II. JESUCRISTO VIVE EN SU IGLESIA

El Concilio Vaticano II, el gran don del Espíritu Santo para nosotros en este siglo que termina, ha supuesto una renovación de la conciencia de la Iglesia sobre sí mis­ma y sobre su misión en el mundo porque la ha movido a profundizar en la conver­sión hacia su centro y fuente permanen­te: hacia Cristo y el Dios trino por El re­velado. El mismo acontecimiento conciliar y, en su medida, también las celebracio­nes sinodales que han jalonado los últi­mos decenios (pienso en particular, en la Asamblea extraordinaria de 1985, que ce­lebró y verificó el Concilio a los veinte años de su clausura) son expresión de la presencia viva del Resucitado en su Igle­sia, a la que no deja de asistir con la fuer­za del Espíritu Santo (cf. Instrumentum laboris, 28‑32).

La nueva primavera de la Iglesia anunciada por el Papa Juan XXIII y pre­parada por el Concilio se ha visto a veces obstaculizada y no infrecuentemente re­trasada, sobre todo en Europa, a causa de los problemas planteados por el secu­larismo, a algunos de cuales acabo de aludir. Pero no nos han faltado tampoco en estos últimos tiempos signos claros de la acción del Espíritu de Jesucristo que confirman nuestra fe en la Iglesia como Cuerpo de Cristo y nuevo Pueblo de Dios y alientan sobrenatural mente nuestra esperanza. Permitidme, venera­bles Hermanos, espigar algunos de estos signos que ponen de manifiesto la fuerza con la que Jesucristo es testimoniado, celebrado y servido hoy en nuestras Igle­sias de Europa.

1. Constatamos con agradeci­miento que la Iglesia no ha dejado de escuchar y de es­crutar la Palabra de Dios ni de dar testi­monio de ella de muchas maneras ante los hombres y las mujeres de nuestro tiempo. Porque esa Palabra, que es el mismo Señor Jesucristo, sigue interpelan­do cada día tanto a los pastores como a los fieles y también a todos los hombres. El es, en efecto, en persona, el Verbo de la Vida, el Hijo eterno de Dios encarnado en el seno virginal de María que, unido en cierto modo a todos nosotros por los caminos de este mundo, nos ha revelado el rostro del Dios vivo, el Padre de la mi­sericordia, y nos ha abierto las fuentes de la Vida verdadera. Por su encarnación, vida, muerte y resurrección tenemos acceso a la Vida eterna, que consiste en conocer a Dios y a su enviado Jesucristo (cf. Jn 17, 3).

Se siente la necesidad en estos últimos años de que la Constitución Dei Verbum, sobre la divina Revelación, del Concilio Vaticano II, sea más estudiada, mejor comprendida y más coherentemente lle­vada a la vida de la Iglesia. No han resul­tado vanas las luminosas orientaciones y sugerencias del Sínodo de 1985 a este respecto. Se han hecho progresos en la superación de la «falsa oposición entre el oficio pastoral y el doctrinal», dado que «la verdadera intención pastoral consiste en la actualización y concreción de la verdad de la salvación, que en sí vale para todos los tiempos» (Relatio finalis B, a, l). Muchos son los que procuran tomar una conciencia más viva del verdadero sentido católico de la interpretación de la Escri­tura en la Iglesia, a la que sin duda han contribuido las orientaciones publicadas por la Pontificia Comisión Bíblica en 1993. Pero la sugerencia sinodal que ha obtenido unos frutos más visibles y de largo alcance ha sido la de que se escribiera un catecismo de referencia para toda la Iglesia.

