ya. Queda la pregunta: ¿sobre qué cons­truir la vida y la ciudad?, ¿sobre qué ver­dad, qué valores morales, qué motivacio­nes vitales? La respuesta parece ser hoy, con preocupante frecuencia, la siguiente: sobre ninguna verdad (pues no se confía ya ni siquiera en la verdad del hombre); sobre ningún valor permanente (pues se piensa que no existen); sobre ningún ideal que no sea el del disfrute inmediato de lo que la vida pueda ofrecer de pla­centero (pues no se confía ya ni en el progreso como meta de humanidad). La tremenda crisis‑por la que atraviesa una institución tan esencialmente vertebrado­ra de la sociedad como es la familia, a la que se pretende desvincular de su raíz in­trínseca y fundante ‑el matrimonio‑ con la secuela de un descenso de la natalidad que parece imparable, da motivo más que suficiente para pensar que ésas son las respuestas mayoritarias de unas socieda­des que se han asentado en una descon­fianza inhibidora y egoísta ante el futuro. Con estos supuestos son inevitables tanto el crecimiento de nuevas formas de mar­ginación social, como la impotencia para afrontar con criterios de justicia y solida­ridad el fenómeno creciente de la emigra­ción.

¿Ha sido la esperanza de liberación de los pueblos oprimidos por el comunismo la última esperanza de hondo calado y de largo alcance que han abrigado los euro­peos del siglo XX? ¿Les queda solamente el resignarse con el modesto horizonte de lo cotidiano, con la instalación en la fu­gacidad del goce del presente, sabido precario, pero tenido por lo único que en definitiva cuenta?, ¿será ésta verdadera­mente la única salida a la crisis de lo ideología del progreso a la que se ve hoy abocado el humanismo inmanentista? Preguntas como éstas no dejan de gol­pear con fuerza nuestra conciencia y nuestro corazón de pastores de la Iglesia de Cristo que peregrina en Europa. Se im­pone que les dediquemos seria atención en esta Asamblea. Es verdad que no son las únicas que se formulan hoy alrededor nuestro. También hay quienes siguen ha­blando del progreso meramente humano como meta ilusionante para los deseos de las personas y como clave estimulante para los programas políticos. Otros mu­chos quieren confiar y confían de verdad en un futuro más humano y solidario en­tre los pueblos de Europa del Oeste y del Este y de Europa con los pueblos del Sur; proyecto al que dedican imaginación, re­cursos y trabajo. Sin embargo, no parece que logren vencer la desesperanza propia de una situación que se percibe como sin meta y sin salida, ni evitar que esta de­sesperanza haya de ser considerada como una de las notas dominantes del actual momento de Europa que interpela pro­fundamente a la Iglesia. ¿Cuál es la situa­ción de la Iglesia en este contexto? ¿Cómo recorre ella el camino por el que van sus contemporáneos de hoy? ¿Qué servicio les presta? ¿Cuál será su aporta­ción de verdadera humanidad a los euro­peos de este tiempo crucial?

2. Responder a estas preguntas habremos de orientar, venerables hermanos, el trabajo de estos días. Queremos abrirnos generosa­mente a la gracia del Espíritu Santo y es­cuchar su testimonio para comprender la multiforme riqueza de la presencia de Cristo en su Iglesia. Este es nuestro teso­ro. No tenemos otra cosa que ofrecer a quien nos pide ayuda. Recordad el episo­dio de Pedro que nos narran los Hechos de los Apóstoles: «No tengo plata ni oro; pero lo que tengo te doy: en nombre de Jesucristo Nazareno, ponte a andar» (Hch 3, 6). Volveremos sobre ello en las partes siguientes de esta Relatio. Pero antes es necesario que nos hagamos también conscientes de algunas situaciones que debilitan hoy la vida de la Iglesia en Europa y que no le permiten ofrecer al mundo ese testimonio nítido de Cristo y de su Evangelio que con tanta urgencia está necesitando.

