LA LÁMPARA QUE ARDE Y ALUMBRA: TERESA DE TODOS LOS POBRES

 Por el Cardenal Ángel SUQUÍA

 


En un famoso pasaje de «Los grandes cementerios bajo la luna», Georges Bernanos explicaba que los santos son para seguirlos, no para aplaudirlos.

 Aplaudir a los santos puede ser una forma sutil de neutralizar el efecto de sus vidas. Y ponía el ejemplo de aquellos bravos soldados que, agazapados en una trinchera esperando el momento del asalto, cuando ven a su capitán salir de la trinchera a pecho descubierto y gritar «¡adelante!», se quedaron inmóviles, paralizados de emoción ante la valentía de su capitán, y con lágrimas en los ojos aplaudían: «¡Bravo! ¡Estupendo!» Si Europa, concluye Bernanos, hubiese seguido a Francisco de Asís en vez de aplaudirlo, se habrían evitado la Reforma, las guerras de religión y las fracturas de la cultura europea, con su secuela de las guerras de nuestro siglo.

 Ha muerto Madre Teresa de Calcuta, esa anciana con ojos de niña que ha sembrado el mundo de la más grande libertad: la de la misericordia y el amor. Sin más poder que el de un corazón lleno de respeto y aprecio por la infinita dignidad de cada ser humano, el mundo se abría ante ella: la India, Venezuela, Australia, Ammán, Gaza, Yemen del Norte, Estados Unidos, Tanzania, Nueva Guinea, Papúa, Europa, España. Las fronteras desaparecían para ella: Polonia, Berlín Este, Moscú. Es difícil concebir una fecundidad mayor. Para el amor de esta mujer indómita no hay límites. Su amor crea, construye, redime y salva. «Recuerdo –contaba en una ocasión–, a un hombre que recogimos en la calle, y llevamos a nuestra casa. Estaba muy enfermo, a punto de morir. Estuvimos tres horas limpiándole. En un momento dijo: "He vivido en la calle como un animal y voy a morir como un ángel, amado y curado". No he visto nunca una sonrisa como la que tenía aquel hombre en el rostro».

 La vida de Madre Teresa está saturada de anécdotas similares. De ellas es posible desgranar el secreto de su fecundidad. Lo que resplandece en ella es una intuición sobre el camino que el mundo necesita, la medicina que puede curar sus males y abrir paso a una nueva sociedad. Ese camino es el amor. Amor gratuito –y por eso dirigido a los más pobres, que sólo pueden agradecer con una sonrisa–, amor sin medida y sin fin. Ella sabía que nuestra peor enfermedad es la soledad, esa soledad que humilla al hombre y lo degrada. Hablaba muchas veces de la soledad. Ella sabía que el origen de ese mal estaba en la destrucción de la familia, que es el lugar donde se ha de vivir y aprender el amor. Por eso era una defensora infatigable de la familia: la fidelidad en el matrimonio, la apertura siempre al don de los hijos, fruto de amor y reclamo para un amor siempre más grande, era uno de sus mensajes más constantes, en cuanto tenía ocasión de hablar. Y hablaba con esa libertad que nace sólo de la experiencia vivida hasta el fondo, allí donde luce la verdad. De esa experiencia nacía su convicción: el amor es el contenido de la vida, su razón de ser. Se quita el amor, y la vida se pierde, deja de ser amable. En el amor está el secreto de la felicidad, y de la paz.

 No deja de ser curioso que la expansión de la obra de Madre Teresa haya tenido lugar casi al mismo tiempo que la llamada «revolución del 68», en la década de los sesenta. Era la época de la «nueva frontera», del Concierto para Bangladesh y de la imaginación al poder. En todas aquellas manifestaciones había muchas esperanzas verdaderas, el deseo de un mundo distinto, solidario, libre y en paz. Al menos dos generaciones han crecido al hilo de aquellos deseos, acompañados por aquellas canciones. Uno se pregunta hoy qué queda de real en nuestras vidas de todos aquellos ideales. En muchos, sólo una vaga e inmensa nostalgia. En otros, decepción. Madre Teresa, en cambio, no perdió nunca su mirada de niña y su vitalidad casi escandalosa en una mujer de sus años. Su obra está ahí. Las palabras pasan, las canciones han pasado. Un solo gesto de amor, un vaso de agua, permanece para siempre. Tiene un valor eterno.

 Madre Teresa no acusó nunca a nadie. No había reproche en su rostro. La tarea –sembrar amor, repartirlo a manos llenas– era demasiado urgente como para distraerse con nada. Tampoco ocultó nunca cuál era la fuente de su amor y de su fuerza: Dios. Dios da un valor infinito a toda vida humana, y Dios hace posible ese milagro del amor sin límites. Es significativo el nombre de su obra: «Misioneras de la Caridad». Su vida, su obra, es proclamación de la verdad de Dios y de la verdad del hombre, aunadas en la persona de Jesucristo. Y es que el amor es el lenguaje más verdadero sobre Dios y sobre el hombre, quizás el único plenamente verdadero. El más concreto y el más universal. También el que más corresponde a nuestro ser. Porque todos hemos nacido para eso, para ser incondicionalmente amados, y para amar incondicionalmente. «Amor» es el nombre humano de Dios, el sello de nuestro origen, y la nostalgia de nuestro destino. Madre Teresa hablaba ese lenguaje con todo su ser. Por eso derrochaba felicidad y paz a su paso. Y las hacía florecer en personas que nunca en toda su vida habían conocido el amor. Ése era su mayor mal, decía, más aún que la pobreza y el hambre. Un mal que ella sabía curar.

 «Recuerdo –comentaba una vez en una entrevista– que cuando llegamos a Australia fuimos a visitar a las personas más pobres para ayudar a sus familias. Fuimos a una pequeña casa donde vivía un hombre. Le pregunté si me dejaba limpiarle la casa, y me dijo: "No hace falta. Está bien así". Yo le respondí que estaría mejor si me permitiera limpiarla. Así comencé a limpiar y a lavar sus ropas. Luego vi en la habitación una lámpara grande llena de polvo y porquería. Le pregunté: "¿Enciende esta bonita lámpara?" "¿Para qué? Nadie en muchos años ha venido a visitarme". "¿Encendería la lámpara si las hermanas comenzaran a visitarle?" "Sí". Limpié la lámpara y las hermanas comenzaron a visitarle todas las tardes. Dos años después, yo me había olvidado completamente del episodio, pero él me mandó un mensaje: "Dile a mi amiga que la luz que ha encendido en mi vida brilla aún"».

 Madre Teresa, tu peregrinar de amor por este mundo ha terminado. Pero la luz que has encendido entre nosotros brilla aún para todos los pobres de este mundo, para todos los hombres. ¡Ojalá se extienda más y más, hasta llenar de amor la Tierra!

 

ABC, 6 de septiembre de 1997

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