En efecto, la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica en 1992 «debe in­cluirse, sin más, entre los mayores acon­tecimientos de la historia reciente de la Iglesia», en palabras pronunciadas por Vuestra Santidad al presentar el Catecis­mo el 7 de diciembre de aquel año. Es la segunda vez en su bimilenaria historia que la Iglesia se dota a sí misma de un li­bro como éste. Se trata de un instrumen­to al servicio de la Iglesia universal. Pero el eco obtenido en Europa por el Catecis­mo pone de relieve el acierto de la suge­rencia hecha por el Sínodo de 1985 y de su especial relevancia para nuestras Igle­sias, en las que el grave problema de la transmisión de la fe a las generaciones nuevas se siente con especial urgencia. La multitudinaria acogida que se dispensó al Catecismo, con un sorprendente éxito editorial, pone también de relieve la de­manda de orientación precisa sobre la fe de la Iglesia por parte de nuestros con­temporáneos. Por encima de las opiniones más o menos originales de los autores particulares, el hombre de hoy sigue inte­resado por la doctrina de salvación qué le ofrece la Iglesia y que le acerca al Verbo de la Vida, Jesucristo que vive en ella.

También hemos experimentado la pre­sencia del Espíritu de Jesucristo resucita­do en su Iglesia en la notable clarificación doctrinal propiciada por el magiste­rio de Vuestra Santidad al Pueblo de Dios. Ya me he referido a las Encíclicas Verita­tis splendor (1993) y Evangelium vitae (1995), pero no podemos olvidar tampoco la Ut unum sint (1995) y la Fides et ratio (1998). Todas ellas ofrecen un testimonio vigoroso y nítido de la Palabra de la Vida, como fundamento de los valores inmuta­bles que sustentan la dignidad y la vida humana, como imperativo y camino de la unidad de los cristianos y como salvación y fuerza para la razón debilitada. Además, el programa pastoral ofrecido por la carta apostólica Tertio Millennio Adveniente (1994) permite a nuestras Iglesias acer­carse a la celebración del Jubileo de la Encarnación del Verbo mejor preparadas para la glorificación de la Trinidad Santa por medio de una vida de fe más fuerte, llena de esperanza y actuante por la cari­dad (cf. Gal 5, 6).

La Iglesia da gracias a Dios por todos estos servicios del Magisterio a la Palabra de la Vida, a través de los cuales sigue cumpliéndose la promesa del Señor: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Pero la Iglesia da gracias también porque el testimonio dado al mundo por hermanas y hermanos nuestros de todas las condiciones y esta­dos de vida no ha cesado de producirse nunca en estos años y en este siglo que concluye.

Pienso en tantos sacerdotes que, en medio del vendaval del secularismo que ha azotado a la sociedad y la Iglesia en Europa, han sabido mantenerse fieles a su vocación de ministros del Evangelio. Su testimonio y su ministerio no han faltado ni en las parroquias rurales ni en las ur­banas, ni en los centros de enseñanza ni en los hospitales. Más de una vez han te­nido que soportar el menosprecio, las iro­nías y hasta el ataque personal, también y precisamente en los países occidentales, orgullosos de un supuesto estilo de vida abierto y tolerante, sin que les faltase en ocasiones la incomprensión de los mis­mos hermanos en la fe. Pero con su fide­lidad, humildad y fortaleza, signos claros de la presencia del Espíritu Santo, que ha hecho fecunda su vida, han prestado un impagable servicio a la Iglesia. Ellos han sostenido el testimonio de la fe en tiem­pos de inclemencia y han transmitido el testigo de la vocación y de la espirituali­dad sacerdotal a los jóvenes a quienes el Señor llama a su servicio. La edad avan­zada, lejos de empañar el testimonio de tantos sacerdotes, felices tras largos años de entrega al Señor en el celibato por el Reino de los Cielos, ha sido un motivo más para la irradiación de su ministerio.

