EL ARTE DE NO HACER CASO
Por Julián Marías, de la Real Academia Española
Me preocupa la tendencia a hablar interminablemente de las cosas que tienen menos interés. Tan pronto como sucede algo nimio o alguien dice una manifiesta estupidez, o una mentira patente, o un grosero exabrupto, se puede estar seguro de asistir a una incansable repetición –por escrito y en radios y televisiones– y a una larga serie de comentarios; en ocasiones, dos, «gemelos», en el mismo periódico, y otros tantos en los demás.
Con esto se asegura la resonancia, y a última hora la eficacia, de lo que no merece que nadie se ocupe de ello. Hay personas sumamente inteligentes, de las que apenas se habla; se ejecutan acciones bien meditadas y llenas de acierto, que consiguen, a lo sumo, una escueta mención. Las expresiones de rencor, odio, exasperación o simple falta de inteligencia gozan del favor de la publicidad, que les confiere la realidad que por sí mismas no tienen.
Se preguntará si hay que «dejar pasar» lo que por uno u otro motivo es inaceptable e intolerable. Ciertamente no. Hay que poner ante los ojos de los demás lo que algunos dicen –y cómo lo dicen– para que conste y cada uno pueda reaccionar personalmente a ello; creo que esto es lo más importante. La acumulación de esas experiencias es lo que más puede contribuir al saneamiento de la sociedad, a la formación de una opinión responsable y no manipulada. La democracia verdadera no es algo que se ejerce cada cuatro años, sino cada día, lo que introduce el conocimiento y la responsabilidad en las decisiones.
Cuando lo que se dice es falso, hay que mostrar concisamente que es así, y pasar de largo, sin darle más vueltas. Si se trata de una injuria o una calumnia, hay que rechazarla con las menos palabras posibles y, en su caso, remitirla a los tribunales. La ignorancia o la necedad no merecen ni siquiera eso: basta con dejar que se hundan por su propio peso.
Se pierde demasiado tiempo y esfuerzo en ocuparse de asuntos o personas que no lo merecen. Como ambas cosas, tiempo y esfuerzo, son limitadas, se roban así a aquello que es digno de atención, que a veces la reclama imperiosamente y con urgencia. Al ceder a la tentación de hacer caso de lo que interesa a algunos, se cae en una trampa peligrosa, se perturba la acción adecuada y justificada. Las polémicas, lo recordé hace poco tiempo, distraen de la labor propia a los que tienen algo que decir; en otros campos de la vida efectiva sucede lo mismo, desde la economía, la administración o la política hasta la imaginación del porvenir de una nación. El ocuparse de minucias sin valor es hacer el juego a los que quieren precisamente que no se haga nada interesante.
La España real es incomparablemente mejor que la que reflejan los medios de comunicación, ocupados en proporción inmensa –ciertamente desigual, pero sin excepción apreciable– con lo que no tiene importancia ni valor. Las luces y las sombras se reparten con singular injusticia. Se dedican páginas o larguísimos minutos de pantalla a lo que no tiene la menor importancia, mientras que no se nombran o se mencionan de pasada los dichos o los hechos de verdadero alcance, sin que se exceptúen los de las figuras de máximo relieve.
Me contaron en México que cuando el gran escritor Agustín Yáñez –del que se habla muy poco, y no es casualidad– fue gobernador de su Estado natal de Jalisco, le dijeron que era costumbre retribuir a un periodista de quien se esperaban elogios a su gestión. Yáñez preguntó de qué cantidad se trataba; después de oírla dijo: «Vamos a hacer unas escuelas que hacen mucha falta, y que diga lo que quiera».
Las capacidades humanas son limitadas; cuando se ha vivido mucho, esto resulta evidente, y se piensa qué cosas se podrán hacer, y hasta cuándo. Se impone la selección, si uno tiene verdadero interés en hacer algunas todavía. Pero esto es verdad a cualquier edad, y el síntoma de que alguna persona siente la necesidad de hacer o decir algunas cosas para las que «ha nacido» –desde las más levantadas hasta las modestísimas del trabajo profesional, el cuidado de la familia o la vida íntima– es la conciencia de que la vida tiene una duración limitada, y además una estructura diferenciada y cualificada por las diversas edades, lo que obliga a una cuidadosa administración de ese caudal vital.
Lo más curioso es que el desinterés por el tiempo propio se ha acentuado desde el momento en que muchas personas no cuentan más que con el de esta vida, sin proyectarse hacia la otra. Esta paradoja es solo aparente. El que tiene esperanza de seguir viviendo tras la muerte se da cuenta de que en este tiempo limitado tiene que hacer su vida, elegir y decidir quién pretende ser para siempre. Por eso, para él tienen importancia las cosas de este mundo, y la realidad que se va forjando en él. Si esa esperanza falta, nada tiene verdadera importancia, porque un día dejará de tenerla, y es cuestión de esperar.
Vemos que lo que parecía ser un asunto puramente pragmático, el acierto en las gestiones cotidianas, en la publicidad o la política, tiene sus raíces en la configuración profunda de la vida humana. Esta es sistemática, y el olvido de esto lleva a su deterioro, por lo menos a su trivialización.
Por eso el mejoramiento de un país –o de cualquier comunidad humana– depende de lo que verdaderamente sean las personas; estamos asistiendo, en todo el mundo, a una pérdida de lo que verdaderamente las constituye. Sobre eso debería fijarse la atención; lo demás se dará por añadidura.
Verdad y libertad son las dimensiones decisivas de nuestra vida. Ambas están amenazadas de mil formas, la mayoría de ellas larvadas y no fácilmente perceptibles. Son los dos criterios supremos para juzgar lo que pasa, lo que se hace y lo que se dice. Rara vez se tiene en cuenta.
Hay personas que son «incondicionables»; tienen «fijaciones», dan por supuesto lo que no es evidente ni tiene justificación; son partidarias de algo pase lo que pase, hágase lo que se haga; cuanto esto se intensifica, se llega al fanatismo. La mayoría de las personas son racionales, algunas incluso razonables; están abiertas a la verdad, la distinguen de la falsedad; ejercen su libertad, sin renunciar nunca a ella. Esta es la gran diferencia entre los hombres, no las aparentes y convencionales que imponen algunos partidos políticos.
Creo que la mayoría de las personas pertenecen a esta segunda clase, mientras que las primeras son una serie de minorías, aparentemente opuestas, pero de una estructura común. Lo que pasa es que en nuestra época es muy frecuente que, a la inversa de otros tiempos, las minorías oprimen a las mayorías. El factor decisivo es la «organización», que administra la publicidad y deforma las realidades. Por eso es importantísimo, y no demasiado fácil, el arte de no hacer caso.
ABC, 15 de mayo de 1997