III. PARA ANUNCIAR, CELEBRAR Y SERVIR EL «EVANGELIODE LA
ESPERANZA»
No son pocas las
dificultades que la cultura secularista, dominante en la Europa de nuestros
días, presenta para la vida de los hombres y para el anuncio del Evangelio.
Pero no son menos las razones para la esperanza. La naciente Iglesia apostólica
no tenía las cosas más fáciles. Pero ella venía de Pentecostés. Ahora bien,
Pentecostés no es sólo un hecho del pasado, sino que sigue presente en nuestros
días, en particular, gracias al Concilio Vaticano II. Estamos convencidos de
ello. Por eso continuaremos trabajando sin desmayo en la nueva evangelización
(cf. Instrumentum laboris, 52‑59).
Europa ya no está hoy tan
patentemente dividida por muros e ideologías totalitarias. Pero persiste en
ella una división más profunda, causa de graves quebrantos del ser humano y
amenaza de nuevas calamidades. Es la división existente entre los bautizados
que viven su fe en Dios y los que se han alejado de su fe bautismal o ni
siquiera la han profesado nunca. Conservo bien en mi memoria las palabras
escuchadas a Vuestra Santidad en Santiago de Compostela en 1982: «Europa está
dividida en el aspecto religioso. No tanto ni principalmente por razón de las
divisiones sucedidas a través de los siglos, cuanto por la defección de bautizados
y creyentes de las razones profundas de su fe y del vigor doctrina y una
realidad histórica visible, un Cuerpo moral de esa visión cristiana de la vida,
que garantiza equilibrio a las personas y comunidades».
Venerables hermanos, Europa
se encuentra en esta hora ante una decisión fundamental:
o la conversión al Dios de nuestros padres, cuyo Hijo se ha hecho hombre por
amor al hombre, o el aparta miento de las
raíces espirituales de las que ha germinado el verdadero humanismo europeo.
Nuestra tarea como Iglesia es anunciar
con obras y palabras al Dios vivo, es decir, el Evangelio de la esperanza. En
el tramo final de esta Relatio deseo
hacer algunas sugerencias en orden a la mejor realización de esta tarea. Me
serviré del mismo esquema empleado en la parte anterior y hablaré de cómo
testimoniar, celebrar y servir hoy en Europa el Evangelio de la esperanza.
1. El ministerio de la Palabra ha de ser cuidado con esmero. Porque
«¿Cómo creerán en aquél a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?»
(Rom 10, 14). Las posibilidades que hoy se abren a este ministerio son muchas y
están lejos de haber sido aprovechadas bien: los medios de comunicación más
recientes, como internet y las nuevas técnicas de la televisión, y también
los más clásicos, como la prensa, los libros y la radio, son instrumentos que
hay que saber aprovechar mejor. Para su buena utilización, y también para el
uso de la palabra en las homilías y las alocuciones directas, es necesaria una
preparación adecuada. Pero deseo detenerme en la disposición fundamental que
ha de presidir este ministerio y en el que considero uno de los contenidos de
la predicación al que se ha de dar prioridad en nuestros días.
Hemos de anunciar el Evangelio con fe plena y valiente. Es
cierto que no se trata tanto de confiar en nuestros propios medios y posibilidades,
cuanto de recordar siempre de Quién nos hemos fiado (cf. 2 Tim 1, 12). «El
Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se hizo carne de modo que, siendo
hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el
fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la
historia y de la civilización, centro del género humano, gozo de todos los corazones
y plenitud de sus aspiraciones» (Gaudium et spes, 45). El diálogo con la
cultura atea de nuestros días y con otras religiones no deberá inducir a ningún
cristiano a dudar de que en Jesucristo, el Hijo unigénito del Padre, Dios se ha
acercado de modo único y supremo al ser humano y éste ha recibido así la
salvación y la plenitud de su ser (cf. Instrumentum loboris: relaciones con el
hebraísmo, n. 62; con las otras religiones, 63; con el islam, n. 64).