Los misioneros y misioneras, proceden­tes en gran número de nuestras Iglesias de Europa, siguen dando, testimonio de Cristo en todo el mundo. Sus vidas, entre­gadas por completo al anuncio del Reino de Dios, son expresión de la presencia vi­vificante del Señor en su Iglesia. En me­dio de una cultura de lo efímero y de la ausencia del compromiso completo y de por vida, su testimonio adquiere, sí cabe, nueva capacidad de interpelación para nuestros países de vieja tradición cristia­na. La búsqueda de los más pobres en to­dos los paisajes de la tierra, para llevarles el amor de Jesucristo, ha alcanzado fre­cuentemente grados de una nueva heroi­cidad cristiana.

Pienso asimismo en quienes se dedican a la investigación y la divulgación teoló­gica. Son muchos, la gran mayoría, los que responden con el trabajo diario a su vocación en verdadera comunión con la Iglesia, a pesar de las nada infrecuentes solicitaciones en otro sentido. El desafío que la urgencia de la nueva evangeliza­ción de «la cultura de la libertad» dirige hoy a los teólogos es, sin duda ninguna, formidable. Es preciso trabajar con tesón y lucidez. En particular, habría que agra­decer y cultivar una incorporación de la mujer a las tareas de la teología que abriese nuevas posibilidades para el servi­cio de la evangelización y del diálogo con las nuevas formas de cultura.

Pienso también en las familias cristia­nas que, haciendo verdadera su condición de «iglesias domésticas», como las llama el Concilio Vaticano II (Lumen gentium, 11), han sido el lugar en el que Cristo se ha hecho presente para tantos europeos de Oriente y de Occidente. Cuando las instituciones públicas, la escuela e inclu­so determinados ambientes eclesiales han dejado de ser cauces de la educación de las nuevas generaciones en el amor a Cristo y en la esperanza cristiana, son las familias las que han alimentado en el co­razón de los jóvenes los gérmenes de una fe personalmente aceptada y vivida. En no pocas ocasiones han sido las abuelas quienes han sabido guiar a los nietos y, a través de ellos, a los hijos, al encuentro o al reencuentro con Jesucristo. Tanto cuando el Estado estorba directamente la evangelización, como cuando el materia­lismo práctico asedia la fe de los jóvenes, son muchos los que deben a sus padres o a sus abuelos el bautismo, la preparación para la primera comunión y aun para el matrimonio y la verdadera comprensión y aprecio de lo que significa la palabra «amor». ¿Cómo no ver también con agra­decimiento en estas familias y personas signos de la presencia viva del Señor re­sucitado en su Iglesia?

En modo alguno podemos olvidar tam­poco los importantes avances de los últi­mos años en el testimonio de Jesucristo dado al unísono al mundo por las distin­tas confesiones cristianas en Europa. Me complace recordar a este respecto la De­claración común sobre la doctrina cristológica firmada el 13 de diciembre de 1996 por Vuestra Santidad y el Patriarca Católicos de todos los armenios, Gare­quín I; también, la «Declaración conjunta sobre la justificación» que firmarán, D. m., el día 31 de este mes de octubre el Ponti­ficio Consejo para la Unidad de los Cris­tianos y la Federación Luterana Mundial. El viaje del Papa a Rumania y su encuen­tro con el Patriarca Teoctist, así como la presencia en Roma del Patriarca Bartola­mé I de Constantinopla son signos del en­tendimiento progresivo con las venerables Iglesias ortodoxas. Es importantísimo que avancemos en el camino de la unidad y del testimonio de lo que constituye el co­razón del Evangelio que la Iglesia predica: que «tanto amó Dios al mundo que entre­gó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en El, sino que tengan vida eterna» (Jn 3, 16). Es sin duda el mismo Espíritu de Jesucristo, vivo en su Iglesia, el que nos va conduciendo hacia la recomposición de la unidad sobre la base de un acercamiento conjunto, no exento de un esfuerzo de paciencia y hu­mildad, a la Verdad sobre el Verbo de la Vida.