2.1. No podemos dejar de reconocer, en primer lugar, que los mismos cristia­nos, en particular en Occidente, se han dejado a veces afectar por el espíritu del humanismo inmanentista y han privado a la fe de su vigor propio, hasta llegar in­cluso, por desgracia en no pocas ocasio­nes, a abandonarla por completo. No pa­rece que haya sido todavía superada la moda de interpretar secularistamente la fe cristiana como una estrategia para or­ganizar mejor las cosas de este mundo. La reducción de la fe a palanca movilizadora de voluntades para la consecución de ob­jetivos sociales o políticos proviene del oscurecimiento de la fe en Jesucristo, crucificado y resucitado por nuestra sal­vación, y tiene una de sus expresiones más evidentes y negativas en la evacua­ción del contenido del último artículo del Credo: «esperamos la Resurrección y la Vida eterna». En efecto, cuando la fe en Dios Padre y en Jesucristo, que nos abre las puertas de la salvación eterna por me­dio de su Espíritu, cede de una u otra ma­nera su lugar insustituible a una fe mera­mente humana en el progreso y en el fu­turo de este mundo, la esperanza de la vida eterna se debilita y desaparece. Fue­ra de Jesucristo no sabemos lo que son de verdad Dios, la vida, la muerte, ni noso­tros mismos. No es extraño que una cul­tura sin Dios acabe también por ser una cultura sin esperanza. Porque sólo en El, que es el Amor eterno y creador, encuen­tra el corazón del hombre su origen y destino verdaderos. Pero sí es extraño y alarmante que la predicación, la cateque­sis, la enseñanza de la religión y, en gene­ral, la vida cristiana, no presten la debida atención a la fe de la Iglesia en la resu­rrección y la vida eterna. Esto es un sín­toma claro de debilitamiento e incluso de vaciamiento profundo de la fe cristiana, pues «... la misión de los creyentes está siempre y en todas partes orientada hacia el futuro escatológico» (Juan Pablo II, Dis­curso al Consejo del CCEE, 16‑IV‑ 1993).

Las consecuencias que se derivan de la erosión de la fe por la mentalidad inma­nentista afectan capilarmente a todos los ámbitos de la vida de la Iglesia. La inte­gridad de la Verdad salvífica profesada en el Credo no es una cuestión meramente «teórica» que no tocara en nada la vida de los cristianos. Al contrario, no es posible «ortopraxia» alguna ‑como se dice ­sin verdadera ortodoxia, y sólo una orto­doxia sinceramente vivida conduce a una auténtica «ortopraxia». En efecto, casi to­dos los problemas más acuciantes con los que la Iglesia se ve confrontada en esta hora de Europa hunden sus raíces en la crisis de la Verdad de la fe, que origina a su vez una grave fragmentación doctrinal que llega a afectar la conciencia de los creyentes: la cuestión del ministerio ecle­sial y de la vida consagrada; la vocación de los laicos y su presencia en el mundo; el anuncio del Evangelio a las nuevas ge­neraciones.

La crisis de las vocaciones sacerdotales y, en particular, de las vocaciones a la vida consagrada no ha sido superada todavía. Europa, que no hace mucho tiempo envia­ba sacerdotes, religiosos y religiosas a las misiones y a las jóvenes iglesias de todo el mundo, cuenta hoy con menos vocaciones que ningún otro continente y se encuen­tra con crecientes dificultades para pro­veer de ministros ordenados a sus propias comunidades locales; muchos monasterios se despueblan y desaparecen; la ingente labor evangelizadora y educativa de las órdenes y congregaciones religiosas o está seriamente diezmada, diluida en fórmulas meramente posibilistas de cooperación con personas e instituciones del mundo civil, o simplemente ha desaparecido ya en diversas regiones y sectores. Las causas de esta preocupante situación son diver­sas y complejas, no cabe duda. Pero tam­poco se puede dudar de que sus raíces más profundas hay que buscarlas en la se­cularización interna, es decir, en el oscu­recimiento o abandono de la Verdad de la fe en nuestras mismas vidas y empeños pastorales.