Han pasado los tiempos del temor y del acomplejamiento. No
estamos exentos de cometer errores en nuestra predicación y en nuestra labor
pastoral. Pero confiamos en que nuestras debilidades son superadas con creces
por la Palabra misma que anunciamos cuando la ofrecemos con limpieza y
fidelidad. No nos está permitido en modo alguno desconfiar del Evangelio, que
es fuerza de salvación procedente de Dios (cf. 1 Cor 1, 18‑25). No
podemos hurtarles esta fuerza a nuestros hermanos, que sufren la desesperanza
alimentada ‑o, al menos, no impedida‑ por el humanismo
inmanentista. Si el aparente éxito de las promesas y de las soluciones de las
ideologías materialistas del progreso ejerció durante algún tiempo una cierta
fascinación incluso sobre los llamados a anunciar el Evangelio, hoy, gracias a
Dios, todos podemos y debemos sentirnos libres de tal servidumbre. El fracaso
manifiesto de las más emblemáticas de dichas ideologías debe servirnos de
lección también a los ministros de la Palabra. Son signos de los tiempos que
nos confirman en la fe recibida de los Apóstoles: Jesucristo es el único
Salvador del hombre.
La Iglesia ha de predicar hoy en Europa con toda confianza a
Jesucristo, crucificado y resucitado, Evangelio de la esperanza. Hay diversos
indicios que nos inclinan a pensar que la predicación íntegra, clara y
renovada de Jesucristo resucitado, de la Resurrección y de la Vida eterna ha de
constituir una prioridad en los próximos años. El cierto déficit que el
ministerio de la Palabra ha venido padeciendo en este punto es el primero de
dichos indicios. ¿No hemos hablado demasiado poco y fragmentariamente de la
Gloria que la Iglesia espera para sus hijos y para la creación entera? Por otro
lado, ¿no hemos silenciado a menudo la posibilidad real de la perdición eterna
frente a la que nos previene Jesucristo mismo? En segundo lugar, otro indicio
que nos habla en favor, de dar especial relieve a la predicación del último
artículo del Credo es el recurso cada vez más frecuente de no pocos de nuestros
contemporáneos, incluso entre los bautizados, a ciertos sucedáneos de la
verdadera esperanza, como son la creencia en la reencarnación, la astrología y
otras prácticas adivinatorias. En tercer lugar, el hedonismo e incluso el
cinismo ético que van tomando carta de naturaleza entre nosotros están sin
duda también en relación con la carencia del verdadero aliento moral que
procede de la fe en la Vida eterna, pues «la espera de una Tierra nueva no debe
amortiguar, sino más bien avivar la preocupación por perfeccionar esta tierra»
(Gaudium et spes, 39, 2). Además, en cuarto lugar, frente a un cierto
ecologismo que difícilmente puede ser calificado de humanista, la esperanza del
Cielo evita que esta tierra o la naturaleza sean vistas como el medio absoluto
en el que el ser humano estaría destinado a integrarse e incluso a disolverse;
y previene también contra al abuso irresponsable de los recursos de la creación
de Dios. Por fin, el paradójico escepticismo del europeo de nuestros días, que
es hijo de la «cultura de la libertad», respecto de la verdadera profundidad de
las decisiones libres del ser humano, nos hace pensar igualmente en la necesidad
de hablarle con renovado empeño a este hombre de la dimensión de eternidad
implicada en todos los estratos de su ser, convocado a la comunión perfecta con
Dios.
Sabiendo, pues, que «en un contexto en el que crecen la indiferencia
y la secularización estamos llamados en particular a rendir testimonio de los
valores de la vida y de la fe en la Resurrección, que encarna el mensaje cristiano
en su integridad» (Juan Pablo II, Mensaje
con ocasión de lo Asamblea ecuménico de
Graz de 1997), todo lo dicho nos invita a la reflexión sobre
propuestas concretas en las que se pudiera articular la prioridad de la
predicación de la Resurrección y de la Vida eterna.
En todo caso, el anuncio de la Palabra exige hoy más que
nunca la formación de sus ministros, la cual ha de partir de un serio cultivo
de su vida espiritual que los capacite para ser sus testigos. No basta
alimentar la confianza y establecer unas ciertas prioridades. Es necesario
también preparar y cuidar bien los instrumentos. Sin duda el primero de ellos,
si se puede hablar así, es la persona del ministro. Ante todo, los sacerdotes,
los diáconos, los catequistas, los profesores de religión. En definitiva, todo
bautizado, en cuanto testigo de Cristo, ha de adquirir la formación apropiada
a su situación para que la fe no sólo no se agoste por falta de cuidado en un
medio tan hostil como es el ambiente secularista, sino para sostener e impulsar
el testimonio evangelizador.
