CONCLUSION

Europa, sobre la que, «no obstante el mensaje de grandes espíritus, se siente el pesado y terrible drama del pecado» (Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Coloquio Internacional sobre «Las comu­nes raíces cristianas de los Naciones Euro­peas», 6‑XI‑1981), atraviesa por una si­tuación delicada, vive en una encrucijada histórica. La desesperanza más o menos confesada, pero evidente en situaciones como la resultante de la crisis familiar y demográfica, afecta a todos los sectores de la vida social, en particular a los jóve­nes sin trabajo o sin perspectivas para una vida con sentido. Por otro lado, la unidad y la paz del Continente, siguen, gracias a Dios, avanzando y afianzándose en importantes aspectos políticos y eco­nómicos. Aunque no pueda ni deba olvi­darse la amenaza que suponen la perpe­tuación de determinadas violaciones de derechos humanos fundamentales y los problemas de la guerra, los nacionalismos excluyentes y las migraciones.

La Iglesia, unida a los destinos de Eu­ropa desde el comienzo de la obra evan­gelizadora, vive con preocupación esta si­tuación. Pero son numerosos los signos que alientan nuestra esperanza, basada únicamente sobre la fe en Jesucristo. El, con su encarnación, cuyo bimilenario es­tamos a punto de celebrar en el Año San­to 2000, se ha unido en cierto modo a todo hombre. Muchos europeos han en­contrado en Él el sentido de la vida, han configurado una cultura de hondas raíces cristianas y han extendido por todo el mundo el Evangelio. Y hoy, en Europa, la Iglesia sigue confesando a Jesucristo, ce­lebrando sus misterios y sirviéndole en la caridad.

La Iglesia se propone ofrecer a Europa con nuevo vigor este tesoro, a ella confia­do. Por amor a cada hombre y a cada pueblo de Europa y por fidelidad a su pro­pia misión, no va a dejar que se seque la fuente de la esperanza ni a guardarla sólo para sí misma. Ante el clima de desalien­to que envuelve hoy tan frecuentemente a nuestros pueblos, cuyas raíces más hon­das están en el apartamiento progresivo del Dios de Jesucristo, la Iglesia desea ofrecer de nuevo a todos la esperanza que se le ha dado y de la que es portado­ra: Jesucristo mismo que vive en ella.

Invocamos, para ello y para el trabajo de nuestra asamblea, la intercesión de María y de los santos. Santa María, Ma­dre de Jesucristo y de la Iglesia y estrella de la nueva evangelización. Los santos que han irradiado desde Europa la luz del Evangelio, entre los cuales deseo invocar a San Ignacio de Loyola y a Santa Teresa de Ávila, a la que han seguido en el siglo pasado y en el nuestro dos insignes hijas: Santa Teresa del Niño Jesús y Santa Tere­sa Benedicta de la Cruz. El, Ignacio, for­mador de apóstoles para los nuevos tiempos; ella, Teresa, doctora del espíritu en la contemplación del Verbo de la Vida. Invocamos asimismo a los santos que ro­turaron los campos de la primera evan­gelización, en especial a los patronos de Europa, San Benito, San Cirilo y San Me­todio. También con la intercesión de Ma­ría y de los santos, Jesucristo, vivo en su Iglesia, es fuente de esperanza para Europa.

 

(Texto original latino; versión española ofrecida por la Sala de Prensa de la San­ta Sede.)

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