Una ética de la solicitud. Obligaciones frente a la fragilidad del mundo

Por Daniel Innerarity

¿Qué tienen en común un coleccionista, un aficionado a la historia, un restaurador del patrimonio artístico, un orientador familiar, un ecologista y un defensor del Estado de bienestar? Pues algo parecido a la convicción de que hay cosas que no deberían perderse, que algo merece ser protegido, frente al paso del tiempo, el capricho del momento o la irresponsabilidad. El crecimiento de esta particular sensibilidad podría considerarse como un signo de los tiempos en que vivimos.


En ámbitos muy diversos se ha formado una nueva coalición de protectores por oposición a los antiguos transformadores, de quienes se consideran más bien herederos, guardianes o depositarios frente a quienes se consideran más bien constructores, inventores y revolucionarios; tal vez sea este eje mucho más clarificador que las distinciones ideológicas tradicionales para entender algunos fenómenos sociales y culturales de estos tiempos tan paradójicos, tan difíciles de comprender cuando son examinados desde los observatorios tradicionales o desde un único punto de vista.

En favor de la salvaguarda

Entre los reparadores del mundo se congregan personas de variada ideología. En un libro reciente, Michel Lacroix ha sintetizado en las figuras de Noé y Prometeo la alternativa que mejor describe las posibilidades de nuestro tiempo (1). Es esta una alegoría que expresa muy acertadamente la oposición entre los imperativos de la modernización y el crecimiento, por un lado, y, por otro, las exigencias de una ética de la salvaguarda, el cuidado y la protección. Según Lacroix, asistimos al nacimiento de un poderoso movimiento en favor de la salvaguarda, que se esfuerza en frenar las fuerzas de la destrucción, de la negligencia y de la modernización a ultranza.

Se trata de un afán surgido ante la experiencia de la fragilidad general del mundo. La fragilidad comienza por uno mismo, por un sujeto que se siente menos protegido, más expuesto a la perplejidad y al desarraigo en sus múltiples formas. El miedo a convertirse en un desheredado parece haber sustituido al entusiasmo por una ruptura con el pasado que caracterizaba a otras épocas; abandonado el furor de la transgresión a cualquier precio, la fidelidad a una herencia se presenta como condición del desarrollo personal, del mismo modo que la conservación del medio ambiente posibilita el progreso económico o la memoria sirve de soporte a la identidad de los individuos y los grupos sociales.

La ideología protectora

Lo que moviliza actualmente a los individuos no es la promesa de un perfeccionamiento sino el miedo que inspira el cambio. El mesianismo de antaño se ha desfondado. Las luchas reivindicativas no se inscriben en un contexto de esperanza revolucionaria; lo que se combate es la modernización desconsiderada con todo su cortejo de cambios devastadores y la incertidumbre que provoca. Disposiciones como la movilidad geográfica, que en otro tiempo eran la puerta de acceso a la prosperidad, son vistas ahora como una situación insoportable de crudo desarraigo. La expansión ha cedido el paso a una ideología de aseguramiento de lo conocido.

El deber de los individuos no es entonces defenderse contra la sociedad, sino defenderla, cuidar un tejido social fuera del cual no es realizable su identidad. Se podría definir el espíritu de estos últimos años como la creciente toma de conciencia de la fragilidad del mundo civilizado. Se ha convertido en lugar común, en experiencia general y cotidiana, aunque en un tono menos dramático, aquello que afirmaba Paul Valéry después de la primera guerra mundial: "las civilizaciones saben que son mortales".

Pero el peligro no procede de los bárbaros o se debe únicamente a la amenaza de una guerra. Es una debilidad más bien constitutiva de lo que el sociólogo Ulrich Beck ha bautizado como "la sociedad del riesgo". La fragilidad de la sociedad se traduce en que la incertidumbre se impone sobre los destinos individuales. Las trayectorias vitales son cada vez más caóticas y discontinuas, truncadas por acontecimientos perturbadores: la emigración, la ruptura familiar, la degradación profesional, la pérdida del empleo, la experiencia de la precariedad, la soledad... Por otra parte, los servicios públicos se encuentran en una situación crítica, la economía está regida por la férrea ley de la competencia, sectores industriales enteros desaparecen, la solidaridad parece sepultada por los particularismos, el vínculo social se afloja, la pobreza y la exclusión se convierten en el destino de un número creciente de individuos. Se extiende así un sentimiento general de incertidumbre y desprotección.

Fragilidad de las cosas

Esta precariedad general modifica el panorama en el que los sujetos han de actuar libremente y hacer valer su identidad. La fragilidad del sistema educativo, de las instituciones, de los hábitos democráticos, de la sociabilidad, de los mecanismos de integración, de las creaciones culturales es cada vez más patente, de modo que el individuo, lejos de sentirse oprimido por la civilización, siente su deuda respecto de todas esas cosas. Las víctimas son ahora protectores; el imperativo emancipador es un reflejo protector. El deber de la desalienación sólo tenía sentido en un medio de instituciones poderosas. Pero con entramados institucionales débiles, los problemas del "cuidado" reemplazan a los de la "alienación". Ya no se trata de sustraerse de la influencia de las cosas instituidas cuanto de proteger a éstas frente a la decadencia. La ética de la solicitud surge frente a la experiencia de la fragilidad del mundo.

La responsabilidad de socorrer

El imperativo moral frente a la fragilidad ya no es tanto construir como socorrer. La confrontación con la debilidad de las cosas y los seres eleva la responsabilidad por su salvaguarda al primer plano de los valores. En este contexto, las exigencias fundamentales no se expresan en la palabra "liberación" sino como "responsabilidad", aunque sea en el plano de las cosas modestas, tras haber conocido los efectos devastadores de las grandes ambiciones que olvidaban su finitud y limitaciones constitutivas. A partir de ahora ya no se trata de saber a qué ideología se adhieren los individuos, bajo qué bandera política combaten o en qué gran proyecto participan. En adelante habrá que preguntar a cada uno sobre su responsabilidad individual en la lucha contra la degradación del mundo.


  1. Michel Lacroix. Le principe de Noé. Flammarion. 1997. 158 págs. 95 F.

Aceprensa, Servicio 150/97(Exrtracto)

 

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