La formación de los ministros de la palabra necesita una
teología elaborada y transmitida de acuerdo con su estatuto específico de saber
fundado en la divina Revelación e integrador de una razón confiada en sus
capacidades y abierta a la metafísica, como ha recordado la encíclica Fides et ratio. Un saber así no puede fructificar al margen, ni mucho
menos frente a la Iglesia, a su Tradición y a su Magisterio. La teología
prospera y sirve verdaderamente a la inculturación del Evangelio cuando es, a
un tiempo, contemporánea y arraigada en la comunión eclesial.
En el orden catequético contamos hoy con el Catecismo de
la Iglesia Católica. Los catecismos adaptados a las diversas situaciones
tienen en él una guía segura para convertirse en instrumentos aptos de una
formación integral en la fe. Los catequistas, los pastores y, en general, las
personas de mayor formación, harán uso del Catecismo
como libro de referencia básico para su anuncio del Evangelio. El horizonte
más amplio del uso del Catecismo en
una labor catequética orgánicamente integrada en la vida de la Iglesia se
describe en el Directorio Catequético
General de 1997. Todos estos instrumentos han de estar muy presentes en la
formación para el ministerio de la Palabra, si se quiere responder a las dos
necesidades más urgentes M momento: la de su ejercicio íntegro y fiel a la fe
de la Iglesia y la de saber responder a los verdaderos problemas M hombre de
nuestro tiempo, carente y ansioso de Dios. Abandonarse a la mera creatividad
particular y, más aún, a la improvisación bienintencionada sólo podría ser
nocivo.
2. La celebración de los misterios de la
salvación constituye el corazón de la Iglesia. El ministerio de la
Palabra, rectamente ejercido, conduce a la celebración de los misterios de la
fe y se expresa en ella, sobre todo en los sacramentos, en particular, en la
eucaristía. El anuncio del reino de Dios, de la gloria futura, no puede
reducirse a una mera proclamación de ideas religiosas o morales, sino que ha
de introducir al encuentro vivo de cada creyente con Cristo resucitado, que se
acerca a los hombres de cada época en los sacramentos de la Iglesia (cf. Instrumentum laboris, 67). Hemos de
cuidar bien la celebración de la liturgia y de los sacramentos y propiciar la
creación de las condiciones adecuadas para ella. Permitidme, venerables
hermanos, que mencione algunas de estas condiciones.
En primer lugar, es necesario fomentar la comprensión del
verdadero sentido de la liturgia y de los sacramentos, superando la tentación,
a la que es tan proclive nuestra época, de querer reducir el culto cristiano a
pura celebración de la vida humana y despojarlo de su carácter sagrado,
alegando una pretendida superación de lo ritual y lo cúltico en la Nueva
Alianza. El culto cristiano va unido, ciertamente, a la vida y no puede ser
verdadero si no se expresa en obras de caridad y de justicia. Pero la liturgia
y los sacramentos son acciones sagradas porque es el mismo Dios trino quien
actúa en ellas para la edificación de la Iglesia y la santificación de los
hombres. Conviene recordar que los sacramentos son legado precioso de Cristo
mismo para su Iglesia. Ella los celebra con veneración; no los crea, sino que,
más bien, se alimenta de ellos, pues por ellos le llega la fuerza salvadora de
Cristo, en el Espíritu Santo. El sacramento del Orden, que habilita a los
ministros de la Eucaristía, «fuente y culmen de toda vida cristiana» (LG 11) y sacramento de «la
condescendencia divina» (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Dominicae Coenae, 7), expresa con claridad la
vinculación de toda la vida sacramental de la Iglesia con Cristo. La
incorporación de los laicos ‑varones y mujeres‑ a nuevas responsabilidades
y ministerios eclesiales, ha de ser ocasión para profundizar más en el carácter
sacramental de la Iglesia y no para oscurecerlo.
En segundo lugar, la celebración de la liturgia y de los
sacramentos exige la formación adecuada de todos los que participan en ellos,
ministros y fieles. La iniciación cristiana tiene un componente fundamental de
mistagogia, o introducción a la celebración de los misterios, que no debe ser
descuidada, tampoco en los niños. Por su parte, los ministros han de estar
familiarizados tanto con la teología como con la pastoral litúrgica y sacramental,
de modo que, sin perjuicio de la rica diversidad de formas y modalidades M culto
reconocidas por la Iglesia, celebren la liturgia y los sacramentos no como sus
dueños caprichosos, sino como servidores agradecidos y fieles de los misterios
sagrados.