No se pueden esperar vocaciones sa­cerdotales cuando la imagen que se ofre­ce del sacerdote es la de un «trabajador social» o la de un «psicoterapeuta», y no la de quien es antes que nada ministro del único sacerdocio de Cristo y de sus misterios de salvación, que liberan al ser humano de la muerte y del pecado y le abren a los horizontes infinitos de la Vida y del Amor eternos de Dios. No se pueden esperar vocaciones suficientes y dura­deras a la vida consagrada cuando los re­ligiosos y religiosas aparecen más como «fieles al mundo» que como testigos y servidores de «lo único necesario» a tra­vés de una vida de pobreza, castidad y obediencia cuyo sentido último es ser signo visible de la vida eterna. No se puede contar con una verdadera revitali­zación de la espiritualidad y del aposto­lado de los laicos sí para ello se emplean esquemas de organizaciones sociales o políticas que persiguen objetivos pura­mente mundanos de reivindicación y re­partos de poder, desconociendo así la verdadera naturaleza de la vocación lai­cal, que no es otra que la de la transfor­mación de este mundo según el Evange­lio. No se podrá, en fin, transmitir el tes­tigo de la fe a las nuevas generaciones si lo que se les entrega son fórmulas de un humanismo más o menos moderno o postmoderno y Más 0 menos teñido de una vaga religiosidad de confección he­terogénea, en lugar de la única Verdad que nos salva: la del Amor de Dios reve­lado por Jesucristo, reconocido siempre de nuevo en y por su Iglesia.

2.2. En segundo lugar, hemos de re­conocer que la secularización interna de la vida cristiana, además de la menciona­da evacuación de la Verdad de la fe, de consecuencias desertizantes tan graves para la vida de la Iglesia, lleva también consigo una profunda crisis de la concien­cia y de la práctica moral cristiana que pone en peligro la unidad eclesial e impo­sibilita la obra evangelizadora (cf. Instru­mentum labois, 23). Las cartas encíclicas Veritatis splendor, de 1993, y Evangelium vitae, de 1995, lo han señalado con clari­videncia teológica y pastoral.

Se ha introducido, también entre algu­nos católicos, el prejuicio de que la ape­lación a valores morales absolutos resulta incompatible con una antropología que estime en su justa medida el carácter libre y responsable del ser humano, así como con el respeto debido a la concien­cia de cada uno. Bajo este influjo del re­lativismo historicista y de una concepción reductiva de la razón humana, no son po­cos quienes, al menos en la práctica, nie­gan al Magisterio de la Iglesia una com­petencia verdaderamente normativa en las cuestiones morales y se limitan a con­cederle una función exhortativa y mera­mente superpuesta a la labor fundante de la moralidad que, según algunos, sería propia del puro discurso racional.

No es extraño que, sobre la base de ta­les presupuestos, se sigan ofreciendo en­señanzas teológicas que están en contra­dicción con la doctrina de la Iglesia en materias que afectan a los derechos fun­damentales de la persona humana y a la justa convivencia entre los hombres; con lo que se fomenta aún más el preocupan­te disenso eclesial (cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Donum veritatis, [1990], especialmente, números 32‑38).

En las raíces de esta situación opera de nuevo una antropología reductiva, que poco tiene que ver con la visión cristiana del ser humano. El eclipse de Dios en la conciencia moderna ha conducido a una comprensión desmesurada de la subjetivi­dad como fuente y fundamento de la ver­dad. En este marco, la libertad, entendida como fuente última de toda verdad, acaba por ser comprendida como dueña y sobera­na del mundo: carente de otra ley que no sea su propio proyecto. ¿Cómo admirarse luego no sólo de las violaciones particula­res de los derechos de las personas, sino también del estilo de las concepciones y las prácticas del «Estado tirano», desvinculado de cualquier valor y de cualquier norma que no sea su propia «soberanía»? El nacionalsocialismo y el comunismo han sido los exponentes más nefastos de este tipo de configuración del Estado. Pero las mismas democracias no escapan hoy a la amenaza, en Occidente y en Oriente, de poder ser manipuladas y de convertirse, por este camino, en amparadoras o encubrido­ras de actos y hábitos sociales que ponen en peligro ‑cuando no los quebrantan di­rectamente‑ los derechos inviolables de la persona humana y de las instituciones ori­ginarias que la amparan.