2. La unidad de los cristianos es tan importante porque la división no deja de afectar de algún modo al mismo carácter de la Igle­sia como sacramento. En efecto, no es sólo a través del ministerio de la Palabra como Cristo se hace presente en su Igle­sia para cada generación; es el ser mismo de la Iglesia como misterio de comunión, como Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios, el que, según ha enseñado el Concilio, «es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1). Lo recordaba con in­sistencia y acierto el Sínodo extraordina­rio de 1985. En la Relación final los Pa­dres sinodales decían que «no podemos sustituir una visión unilateral, falsa, me­ramente jerárquica de la Iglesia, por una nueva concepción sociológica también unilateral de la Iglesia. Jesucristo asiste siempre a su Iglesia y vive en ella como Resucitado. Por la conexión de la Iglesia con Cristo se entiende claramente la ín­dole escatológica de la misma Iglesia (cf. Lumen gentium, cap. VII). De este modo, la Iglesia peregrinante en la tierra es el pueblo mesiánico, que anticipa en sí mis­mo la nueva creatura» (Relatio finalis A, 3). Y más adelante los padres precisaban que la Iglesia constituye este pueblo me­siánico, anticipo de la gloria futura, en virtud de «la unidad de fe y sacramentos y por la unidad jerárquica» (Relatio finalis, 11, C, 2).

La celebración de la liturgia y de los sacramentos actualiza ya ahora para los fieles la participación en la vida divina, en la comunión de Padre, Hijo y Espíritu Santo, que un día será plena en la Vida eterna. De ahí que la predicación y la ca­tequesis conduzcan a la celebración de los misterios de la salvación. La renova­ción litúrgica ha ayudado mucho a que la celebración vaya más claramente unida a la Palabra de Dios y a la santificación de toda la vida. Son numerosos los lugares en los que la liturgia, renovada según el verdadero espíritu del Concilio y las orientaciones de los obispos, ha dado lu­gar a una vida eclesial más rica y cons­ciente de su carácter propio (cf. Instru­mentum laboris, 68‑70).

Pensemos en las comunidades de reli­giosos y religiosas que ofician a diario la Liturgia de las Horas con todo esmero, uniendo a la pública alabanza divina el aliento y el aroma de la oración y de la contemplación a solas en el desierto al que el Espíritu los ha llamado. Pensemos también en tantas catedrales, parroquias y santuarios, donde la celebración de la liturgia y de los sacramentos se hace con viveza, dignidad y participación interior y exterior de todos. Crece el número de los celebrantes que asumen su oficio sagrado con la formación teológica y la prepara­ción inmediata deseada por el Concilio y urgida sin cesar por los obispos.

Los fieles laicos, así como los religiosos y religiosas, toman cada día mayor parte en la preparación y en la celebración de la liturgia y los sacramentos. De este modo aparece con mayor claridad ante el mundo y ante la propia comunidad cele­brante el carácter sacerdotal de todo el Pueblo santo de Dios. En algunos lugares, ante la escasez de ministros ordenados, los fieles laicos y los religiosos y religiosas ayudan a los obispos para que no falte la celebración de la Palabra, el ministerio de la Sagrada Comunión y otras celebracio­nes. Sin que sirva de pretexto para relati­vizar la gravedad doctrina¡ y pastoral del problema de la mencionada escasez de ministros, que sigue causando a las Igle­sias sufrimientos y dificultades, este he­cho ha servido de ocasión providencia¡ para un replanteamiento más hondo del carácter sacramental de la Iglesia y del sentido central del ministerio ordenado en ella como don del Espíritu Santo para la representación de Cristo, cabeza de la Iglesia. La Carta Apostólica Ordinatío so­cerdotalis, de 1994, ha contribuido de forma decisiva a la clarificación de esta realidad e invita a una profundización en los aspectos teológicos y prácticos que están en cuestión.