En tercer lugar, hay que recordar que la participación activa
de todos en la liturgia y en los sacramentos, en particular en la eucaristía
dominical, debe ser cuidada y fomentada según el deseo del Concilio. Esta
participación no ha de ser confundida con el personalismo o el activismo. Se
trata ante todo de que quienes celebran la liturgia y los sacramentos lo hagan
con verdadera implicación interior en lo que la Iglesia celebra. Para ello,
además de la formación doctrinal, es necesaria también la formación
espiritual. ¡Qué distinta es una celebración de la eucaristía por personas con
verdadero espíritu de oración, que la celebrada de modo más o menos mecánico,
aunque con corrección formal e, incluso, con gran despliegue externo de medios
estéticos y de animación!
Por eso, en cuarto lugar, el cultivo de la espiritualidad es
condición necesaria de la celebración viva y fructífera de la fe. La fe ha de
ser asumida desde lo más hondo de la persona. No convencen ni sirven las meras
formulaciones doctrinales ni el culto rutinario. En cambio, nuestros contemporáneos,
hastiados de ofertas superficiales y de ritmos de vida tan agobiantes, vacíos
de sentido, están necesitados de alimentos sólidos para el espíritu; anhelan
otras experiencias de verdadero encuentro con Dios. Es lo que buscan, por
desgracia, con no poca frecuencia, en movimientos esotéricos o en las nuevas
fórmulas sincretistas de la llamada «espiritualidad oriental». Nuestras
grandes tradiciones espirituales europeas de raigambre benedictina,
carmelitana, ignaciana, etc., así como las de los nuevos movimientos y
comunidades tienen mucho que aportar para que la celebración del misterio de
Cristo, configurada y vivida en espíritu y en verdad, siga siendo fuente de
esperanza auténtica en el alma sedienta de los europeos de hoy y de mañana.
Termino estas palabras sobre la celebración con una
referencia al sacramento de la reconciliación y del perdón. El sacramento de
la penitencia ha de jugar un papel fundamental en la recuperación de la
esperanza. Sólo quien recibe la gracia de un nuevo comienzo puede continuar
adelante en el camino de la vida sin encerrarse en la propia miseria. ¿No estará
una de las raíces de la resignación y la desesperanza de hoy en la incapacidad
de reconocerse pecador y de dejarse perdonar? ¿Y esta incapacidad no se deberá
a la soledad en la que tantos viven como si Dios no existiera, es decir, ante
sí y por sí, sin nadie a quien poder y querer pedir perdón? La revitalización
del sacramento de la reconciliación, vivida en la plena integridad de la
doctrina conciliar que no sólo no hace superflua la confesión sincera y
concreta de los pecados, sino que la postula e incluye necesariamente, urge
cada vez más, si se quiere avanzar en el camino de la evangelización de Europa.
Por el sacramento de la reconciliación, bien celebrado y practicado, pasa el renovado
encuentro del cristiano con la gracia redentora de Jesucristo, que nos conduce
a la casa del Padre de la misericordia, nuestro origen primero y nuestro
destino último, manantial perenne de esperanza (cf. Juan Pablo II, Dives in
misericordia).
3. El testimonio y la celebración del «Evangelio de la
esperanza» llevan también consigo su servicio, que se expresa en el servicio al
ser humano. No son ciertamente idénticos el servicio de Dios y el servicio del
hombre, ni el amor a Dios y el amor al hombre, pero son inseparables. La
comunión con Dios no es real ni verdadera si no incluye la comunión con sus
hijos, nuestros hermanos. Los santos han vivido siempre, según sus carismas,
la irreductibilidad y al mismo tiempo la inseparabilidad de ambos amores y
servicios. Europa necesita nuevos santos, personas que, sin dejarse arrastrar
por la reducción temporalista de la caridad a mera filantropía, vivan la vida
cristiana en toda su belleza y esplendor; que la vivan como enviados de Cristo
allí donde se encuentren: en el mundo de la política, de la economía, de la
cultura, del trabajo en la industria, en el campo o en el hogar. Todo trabajo y
ocupación, no sólo el ministerio de la Palabra y de los sacramentos, se
convierte en apostolado cuando es vivido como servicio del Evangelio.