2.3. En estas circunstancias, la Igle­sia ha de preguntarse a sí misma con se­renidad y confianza, ante el Maestro cru­cificado y resucitado, sobre su propia si­tuación y sobre las condiciones exigidas para que su testimonio sea verdadera fuente de esperanza y de vida para los hombres y mujeres de la Europa de nues­tro tiempo. Lo que nos llevará a reconocer, en tercer lugar, que el debilitamiento de la Verdad de la fe y de la conciencia moral cristiana produce inevitablemente un debilitamiento de la capacidad evangelizadora de la Iglesia, la cual no se cohonesta con ciertas interpretaciones de la disposi­ción para el diálogo y para el servicio.


No cabe duda de que la credibilidad de las Iglesias en la nueva Europa tiene como condición necesaria el que se con­solide y cultive el diálogo y la coopera­ción entre las distintas confesiones cris­tianas y entre todos los que creen en Dios. Es más, también el diálogo serio y confiado con los no creyentes es absolu­tamente imprescindible en las sociedades democráticas y pluralistas (cf. Veritatis splendor, 74, y Evangelium vitae, 82a, 90, 95c). Ahora bien, el «diálogo de salvación» (cf. Pablo VI, Ecclesiam suam, 39) de los cristianos entre sí y de la Iglesia con el mundo se presenta como una empresa exigente y delicada que sólo dará frutos valiosos si no se prescinde de la Verdad evangélica y no se la pone sistemática­mente entre paréntesis. No son pocos los asuntos de vital importancia en el debate público de nuestros días en Europa que resultan con cierta frecuencia, como es­cribía Pablo VI, «refractarios a un amisto­so coloquio» (Ecclesiam suam, 5). Pense­mos en los problemas de la investigación con embriones humanos o de su destruc­ción sistemática; del aborto y de la euta­nasia; de la recta concepción del matri­monio y de la familia; de las drogas o del tráfico de armas. En algunos de estos asuntos existen normativas de los Estados o de los organismos europeos en abierta contradicción con la visión cristiana del hombre y del mundo. Será necesario no cejar en el diálogo paciente y constructi­vo. Pero el presupuesto de un tal diálogo no podrá ser, como también algunos ca­tólicos parecen pensar, el pluralismo rela­tivista, es decir, la renuncia, incluso teóri­ca, a todo principio en aras de acuerdos meramente pragmáticos.

Algo semejante se puede decir también de la disposición para el servicio en los diversos campos en los que la solidaridad humana y la caridad cristiana exigen la presencia de los discípulos de Cristo. Gra­cias a Dios, no son pocos los que empe­ñan voluntariamente su tiempo y sus re­cursos, y aun sus vidas, en servicios de promoción y de asistencia de muy diver­sos tipos. Las organizaciones eclesiales de caridad y de promoción de la justicia en­tre los marginados de nuestras sociedades y entre los pueblos de Europa y los más pobres de otros continentes trabajan con admirable y encomiable dedicación. Sin embargo, la tentación de la seculariza­ción interna llega también hasta aquí.

Será necesario atender a que las labores de voluntariado y sobre todo las organi­zaciones eclesiales de caridad no acaben por convertirse en unas «organizaciones no gubernamentales» más, cuya identidad y criterios cristianos de actuación queden desdibujados o se esfumen en la pura ac­tividad humanitaria. Los servicios presta­dos por personas y organizaciones católi­cas cuanto más reflejen la doctrina moral de la Iglesia relativa a la dignidad de la persona y al sentido verdadero de la so­ciedad y del bien común, más fecundas serán en la erradicación de las verdaderas causas de la pobreza y de la marginación. No es menos claro que sólo la adecuada integración orgánica en las estructuras eclesiales parroquiales, diocesanas y su­pradiocesanas, así como la radicación en la vida espiritual y sacramental de la Igle­sia podrá vitalizar las acciones y las insti­tuciones de servicio y de cooperación, ha­ciendo de ellas testimonios vivos de la caridad y de la esperanza que demandan hoy nuestros hermanos europeos, en es­pecial los menos favorecidos: la esperan­za que no defrauda (cf. Rom 5, 5) y brota de su fuente perenne, que es Jesucristo (cf. Juan Pablo II, Redemptor hominis, 13).

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