Junto a la vida litúrgica, la religiosidad popular no ha dejado de encontrar siem­pre formas de expresar la piedad de las personas y de los pueblos que la Iglesia orienta hacia el culto de Dios «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). Algunas de estas expresiones de religiosidad, que se han mostrado resistentes al secularismo, han servido a no pocos como sostén de su fe cristiana. La revitalización que en los últi­mos años han experimentado en algunos lugares la vida de las cofradías, de los santuarios, las celebraciones patronales y familiares, las peregrinaciones, las proce­siones y otras expresiones del fervor reli­gioso es una gracia y un don del Espíritu para estos tiempos de sequía espiritual. Todo ello va siendo mejor integrado en la vida propiamente litúrgica de la Iglesia, por la que Cristo mismo ofrece al Padre el culto de la Nueva y Eterna Alianza.

A la celebración pública de Jesucristo pertenecen también las Jornadas mundia­les de la juventud, convocadas por Vues­tra Santidad. La primera de ellas que tuvo lugar en Europa, fuera de Roma, en San­tiago de Compostela (1989), y la última, en París (1997), congregaron muchedum­bres de jóvenes con los ojos fijos en Cris­to, felices de haberse encontrado con El. Procedentes de todo el mundo, pero, en estas ocasiones, en particular de nuestras Iglesias de Europa, los jóvenes cristianos, reunidos con el Papa y con sus obispos, han sido y serán (pienso en la Jornada del próximo año aquí en Roma) expresión viva y prometedora de una Iglesia vuelta en oración y en alabanza a Jesucristo, que vive en ella, y pronta a comunicar al mundo la noticia alegre del Evangelio de la Salvación.

Es necesaria también una mención es­pecial de los santuarios marianos. El pue­blo fiel no ha dejado de acudir a ellos. Al contrario, ha ido en aumento el número de los que se acercan a esos lugares para encontrarse con la Madre de Jesús, el Se­ñor. Allí María consuela a sus hijos y los fortalece en la fe, para que sean de ver­dad piedras vivas de la Iglesia. La devo­ción mariana es cultivada también en las parroquias, en las familias y en las aso­ciaciones cristianas como camino seguro hacia Cristo, que se muestra de este modo vivo en su Iglesia.

3. La Gloria que la vida litúrgica, sacramental y de oración an­ticipa ya ahora en la vida cristiana resplandece en el servicio de la caridad. En efecto, la vida de los cristia­nos en el mundo, transida de la esperan­za escatológica que la Palabra y los Sa­cramentos alimentan, se convierte toda ella en un verdadero culto de alabanza al Creador.

Según la conocida expresión de San Ireneo, «la gloria de Dios es el hombre do­tado de vida y la vida del hombre es la vi­sión de Dios» (Adv. Haer. IV, 20, 7). Por eso, la presencia en la Iglesia de Cristo vivo en su gloria se ha manifestado siem­pre y se sigue manifestando hoy en la ca­ridad de cada cristiano y de las institucio­nes que la Iglesia pone al servicio del hombre en sus necesidades espirituales y materiales.

Entre esas realidades es necesario des­tacar ante todo la misma Doctrina Social de la Iglesia y los organismos que la pro­mueven, la estudian y la llevan a la prác­tica. Durante algún tiempo ‑providen­cialmente corto‑ esta Doctrina fue juzgada, precipitada y erróneamente, como algo superado, según se decía, por la marcha de la historia. Después de la caí­da del «socialismo real» en 1989, se ha podido comprobar de nuevo la validez de sus principios, basados en la verdad del hombre que proclama el Evangelio. «Lo que constituye la trama y, en cierto modo, la guía... de toda la doctrina social de la Iglesia es ‑según enseña la encícli­ca Centesimus annus, 11‑ la concepción correcta de la persona humana y de su valor único, en cuanto "el hombre es... en la tierra la única creatura que Dios ha querido por sí misma" (Gaudium et spes 24). En él ha esculpido su imagen y seme­janza (cf. Gn 1, 26), confiriéndole una dignidad incomparable... En efecto ‑con­tinúa la encíclica‑ más allá de los dere­chos que el hombre conquista con el pro­pio trabajo, hay otros derechos que no corresponden a ninguna obra puesta por él, sino que derivan de su esencial digni­dad de persona».