La dedicación profesional de los cristianos a las tareas de
la política y de la configuración pública de la sociedad reviste una grave y
nueva urgencia en virtud del proceso, ya bastante avanzado, de la construcción
de la unidad de Europa sobre bases inequívocas de justicia, de libertad y de
paz. Como en los tiempos de los llamados «padres de Europa», alguno de ellos
camino de los altares, los cristianos de hoy han de seguir trabajando para que
la Doctrina Social de la Iglesia sea llevada a la práctica en las estructuras
de la Europa unida. La vigencia de esta doctrina es hoy, si cabe, más clara
aún que hace cincuenta años, cuando se constituía el Consejo de Europa, la más
antigua de las actuales instituciones europeas. Nos congratulamos de los
esfuerzos tan meritorios que se hacen dentro y fuera del marco institucional de
la Unión Europea para llevar al nuevo ordenamiento jurídico europeo, que se
perfila cada vez con mayor nitidez, lo que, en definitiva, comportan las
implicaciones de la dignidad humana, eje fundamental, por otro lado, de la
Doctrina Social de la Iglesia. Sin embargo, es mucho lo que queda por hacer. La
tarea para el próximo futuro es ya inmensa, un verdadero reto histórico para
los católicos y para todos los servidores del hombre. Quiero recordar dos
asuntos fundamentales puestos de relieve por Vuestra Santidad en el discurso
del pasado 29 de marzo a la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa.
Se ha de trabajar todavía para que se reconozca en la práctica
de forma completa «el derecho más fundamental, el derecho a la vida de toda
persona, y que sea abolida la pena de muerte. Este derecho fundamental e
imprescriptible de vivir no sólo implica que todo ser humano pueda sobrevivir,
sino también que pueda vivir en condiciones justas y dignas. En particular ‑decía
Vuestra Santidad‑ ¿cuánto tiempo debemos esperar aún para que el derecho
a la paz se reconozca como un derecho fundamental en toda Europa, y que todos
los responsables de la vida pública lo pongan en práctica?»
Es asimismo importante ‑decíais también entonces y
debemos recoger aquí«no descuidar la promoción de una política familiar
seria, que garantice los derechos de los matrimonios y de los hijos; esto es
particularmente necesario para la cohesión y la estabilidad social. Invito a
los parlamentos nacionales a redoblar sus esfuerzos para sostener la célula
fundamental de la sociedad, que es la familia, y darle el lugar que le
corresponde; constituye el ámbito primordial de la socialización, así como un
capital de seguridad y confianza para las nuevas generaciones europeas». En
efecto, ¿qué esperanza puede albergar Europa para su futuro si la triste y
muchas veces desoladora situación espiritual y material de tantas familias se
traduce en unas tasas de natalidad que ni siquiera bastan para la sustitución
de las actuales generaciones o ‑lo que es más grave‑ si, a través
del reconocimiento de las llamadas «parejas de hecho», se cuestiona el papel
primordial de la familia misma?
En estos dos campos, el del derecho a la vida y los derechos
de la familia, las tareas y compromisos, incluidos los de los Pastores de la
Iglesia, no admiten ni tibieza, ni demora (cf. Instrumentum laboris,
75‑82). Porque es necesario establecer políticas sociales, culturales y
jurídicas ‑basadas siempre en el principio de subsidiariedad‑ y
también planes pastorales encaminados decididamente a que se respeten la plena
dignidad de la persona humana y sus exigencias fundamentales de poder vivir,
crecer, educarse y desarrollarse en el amor y en la esperanza de una vida
propia del hombre, hijo de Dios, que brota del Misterio Pascua¡ de Jesucristo,
vivo y presente en su Iglesia.
Pero tampoco es pequeño el servicio que nos pide el Evangelio
de la esperanza en otros campos. Los niños, los jóvenes, los ancianos, los
enfermos, los discapacitados, los que no tienen trabajo... todos ellos
necesitan una cercanía humana y cristiana que les permita alimentar la esperanza
que no defrauda.
Finalmente, es necesario subrayar con nuevos y firmes acentos
que la Iglesia desea contribuir a que se estrechen los lazos de solidaridad y
de cooperación desinteresada tanto dentro de Europa como con los pueblos de las
otras partes del mundo, sobre todo, de los más necesitados. Hay que empeñarse
para que los países del antiguo bloque comunista puedan incorporarse
progresivamente al concierto europeo y a sus instituciones, sin que tengan que
renunciar para ello a sus peculiaridades históricas y culturales. Con el
ejercicio generoso de la solidaridad se contrarresta eficazmente cualquier amenaza
proveniente de los fanatismos nacionalistas. Hemos de aprender la lección de
los acontecimientos tan dramáticos de nuestro pasado reciente, los que nos condujeron
a la Segunda Guerra Mundial, cuando «el culto a la nación, fomentado hasta
convertirlo en una nueva idolatría, provocó en aquellos seis años terribles una
inmensa catástrofe» (Juan Pablo II, Mensaje
con ocasión del 500 aniversario de la Segunda Guerra Mundial).