La defensa de los derechos inviolables de la persona humana forma parte inelu­dible de la misión de la Iglesia. Vuestra Santidad, ya desde su primera carta encí­clica, Redemptor hominis (1979), no ha cesado de proclamar que el hombre «es el primer y fundamental camino de la Igle­sia, trazado por Cristo mismo» (14), ha­ciéndose eco vivo y penetrante de la doc­trina conciliar de la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo de nuestros días Gaudium et spes (especialmente, nú­mero 22). Hace veinte años estas palabras eran escuchadas con particular resonan­cia en aquellos lugares de Europa donde los sistemas totalitarios violaban sistemá­ticamente derechos fundamentales tan  importantes como el de la libertad reli­giosa, de conciencia, de asociación, etc. Entre tanto, la situación de los derechos humanos ha cambiado notablemente para la Iglesia y para los ciudadanos de toda Europa. Hay que constatar, no obs­tante, que la dignidad humana sigue su­friendo hoy restricciones y lesiones en muchos de nuestros países europeos, de modo que los cristianos no podemos dejar de levantar nuestra voz y de poner los medios a nuestro alcance para que estas situaciones sean enmendadas cuanto an­tes.

Damos gracias a Dios porque la Iglesia, a través de numerosas instituciones y personas, y movida por el «Evangelio de la vida», está dando un testimonio claro en favor del derecho a la vida de todos los seres humanos, desde la concepción has­ta la muerte natural. Hay ciertamente otros grupos y personas no católicos em­peñados en esta noble lucha. Sin embar­go son, por desgracia, pocos los frutos cosechados e incluso son cada vez más las amenazas que aparecen en el horizon­te. La presencia de Cristo resucitado entre nosotros nos dará fuerzas para no ceder al desaliento. Contamos con el ejemplo de tantos hermanos y hermanas del cen­tro y oriente de Europa que lucharon sin desfallecer, durante decenios, por los de­rechos fundamentales de todos los hom­bres, a costa incluso, en no pocas ocasio­nes, de sacrificios heroicos.

En el ámbito laboral son bastantes los problemas a los que se enfrentan hoy nuestros conciudadanos, en particular los más jóvenes y las mujeres. Sobre ellos pesa de modo a veces intolerable la carencia de un trabajo que les permita, más que sobrevivir, vivir de un modo acorde con la dignidad del ser humano, que ha de poder desarrollar sus capaci­dades al servicio del bien común. Tam­bién en este ámbito son numerosas las iniciativas de formación, de asistencia y, en general, de fomento de la conciencia del problema que están siendo desarro­lladas por Caritas y otros grupos y perso­nas comprometidos con la causa de los oprimidos y de los pobres. La tradición de los movimientos apostólicos obreros sigue viva. Algo semejante puede decirse también con gratitud respecto de la aco­gida de tantos trabajadores que han emigrado en estos últimos años dentro de Europa o que han venido de fuera. La Iglesia, Cuerpo de Cristo, no ve en ellos cuerpos extraños que rechazar, sino her­manos a quienes acoger como al mismo Cristo.

La labor caritativa de la Iglesia se ha extendido también a los ámbitos de las llamadas «nuevas pobrezas», aparecidas en medio de las sociedades del bienestar de nuestros países, como son el mundo de la droga, del Sida, de los jóvenes sin tra­bajo, de los cónyuges abandonados y de los niños de matrimonios rotos. Cristo, el Salvador, sigue hoy sanando y acompa­ñando, por medio de sus discípulos, al hombre quebrantado y apaleado que yace al borde del camino de la vida (cf. Lc 10, 29‑37).

La opción preferencial por los pobres se extiende a las masas desnutridas y ca­rentes de las condiciones mínimas para una vida digna que pueblan los países del Tercer Mundo. Los pobres son evangeliza­dos allí por las Iglesias locales, muchas veces todavía con la ayuda de los misio­neros y misioneras procedentes de nues­tras Iglesias de Europa. Las Iglesias jóve­nes de esos países reciben también una ingente y generosa ayuda material que diversas organizaciones católicas, apoya­das en las perseverantes aportaciones de los fieles, canalizan desde aquí. El interés efectivo por tantos hermanos nuestros en situaciones de extrema pobreza es sin duda suscitado por la presencia viva entre nosotros de Aquél que dijo refiriéndose a los necesitados: «todo lo que hicisteis con uno de estos mis hermanos más peque­ños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).

Así, pues, Jesucristo es testimoniado, celebrado y servido en‑‑‑ nuestras Iglesias de Europa porque El vive en ellas. He re­cordado algunos de los signos que nos lo muestran con toda evidencia. No quisiera terminar esta segunda parte de la Relatio sin mencionar también una realidad pu­jante y prometedora que por la providen­cia de Dios se abre camino en nuestras Iglesias: me refiero a los llamados nuevos movimientos y comunidades eclesiales. A lo largo de este siglo que termina han sido muchas las iniciativas de los fieles que el Espíritu Santo ha ido suscitando en la Iglesia como respuesta a las nuevas necesidades y a los imperativos de los tiempos. Algunas de ellas han experimen­tado en los últimos años un crecimiento cuantitativo y cualitativo verdaderamente sorprendente. Su pujanza no ha dejado de ocasionar algunas dificultades de integra­ción en las estructuras pastorales y jurídicas de la Iglesia. Pero no cabe duda de que son un gran don Dios que revitaliza las Iglesias de Europa para la evangeliza­ción de nuestros tiempos. Con sus diver­sos carismas hacen presente a la Iglesia en el mundo de la cultura, de los alejados, de los marginados, del diálogo intercon­fesional e interreligioso, de la familia, de los jóvenes, en las fronteras de la misión ad gentes y en los espacios intraeclesiales no suficientemente atendidos por otras instituciones tradicionales. De su seno surgen numerosas vocaciones para la vida religiosa y, en especial, para el presbiterio de nuestras diócesis.

Convocados por Vuestra Santidad, fundadores y representantes de los movimientos y las nuevas comunidades acudieron aquí a Roma el 30 de mayo de 1998 para dar testimonio de su comunión eclesial en torno a Pedro y para manifestar su voluntad de poner sus carismas al servicio de la Iglesia. Entonces escucharon del Pastor universal estas palabras: «En nuestro mundo, frecuentemente dominado por una cultura secularizada que fomenta y propone modelos de vida sin Dios, la fe de muchos es puesta a prueba con dureza y no pocas veces se ve sofocada y apagada. Se advierte entonces con urgencia la necesidad de un anuncio fuerte y de una sólida y profunda formación cristiana. Y he aquí ahora, los movimientos y las nuevas comunidades eclesiales. Ellos son una respuesta suscitada por el Espíritu Santo a este dramático desafío del milenio. ¡Ellos son, vosotros sois, la respuesta providencial!". En efecto, los movimientos constituyen un reclamo significativo de que la Iglesia es animado por la presencia del Señor. Ellos ayudan a los fieles a vivir esta presencia como la novedad de un encuentro personal y aportan así un factor fundamental para la nueva evangelización de Europa: el testimonio y la acción de muchos hombres y mujeres cristianos, convertidos a Cristo y decididos a vivir para El, dispuestos a profesar su Verdad en la comunión de la fe, celebrando sus misterios, nutriendo en ellos su esperanza, sirviéndole con una vivencia de la caridad en todas sus facetas, haciendo patente en sus vidas que la vocación a la santidad es la propia de todo cristiano.

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