Tampoco le es lícito a Europa encerrarse en sí misma en una
suerte de nacionalismo paneuropeo. Son notorias sus obligaciones de
solidaridad con los pueblos que sufren penurias de todas clases e incluso
condiciones de vida poco menos que infrahumanas. El universalismo, tan
característico de la común herencia humanista europea, ha de hacerse efectivo
en la ayuda generosa a tantos pueblos, con frecuencia ligados con Europa por lazos
históricos y culturales, que no pueden ser abandonados a su suerte o utilizados
como meros mercados al servicio de los intereses de las llamadas sociedades del
bienestar y del consumo: las nuestras.
Todos estos empeños precisan del acompañamiento y sostén de
un riguroso apostolado intelectual y de la cultura. El servicio al que están
llamados los profesionales de las ciencias en general y de las llamadas
ciencias humanas en particular es especialmente relevante. Ellos han de buscar
el verdadero saber sobre el hombre, basado en un amor sincero y abierto a la
Verdad y a cada persona humana. Un saber que sea capaz de aportar razones
sólidas para la convivencia en la justicia, la libertad y la paz, y de contribuir
a superar la amenaza del relativismo, el escepticismo y el hedonismo.
Venerables hermanos, hemos de convocar para el año 2000 de
la era cristiana de nuevo a nuestras Iglesias al anuncio, a la celebración y al
servicio del Evangelio de la esperanza en la Europa de hoy. Porque Jesucristo,
cuya fe ha inspirado a los europeos a lo largo de los siglos tantos proyectos e
ideales cargados de futuro, sigue vivo en su Iglesia. He llamado vuestra
atención sobre algunos puntos que podrían ser objeto de nuestra reflexión en
orden a esta nueva convocatoria en el umbral del año 2000 de la era cristiana.
Permitidme concluir esta tercera parte con algunas sugerencias generales, válidas
para toda nuestra obra evangelizadora.
1ª La nueva evangelización de Europa ha de hacerse desde la
estrecha comunión de todas la Iglesias locales con Pedro y entre sí. No puede
ser de otro modo, especialmente en un momento de interrelación creciente en
todos los órdenes de la vida. La unidad y el mutuo conocimiento entre las
Iglesias es, por lo demás, ya de por sí una aportación importante a la unión de
los pueblos de Europa. Los organismos eclesiales de ámbito europeo, como el Consilium Conferentiarum Episcoporum Europoe (CCEE) y la
Comisión de los Obispos de la Comunidad Europea (COMECE), están llamados a
jugar un papel importante en este terreno.
2ª El diálogo ecuménico e interreligioso es otra de las
dimensiones que ha de caracterizar la presencia evangelizadora de la Iglesia
en esta hora de Europa. No ha perdido actualidad lo que el Sínodo de 1991 ha
dicho ha este respecto. Vuestra Santidad no ha cesado de invitarnos a este
diálogo permanente y paciente, pues «el testimonio de la unidad (entre los cristianDS)
es un elemento esencial de una evangelización auténtica y profunda», según
recordabais en febrero del año pasado al Comité Conjunto del Consilium Conferentiarum Episcoporum Europae y de la Conferencia de
las Iglesias de Europa.
3ª Por fin, hay que tener presente la pastoral
vocacional. Sin vocaciones suficientes para el ministerio ordenado y la vida
consagrada no será viable una evangelización renovada y vigorosa. Y, a la inversa,
la evangelización decidida, apostólicamente comprometida e integral, es el
mejor «programa» para la pastoral vocacional. Allí donde a los jóvenes se les
presenta sin recortes la persona de Jesucristo, prende en ellos una esperanza
que les impulsa a dejarlo todo para seguirle, atendiendo su llamada, y para dar
testimonio de El ante sus coetáneos, tan maltratados en su cuerpo y en su
espíritu por la cultura «a ras de tierra» de nuestros días. No se trata de un
mero postulado teológico, sino de un hecho comprobado a diario en los nuevos movimientos
eclesiales y en todos los lugares en los que se dan las condiciones adecuadas
para el encuentro vivo con el Salvador.